Tom Egeland - El final del círculo

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El final del círculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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– Tenemos algunos intereses en común.

– Ah, ¿sí? ¡Qué interesante! ¿Cuáles?

– Yo tengo algunas preguntas. Y creo que usted tiene algunas respuestas.

– Eso, evidentemente, depende de las preguntas.

– Y de quien las plantee.

Endereza la espalda y echa una ojeada a la sala.

– Un sitio fascinante. ¿Sabía que una donación testamentaria de cincuenta mil volúmenes, hecha por sir Hans Sloanes en mil setecientos cincuenta y tres, constituyó la base de la biblioteca del museo? ¿Y que en mil novecientos sesenta y seis se catalogaron las colecciones del museo, y que sólo el catálogo tenía doscientos sesenta y tres tomos?

– A alguien se le habrá olvidado contarme eso. -Le sonrío.

– Siento haberlo hecho esperar, señor Belto; acabo de llegar del extranjero. Tengo un coche aguardando ahí fuera; ¿me honraría aceptando una invitación para tomar una taza de té en mi casa? Así podremos discutir nuestros asuntos comunes en un entorno algo más íntimo.

– ¿ Cómo sabía que estaba aquí?

Una sonrisa turbada le comba los labios.

– Estoy bien informado.

No lo dudo.

Vive en una zona elegante; unas amplias escaleras conducen a la puerta y una escalerita estrecha (tras una verja de hierro) lleva a la entrada de servicio. Una limusina de cristales oscuros ha aparecido ante la acera cuando salíamos del British Museum. Durante veinte minutos, el chófer, a quien vislumbraba tras el cristal de separación, ha serpenteado por un laberinto de callejuelas. Me pregunto si será para despistarme. Por eso me fijo en la placa con el nombre de la calle en la que nos paramos. Sheffield Terrace.

La dirección de Jocelyn DeWitt era Protheroe Road.

DeWitt abre la puerta con llave. Dos agujeros de tornillos y un tono más oscuro indican el lugar donde debería de haber estado la placa con el nombre. Es una vivienda elegante y, al igual que muchas viviendas elegantes, da la impresión de que nadie ha vivido en ella y de que está recién terminada. Ni los muebles, ni los cuadros, ni las alfombras consiguen darle calor de hogar. No veo raíces. Nada personal. Ningún pequeño objeto que rompa con el conjunto pero que está ahí porque el habitante lo relaciona con algo alegre. Todo está tan esterilizado como sería de esperar en un hombre recién divorciado que se ha ido de casa y está montando su nueva vivienda.

– ¿Así que tu mujer se quedó con el ama de llaves? -le

digo cuando nos quitamos los abrigos.

DeWitt me mira ofendido.

– ¿Mi mujer?

Podría haberme mordido la lengua. Ha sido un comentario poco fino y no deliberado. Típico de mí. Uno de esos comentarios descuidados que puede uno permitirse con un buen amigo. Pero para un aristócrata como Charles De-Witt, el divorcio -sólo se me ocurre que se trate de un divorcio entre él y Jocelyn- tiene que ser una catástrofe social, no apta para bromas por parte de un total desconocido.

– Lo siento -digo con docilidad-. Miré en la guía telefónica y la llamé. A tu mujer. Pero no estaba en casa.

– ¿Disculpa? -replica secamente. Parece aturdido.

– Jocelyn -tanteo.

– ¿Cómo?

– No conseguí dar con ella.

– ¡ Ah! -exclama de pronto. Me mira muerto de risa-. ¡Jocelyn! ¡Ya comprendo! Ah… ¡Ya comprendo!

Entramos en el salón y nos sentamos junto a una ventana donde el sol corta columnas de plata en el polvo flotante.

– ¿Querías hablar conmigo? -pregunta.

– Quizá sepas de qué se trata.

– Quizá. Quizá no. ¿Qué te ha traído hasta mí? ¿Hasta nosotros?

– Encontré tu nombre en el tratado. En casa de Grethe.

– Grethe. -La voz es frágil, tierna; como la que usaría un padre al hablar de su hija instalada en un país lejano.

– ¿La recuerdas?

Ciérralos ojos.

– Oh, sí -dice simplemente. Después le atormenta la cara un gesto de tristeza.

