Tom Egeland - El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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La pregunta la coge por sorpresa.

– ¿Lo sabíamos?

– Claro. El profesor Llyleworth, DeWitt y mi padre ya especulaban, en su tratado de mil novecientos setenta y tres, con la posibilidad de que hubiera un cofre sagrado en el sitio del hallazgo. Pero hasta este año no se han decidido a buscarlo.

– No es de extrañar. Hasta el año pasado no dispusimos de las fotografías por satélite que desvelaban con exactitud dónde se hallaba el octógono.

Yo debería haber caído en eso.

– La realidad no es nunca tal y como la percibimos -digo-. Alguien tira de hilos que no podemos ver.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Sabían bien lo que estaban buscando. Y dónde tenían que buscar. Y lo encontraron. Y entonces aparecí yo y me inmiscuí en todo el asunto.

– ¡Eso es lo que me gusta de ti! ¡Que te inmiscuyas!

– No creo que a ellos les entusiasme tanto.

– Pues eso es cosa suya.

– Ahora me he convertido en una china en su zapato.

– ¡Les está bien merecido!

Me río.

– Realmente pareces tenerles bastante manía.

– Es que son tan… -Sacude la cabeza y aprieta los dientes.

– ¿ Te ha gustado el guiso de judías?

– ¡Delicioso!

– ¿Te apetecería hacerte vegetariana?

– ¡Nunca! ¡Aprecio demasiado la carne! -Me guiña un ojo.

No ocurre con mucha frecuencia que cruce las calles de Londres estrechamente abrazado a una chica preciosa. Lo cierto es que no es muy frecuente que camine abrazado a ninguna chica.

El aire está caliente, denso, cargado. O si no, soy yo. Saludo a los coches que pasan. Les guiño el ojo a las chicas. Un mendigo está sentado, medio durmiendo junto a una cabina telefónica. Diane me ha metido la mano en el bolsillo trasero del pantalón.

Nunca le he dicho a Diane en qué hotel estoy alojado. Pero es ella quien me guía por Oxford Street hasta Bayswater Road. A no ser que sea mi subconsciente. Me arriesgo a echarle el brazo por encima del hombro.

– Me alegro de haberme topado contigo.

Cruzamos corriendo una calle lateral con el semáforo en rojo. Nos pita un Mercedes.

– Me alegro mucho -repito, y la atraigo hacia mí.

De pronto ella frena en seco y empieza a agitar la mano. No entiendo qué está haciendo. Yo me pongo a buscar mosquitos, si es que hay mosquitos en el centro de Londres. Un taxi se para junto a la acera. Cuando se gira hacia mí, Diane tiene los ojos inundados en lágrimas.

– ¡Perdóname! -dice-. Gracias por hoy. Eres un encanto. ¡Perdón!

Cierra la puerta de golpe. Yo abro la boca para decir algo, pero ahí dentro no hay ninguna palabra que quiera salir. Diane le indica algo al taxista. Algo que no oigo. El coche sale a toda velocidad. Diane no se da la vuelta. El taxi dobla la esquina. Desconcertado, me quedo plantado en medio de la acera mirando el tráfico.

Me quedo allí parado.

Linda sigue en recepción. La gata. Linda, la pantera de largas piernas.

– ¿Lo ha pasado bien? -pregunta con profesionalidad.

Asiento con la cabeza sin decir ni palabra.

– Tengo otro recado para usted. Y una carta. -Me entrega su nota escrita a mano y un sobre.

Leo que me ha llamado DeWitt y que me pide que me ponga en contacto con él.

Mientras subo hacia el cuarto desgarro el sobre. Contiene una hoja blanca con un mensaje corto.

Recibirá 250.000 libras por el cofre.

Sea tan amable de aguardar ulteriores instrucciones.

Me pregunto cuánto costará comprarme. Mi orgullo. Mi imagen ante mí mismo. Mi respeto por mí mismo. Lo cierto es que no estoy seguro. Pero 250.000 libras no está ni cerca de tentarme.

Debería haberme puesto en contacto con un psicólogo.

***

– Diane tiene una relación bastante retorcida con los hombres.

Estoy sentado en una dura silla de la sala de lectura del British Museum. Sobre mí, la bóveda del techo se eleva a treinta y dos metros de altura de vértigo. Las mesas se despliegan formando rayos desde el centro, redondo como un círculo, de la sala. La memoria escrita de la civilización anglosajona. Una montaña de gruesos libros se apila sobre la mesa ante mí. En el suelo hay dos cajas de cartón con documentos del archivo de manuscritos. Todo -el aire, mi ropa, la yema de mis dedos- huele a polvo de papel. Pero Lucy huele a Salvador Dalí.

