Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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Pasaban de las siete y cuarto cuando el Taurus blanco aparcó delante del Capri, un motel de diez plazas que se alzaba a un lado de la carretera. El perímetro del aparcamiento estaba señalado por las ristras de bombillas navideñas que colgaban entre los postes. El motel constaba de dos filas de bungalows de madera, todos con un saledizo para dejar el coche. La oscuridad envolvía el exterior lo suficiente para disimular la pintura desconchada, la tela metálica medio rota y la mala calidad de la construcción. Casi todas las plazas parecían vacías: no había luz en las ventanas ni coches bajo los saledizos. Delante de una puerta había un coche grúa tan pequeño que parecía de juguete. Las dos primeras plazas del bloque de la izquierda estaban ocupadas, al igual que la segunda de la derecha, que era donde estaba estacionado el Taurus.

El conductor cerró con llave el coche y se dirigió hacia el pequeño porche del bungalow, iluminado por una bombilla de no más de cuarenta vatios. Esperé hasta que hubo abierto y entrado, y entonces deslicé el VW por la grava del aparcamiento hasta una plaza a oscuras. Me metí en marcha atrás debajo del saledizo, apagué los faros y bajé la ventanilla. Sólo los crujidos del motor que se enfriaba interrumpían el silencio reinante. Y una bombilla navideña de color verde que parpadeaba y zumbaba por encima de mí como un abejorro. Me quedé sentada en la oscuridad, calculando cuánto tiempo estaba dispuesta a esperar antes de dar media vuelta. La pobre Nell estaría preguntándose dónde estaba el supermercado. Le había prometido que sería rápida, quince minutos máximo. Ya habían transcurrido treinta. Sentí una burbuja sólida en la boca del estómago, una extraña mezcla emocional de nerviosismo y excitación. ¿Qué había en el petate que el individuo había sacado de la casa? Tal vez herramientas de desvalijador. Partía de la base de que era el mismo individuo que había entrado anteriormente en la vivienda, pero no adivinaba por qué había tenido que volver. Ray Rawson sospechaba quién podía haber sido el caco, pero no me había dado ninguna pista sobre su identidad. Lamenté no haberle presionado para sonsacarle aquella información. Valía la pena esperar un poco. Si se me agotaba la paciencia, apuntaría la dirección del motel y por la mañana recurriría a una treta telefónica para averiguar quién se hospedaba allí.

Volví a mirar la hora. Pasaban ya de las siete y media. El individuo llevaba ya quince minutos en sus habitaciones. ¿Pensaba quedarse toda la noche? No podía quedarme allí indefinidamente y no me pareció sensato acercarme al bungalow para espiar por las ventanas. Puede que viajara con un perro con muy mala uva y capaz de armar un escándalo. Era el lugar indicado para alojar niños y animales raros de compañía. De lo contrario, el negocio no sería rentable, salvo por casualidad.

Estaba ya a punto de irme cuando vi movimiento en el porche del bungalow. El hombre apareció acompañado de una mujer, que era quien llevaba ahora el petate. Seguía con el sombrero puesto y llevaba un maletín, que metió en el maletero. La mujer le entregó el petate y el hombre lo puso con el maletín. Abrió la portezuela del copiloto y ayudó a la mujer a subir al vehículo. Advertí que no tomaban ninguna precaución. O se iban a dar una vuelta o se marchaban sin pagar. El hombre rodeó el coche. Arranqué al mismo tiempo que él, aprovechando su ruido para ocultar el mío. Encendió las luces traseras, las rojas de los frenos medio eclipsadas por las blancas de la marcha atrás.

Mantuve apagadas mis luces y esperé a que el Taurus retrocediera y girase hacia la calzada. Partió en dirección a la autopista e hice lo propio a una distancia prudencial. No me gustaba la situación. Había muy poco tráfico y si tenía que seguirlos durante mucho tiempo, acabarían descubriéndome. Por suerte, se dirigió al acceso norte de la autopista y cuando entré en ésta detrás de él ya había vehículos de sobra para camuflar mi presencia.

El Taurus se mantuvo por el carril de la derecha y dejó atrás dos salidas antes de tomar la que llevaba hacia el aeropuerto y la universidad. Con dos bultos en el maletero, no creía que fueran a las clases nocturnas. La rampa de salida ascendía y giraba a la izquierda, ensanchándose hasta tener seis carriles. De un acceso lateral surgió de pronto un taxi y aflojé el acelerador para que se me pusiera delante. El Taurus seguía en el carril de la derecha y salió de la rampa al llegar a Rockpit, girando nuevamente a la derecha al llegar a la señal de Stop. Me quedé a merced del viento mientras primero el Taurus y luego el taxi entraban en el aeropuerto.