– ¿La conocías bien?

– Durante un período fuimos novios. -Dice «sweethearts». Cosa que arroja una luz dulzona sobre el romance. Si conozco bien a Grethe, la relación debió de ser todo menos dulzona. Pero al menos explica un poco el comportamiento de ella. Después pasa algo asombroso. A DeWitt los ojos se le ponen brillantes. Se rasca el rabillo del ojo-. Por favor -musita algo aturdido-, no te sorprendas tanto. Grethe siempre ha sido una mujer… ¿cómo diría? apasionada. De sangre caliente. Y un alma cálida. Demasiado buena y complaciente. No es de extrañar que tuviera muchos…, eh…, amigos a lo largo de los años. Esto fue hace muchos años.

– Le pedí consejo. Referente a un hallazgo arqueológico. Y entonces tropecé con esto. -Le enseño su tarjeta de la Asociación Geográfica de Londres.

Mira fijamente la tarjeta amarillenta con gesto ausente. Se esfuerza por retener algo.

– Al parecer, allí nunca han oído hablar de ti -digo.

– Todo se debe a un malentendido.

– ¿ Un malentendido?

– No pienses en ello. Pero desde luego deberían haber reconocido el nombre de Charles DeWitt.

– He venido a causa de un hallazgo arqueológico.

– ¿Sí?

– Encontramos un cofre.

– Interesante.

– De oro.

– ¿ Lo has traído contigo?

– ¿Cómo?

– ¿Para que le echáramos un vistazo?

– No lo entiendes. ¡El asunto es que tengo que proteger el cofre!

Arquea la ceja izquierda.

– Ah, ¿sí?

– Intentaron robarlo. Querían sacarlo del país.

– ¿De quién estás hablando?

– Llyleworth. Arntzen. Loland. Viestad. ¡Mis superiores! ¡Todos! Están todos implicados, de un modo u otro.

Su risa suena auténtica.

– ¿Crees que exagero? -pregunto-. ¿O que me lo estoy inventando todo?

– Creo que estás comprendiendo mal una serie de cuestiones. Cosa que no es tan rara, en el fondo. -Me mira-. Pareces una persona desconfiada, Bjorn. Muy, muy desconfiada.

– Es posible que sea un paranoico. Pero quizá se deba a que tengo razones para serlo.

Está claro que se está divirtiendo. Aunque yo no entienda por qué.

– Entonces, ¿qué has hecho con el cofre?

– Lo he escondido.

Su ceja vuelve a arquearse.

– ¿Aquí? ¿En Londres?

– No.

– ¿Dónde?

– ¡En un sitio seguro!

– ¡Eso espero! -Toma aire, intenta concentrarse-. Cuéntame por qué te estás implicando tanto en esto.

– Porque todo el mundo quiere quitármelo. Porque yo era el supervisor. Porque intentaron engañarme.

Su rostro adquiere un matiz como de satisfacción.

– El protector -susurra.

– ¿Perdón?

– Te ves a ti mismo en el papel del protector. Eso puede gustarme.

– Yo hubiera preferido no tener que proteger nada.

– Se entiende. Hablame de las excavaciones.

– Estábamos trabajando en un prado junto a un viejo monasterio medieval en Noruega. Dirigía las excavaciones el profesor Graham Llyleworth, de la SIS. Bajo la supervisión noruega del profesor Trygve Arntzen y el director del Instituto Frank Viestad. Y del director general de Patrimonio Histórico, Sigurd Loland. Yo era el supervisor de campo. Ja, ja. Buscábamos un castillo redondo. Eso decían. Lo que encontramos fueron las ruinas de un octógono. Quizá conozcas el mito. Y en esas ruinas estaba el cofre. Abracadabra.

– ¿Y partir de eso deduces que hay una conspiración?

– El profesor Llyleworth se escapó con el cofre. Se lo llevó al profesor Arntzen, mi superior.

– De todos modos yo diría que, hasta ahora, todo se ha hecho cumpliendo las normas. ¿Por qué interviniste?

– Porque planeaban sacar el cofre de contrabando de Noruega.

– ¿De qué manera?

– Probablemente con un avión privado. Habían convocado a alguien de Francia.

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