Llevo cuatro horas hojeando y anotando. He rellenado doce folios A-4 con apuntes, comentarios y observaciones. Lucy acaba de volver. Ha plantado su bonito trasero sobre la mesa libre que hay junto a mí y está sentada balanceando los pies. Tiene el pelo rojo, lleva los párpados pintados de azul y un jersey abolsado. Minifalda. Resulta evidente que piensa que yo subrayo la retorcida relación de Diane con los hombres.

No estoy acostumbrado a que hablen de mí en esos términos. No estoy acostumbrado a que las mujeres hablen de mí de ningún modo. A no ser que les dé lástima.

– Bueno, los hombres hombres son -murmuro, e intento disimular lo cohibido que me siento.

– ¡Están bien para lo que son! -dice ella.

– ¿Has encontrado algo más? ¿Sobre el monasterio de Vaerne?

– Lo siento, te he dado todo lo que teníamos. -Está afónica, como si llevara algún tiempo de más saliendo de juerga con demasiada frecuencia-. Sobre todo cartas y referencias a manuscritos. Pero, en cambio, hay mucho más sobre los hospitalarios de San Juan, si quieres echarle un vistazo. ¿Por qué te interesa?

– Se trata de un hallazgo arqueológico.

– Me ha dicho que eres arqueólogo. ¿Encuentras lo que buscas?

– Ni siquiera sé lo que estoy buscando.

Ella se ríe.

– Diane me ha dicho que eres bastante particular.

La orden de los hospitalarios de San Juan de Jerusalén fue fundada con fines caritativos en un hospital de Jerusalén en el año 1050 y consagrada a Juan Bautista. Los monjes cuidaban a ancianos y enfermos, pero más tarde (inspirados por la orden de los templarios, fundada en 1119) asumieron también la responsabilidad de proteger militarmente los lugares sagrados.

Cuando Jerusalén fue conquistada en 1187, los hospitalarios de San Juan trasladaron su cuartel general al castillo cruzado de Acre. Desde allí, mano a mano con los templarios, lucharon contra los musulmanes. Al mismo tiempo empezaron a viajar por el mundo. Curiosamente también a Noruega. Cuando Acre cayó en 1291, los hospitalarios trasladaron su sede primero a Chipre y luego a Rodas.

A través de los siglos, los hospitalarios fueron llevados de batalla en batalla, de huida en huida, de tiempos de grandeza a derrotas y de nuevo a tiempos de grandeza. La orden creció hasta hacerse rica y poderosa. Recibían regalos de reyes y príncipes. Los cruzados volvían de sus saqueos cargados con grandiosos tesoros. Dice lo suyo el que la orden siga existiendo hoy en día.

Mientras los hermanos de Europa luchaban contra poderosos enemigos, los hospitalarios del monasterio de Vaerne disfrutaban de mucho apoyo. El Papa de Roma envió cartas de protección, la población local y el rey los cuidaban bien.

Pero los monjes de Vaerne no tardaron en encontrar oposición. En una carta del papa Nicolás II dirigida al obispo de Oslo, pide que les devuelvan a los monjes los terrenos que les han sustraído. Sólo cabe adivinar lo que se oculta tras esa carta.

El gran maestro de la orden sólo reconocía al Papa como su superior. Las tres clases de los hospitalarios -caballeros, monjes y hermanos servidores- extendieron la orden por toda Europa. En los monasterios seguían cuidando a ancianos y enfermos, pero, bajo tanta virtud, vibraba el deseo del gran maestro de conseguir más posesiones, más oro y piedras preciosas, más poder todavía. Para reyes, príncipes y clérigos, las órdenes de los hospitalarios y los templarios acabaron por convertirse en peligrosas competidoras. En 1312, Felipe IV de Francia cortó por lo sano y disolvió la orden más poderosa, la de los templarios. Los algo más inofensivos hospitalarios se quedaron con gran parte de las inconcebibles riquezas de los templarios, pero no pudieron disfrutarlas durante mucho tiempo. Sus posesiones y tesoros fueron confiscados. En 1480 los hospitalarios derrotaron a los turcos cuando éstos atacaron Rodas, pero en 1522 capitularon ante el sultán Suleimán. Los turcos permitieron que el gran maestro viajara a Mesina y, durante las negociaciones con el emperador Carlos V, lo convencieron para que les cediera Malta, Gozo y Trípoli en 1530.

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