Vi que el Taurus pasaba al carril izquierdo y que frenaba al llegar al parquímetro de la zona de estacionamiento temporal. Se alzó el brazo del tíquet como un saludo automatizado. El taxi, mientras tanto, se había ido hacia la derecha para detenerse ante la puerta de facturación de equipajes, donde se apearon dos pasajeros con maletas. Esperé hasta que el Taurus entró en la zona de estacionamiento temporal y reanudé la marcha. Zumbó el parquímetro y por la ranura apareció un tíquet como si fuera una lengua. Me lo llevé de un tirón y entré en el aparcamiento.

El Taurus se había metido en el primer pasillo de la izquierda y se había detenido ya en la fila frontal, cerca de la calzada. Entreví a la pareja, que se dirigía a la terminal. La mujer llevaba un impermeable sobre los hombros. Busqué algún sitio vacío y metí el coche en el primero que encontré. Apagué el motor, bajé y seguí a la pareja con disimulo. Hablaban y ninguno parecía haberse dado cuenta de mi presencia.

Era ya noche cerrada y el edificio de la terminal estaba iluminado como un belén. En la acera había dos mozos poniendo etiquetas en las maletas de los pasajeros que habían bajado del taxi. Mi pareja entró en la terminal. Advertí que dejaban atrás las ventanillas de alquiler de coches. ¿Se largaban sin pagar? Apreté el paso y el bolso se puso a golpearme la cadera mientras recorría al trote el corto trecho que había hasta la entrada. La terminal del aeropuerto de Santa Teresa sólo tiene seis puertas.

Las Puertas 1, 2 y 3, en el ala izquierda, son para los vuelos de cercanías, los «saltacharcos» que iban y venían de Los Angeles, San Francisco, San José, Fresno, Sacramento y otros lugares situados en un radio de seiscientos kilómetros. En el vestíbulo principal, United Airlines compartía el mostrador con la American. Hice una rápida inspección visual entre los pasajeros sentados en los diversos grupos de sillones. El Stetson habría tenido que facilitar la localización, pero no vi el menor rastro de la pareja.

Casi todos los pasajeros que partían pasaban por la Puerta 5, que quedaba bien visible en la otra parte del pequeño vestíbulo. Había poco tráfico aéreo a aquella hora de la noche y un vistazo al panel indicador del movimiento me reveló que sólo iban a despegar dos aviones. Uno era un reactor de United con destino Los Angeles y el otro un vuelo normal de American Airlines a Palm Beach, con escala en Dallas/Fort Worth. Al lado tenía la Puerta 4, que se utilizaba como puerta de llegada de los vuelos de United. Los ventanales rematados en arco daban a una zona de hierba, iluminada por las luces exteriores, y rodeada por un muro enlucido y coronado por un vidrio protector de un metro de altura. Oía el agudo rugido de un pequeño avión que se acercaba por la pista. Avancé hacia las puertas dobles y miré al exterior. Habría seis o siete personas en aquel sector: una mujer con un niño pequeño, tres universitarios, dos ancianos con un perro. Ni rastro de la pareja que buscaba.

Al cruzar las puertas del vestíbulo principal que conducían al ala de cercanías, vi el Stetson, fieltro negro con ala ancha y cuerpo alto y blando. El hombre estaba en la tienda abonando el importe de un par de revistas. Lo tenía de costado, pero la luz era excelente. Como si quisiera prestarme un servicio, se quitó el sombrero y se pasó la mano por el pelo antes de volver a calarse la prenda con otra inclinación. Lo observé con atención para poder identificarlo más adelante, si llegaba el caso. Le eché casi sesenta años; tenía la cara magra, de ave de rapiña, y ojos oscuros y pequeños. Lucía un bigote poblado y blanquinegro. Lo que a la luz de la farola me había parecido una mata de pelo negro y rizado era en realidad cabellera canosa. Llevaba botas vaqueras, téjanos y chaqueta de lana oscura. Mediría un metro ochenta, aunque las botas podían ser responsables de varios centímetros, y le calculé unos ochenta kilos de peso. Se puso las revistas bajo el brazo y se guardó el cambio en el bolsillo. Me alejé de la puerta cuando se giró.

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