Tom Egeland - El final del círculo

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El final del círculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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La seductora idea de las almas gemelas -que la caza del gran amor no es en el fondo más que la búsqueda, que dura toda la vida, de nuestra mitad perdida de lo supraterrenal- se me representa como la idea metafísica más romántica.

Una mera bobada, evidentemente, pero, a pesar de todo, un atractivo curso de pensamiento. No debería descartarse que Diane pudiera ser mi alma gemela. Claro que pienso lo mismo de toda la gente de la que me enamoro.

Los hombres que hay en torno a Diane siguen su gesto con la mirada. Cuando me ven a mí, vuelven a examinar a Diane, quizá para comprobar si está mal de la vista o es un poco retrasada. O un contacto de apoyo de viajes organizados con su cliente. O quizás una elegante nena que he encargado por teléfono.

Me abro paso a disculpas a través de la vociferante muchedumbre y consigo hacerme un hueco entre Diane y un alemán que está cantando una canción de borracho. Hay más de siete mil pubs en Londres. En muchos de ellos hay exclusivamente turistas. Los británicos ocultan su bar de la esquina. Yo los entiendo. Atraemos a un camarero a la mesa con un billete. Diane encarga dos cervezas rubias. Las bebemos rápido.

El tráfico fluye como un torrente de metal. Las fuentes de luz de los anuncios de neón se distorsionan en los bordes por los cristales de las gafas. Me siento extraviado, en otro planeta. Para Diane esto es su casa. Me ha cogido del brazo y charla relajadamente, llena de la autoestima surgida de la imagen que ha visto en el espejo tras pasar horas entre la coqueta y el armario ropero. Se ha puesto medias rojas, falda negra y blusa roja bajo una torera de terciopelo. Sobre la ropa interior no puedo sino fantasear. Lleva un bolsito cuya correa le cruza el pecho. Se ha recogido el pelo en una coleta con una goma de tela.

– Me he acordado de hablar con Lucy. ¿No soy estupenda?

– ¿Lucy?

– La de la biblioteca. Del British Museum. Está más que dispuesta a ayudarte.

– ¿Más que dispuesta?

Se ríe.

– Lucy tiene mucha curiosidad por todas mis historias de hombres.

Mientras Diane me habla de la alegre Lucy, medito sobre si yo seré una historia de hombres.

Me gustan las mujeres calladas. Las mujeres tímidas, un poco introvertidas. No esas que les silban a los hombres en los bares. Me gustan las mujeres que están llenas de pensamientos y sentimientos, pero que nos los comparten con quien sea cuando sea. No tengo ni idea de qué tipo de mujer es Diane ni por qué me siento tan atraído por ella. Menos idea aún tengo de qué verá en mí.

En la calle Garric hay un restaurante vegetariano francés que es famoso por sus fantásticos menus potages y sus considerables precios. Si se va a invitar a una mujer hermosa a una comida vegetariana, está uno condenado al camino de la perdición si no se aspira a lo perfecto.

Persuado a Diane para que pruebe un guiso de judías gratinado con queso. Yo, por mi parte, pido un gratinado de berenjenas y espárragos con vinagreta. De primero compartimos creps con espinacas y champiñones, que es lo que a regañadientes nos ha recomendado el camarero de ojos semicerrados y pronunciación ceceante. Una de las ventajas de los restaurantes vegetarianos reside en que los camareros están libres de prejuicios y que, por tanto, tratan a un albino con el mismo desdén con que tratan a todos los demás clientes.

Cuando el camarero ha tomado nota del pedido, ha encendido las velas y se ha retirado, Diane apoya los codos sobre la mesa, junta las manos y me mira. Porque el restaurante está en penumbra y porque mi rostro se está bañando en las sombras que ocultarán mi rubor, me atrevo a mencionar lo innombrable:

– Ya sé por qué has salido conmigo.

Las palabras la desarman. Se yergue.

– Ah, ¿sí?

– ¡Tienes curiosidad por saber qué les pasa a los albinos a medianoche!

Me mira fijamente, sin comprender, después se echa a reír.

– ¡Pues dime por qué! -le pido.

Carraspea, se recompone y me mira de lado.

– ¡Porque me gustas!

– ¿Te gusto?

– Nunca he conocido a nadie que sea exactamente como tú.

– No hace falta que me lo jures.

– No me malinterpretes. Lo digo como algo positivo.

– Eh, gracias.

– No eres de los que se rinden con facilidad.

– Creo que tozudo es otra manera de llamarlo.

Se ríe para sus adentros y me mira.

– ¿No tienes novia? ¿Allí en casa?

– Ahora mismo no. -Se trata de una ligera exageración. No quisiera parecer un pobrecito-. ¿Y tú?

– Justo ahora, yo tampoco. Pero seguro que he tenido cien. -Durante un segundo oscila entre la risa y la desesperación. Por suerte vence la risa- ¡Ese mierda! -le dice al vacío.

Yo callo. Campear con las penas de amores de los demás no es mi lado fuerte. Ya tengo suficientes problemas con los míos propios.

Diane me mira a los ojos. Yo intento devolverle la mirada. No me resulta del todo fácil. Mi mala vista ha desarrollado contracciones en los músculos de los ojos. La enfermedad se llama nistagmus. Los médicos creen que se debe al intento de enfocar y repartir la luz que entra a raudales por el iris al mismo tiempo. Para la mayoría de la gente no es más que un movimiento nervioso de los ojos.

– No eres como los demás-dice ella.

Llega el primer plato y comemos en silencio.

Por fin, cuando el camarero ha servido el segundo plato y el vino, cuando nos ha bufado «Bon appétit» y ha serpenteado de regreso a su oscuro y húmedo escondite junto a la cocina, Diane vuelve a animarse. Se pasa un buen rato contemplándome mientras sonríe y se mordisquea el labio inferior alternativamente. Engarza una judía y se la mete en la boca.

– ¿Por qué te hiciste arqueólogo? -pregunta.

Le cuento que me hice arqueólogo porque me gusta la historia, la sistematicidad, la deducción, la interpretación, la comprensión. Teóricamente, habría podido hacerme psicólogo. La psicología es el arte de ejercer la arqueología del alma. Pero soy demasiado tímido para ser buen psicólogo. Además, los problemas de los demás me interesan muy poco. No porque sea un egoísta, sino porque mis propios problemas son ya lo bastante grandes.

– ¿Qué pasa con ese cofre, Bjorn?

Empujo un espárrago de acá para allá sobre el plato, mientras respondo:

– Están ocultando algo. Algo muy grande.

– ¿Qué podría ser?

Miro por la ventana. Una furgoneta con cristales tintados está mal aparcada junto al borde de la acera. Pincho el tenedor en el espárrago y me recorre un escalofrío. Tras los cristales tintados imagino cámaras y micrófonos. A veces tengo problemas con mis paranoias.

– Algo lo suficientemente grande como para que estén dispuestos a llegar muy lejos para mantenerlo en secreto -digo en voz baja.

– ¿Quiénes son?

– Todos. Nadie. No lo sé. MacMullin. Llyleworth. El profesor Arntzen. La SIS. El director general de Patrimonio. Todos ellos. Quizá también tú.

No dice nada.

– Lo último era una broma.

Me guiña un ojo y hace una mueca sacando la punta de la lengua.

– Debieron de descubrir algo, en mil novecientos setenta y tres -apunto-. En Oxford.

– ¿En Oxford?

– Todos los hilos se reúnen allí.

– ¿En el setenta y tres?

– ¿Sí?

Un gesto de dolor le cruza el rostro.

– ¿Hay algún problema? -pregunto.

Detrás de nosotros se vuelca una botella de vino. El camarero acude corriendo con cara de reproche.

Diane sacude la cabeza.

– Ninguno -responde algo ausente.

– Hay tantas cosas que no consigo explicar… -continúo-. Cosas que no encajan.

– Quizá seas tú quien no ve la relación.

– ¿Tú qué crees? ¿Cómo podía la SIS saber exactamente dónde estaba enterrado el cofre?

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