Tom Egeland - El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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Dijo que entonces entendía mejor.

– Me alegro por ti -le respondí yo.

Fue el doctor Wang quien me recomendó que anotara mis recuerdos. De ese modo todo resulta más real. Ves con mayor claridad, como si viajaras hacia atrás en el tiempo y lo revivieras todo.

– De acuerdo-dije. Y escribí.

***

Cuando era niño y alguien me llamaba cara pálida o me tiraba ladrillos a la cabeza, era en mamá en quien buscaba refugio.

Aparco a Bola sobre las baldosas rojo óxido de la entrada de coches. A través de las ventanas abiertas del salón sale una luz cálida y las notas del «Romeo y Julieta» de Proko-fiev. Vislumbro a mamá en el momento en que se asoma. Un hada en el destello del glamour.

Sería injusto por mi parte afirmar que mamá ha intentado olvidarme o reprimirme. Pero su amor ha sido sustituido por un cuidado distante y concienzudo. Hace que me sienta como un pariente alejado de la madre patria.

Me está esperando en la puerta cuando subo las escaleras.

– Llegas tarde. -Su voz tiene ese timbre redondo que indica que es de noche, que ella lleva todo el día bebiendo y que lo ha completado con unas copitas después de que el profesor volviera a casa.

– Tenía unas cuantas cosas que solucionar.

– ¡Ya sabes que siempre cenamos a las siete y media!

– Mamá, ¿el profesor Arntzen te ha mencionado alguna vez el manuscrito Q?

– ¡Trygve! -me corrige con alegría. Su paciencia no conoce límites a la hora de intentar acercarnos el uno al otro.

– El manuscrito Q -repito.

– ¡Qué dices! ¿El manuscrito qué? -dice entre risas.

Entramos. El profesor ha estirado los labios en una sonrisa beata que lleva veinte años creyendo que podría lograr que lo acepte como mi nuevo padre y el fiel amigo y entregado amante de mamá.

– ¡Bjorn! -saluda. Con frialdad, con antipatía, pero sigue sonriendo para alegrar a mi madre.

Yo no digo nada.

– ¿Dónde está?-añade entre dientes.

– Chicos -dice mamá-, ¿tenéis hambre?

Entramos en el salón, un oasis de alfombras y sofás mullidos, tapices de terciopelo, vitrinas y arañas que titilan alegremente en la brisa de verano. En el suelo hay una alfombra persa que está prohibido pisar. La puerta doble que separa el salón del comedor está abierta. En la mesa relumbran las velas en candelabros de varios brazos y tres platos de porcelana pintada a mano. Oigo que en la ventana un perro se incorpora; está medio sordo y por fin ha entendido que han llegado invitados. Oigo que la cola golpea con entusiasmo contra el banco de la cocina.

– ¿Dónde está Steffen? -pregunto.

– En el cine -responde mamá-. Con una chica. Una chica absolutamente preciosa. -Se ríe-. No me preguntes quién es. Tiene una chica nueva cada mes. -Lo dice con coquetería, con orgullo, como para recalcar que ésa es una alegría que yo nunca le he dado. A cambio, tampoco he cogido el sida ni me han salido verrugas supurantes en los genitales.

Nunca he tenido una relación muy cordial con mi hermanastro. Es un extraño para mí. Al igual que su padre, se ha quedado con mi madre. Y a mí me han dejado en la puerta, a merced del frío.

El profesor y yo nos sentamos. En esta casa todos tenemos sitios fijos. Él y mamá ocupan los extremos de la mesa, yo me ubico en medio del lateral . Un ritual.

Cuando mamá abre la puerta de la cocina para desaparecer entre sus ollas, entra el vorsteher del profesor. Tiene catorce años y se llama Breuer . O Bmyer . Nunca me he molestado en preguntar. A los perros se les ponen nombres idiotas. Se queda mirándome y mueve la cola. Luego la cola se detiene. Nunca ha llegado a conocerme, a no ser que le dé igual. La indiferencia es recíproca. Se derrumba en medio del suelo, como si alguien hubiera sacado una aguja de acero de su columna vertebral. Babea. Me mira con sus sufridos ojos que no paran de lagrimear. No comprendo cómo se puede querer a un perro.

– Tienes que devolver el cofre -masculla el profesor-. ¡No sabes lo que estás haciendo!

– Me encargasteis la supervisión.

– ¡Justo!

– Profesor -le digo con mi voz más gélida, que es bastante gélida-, eso es exactamente lo que estoy haciendo.

Mamá sale con el asado, luego se apresura a volver a la cocina en busca de las patatas, la salsa y finalmente la fuente de patatas y brécol gratinados con queso, para mí.

– No me echéis a mí la culpa si la comida está fría -dice en tono de reproche burlón. Nos mira y añade-. ¿Qué era lo que querías saber sobre Trygve y una vaca*?

El profesor me mira sorprendido.

– Es un malentendido -digo.

Mamá celebró su cincuenta cumpleaños el año pasado, pero aparenta apenas unos pocos años más que yo. Steffen tuvo suerte al heredar sus rasgos y no los del profesor.

El corta el asado mientras mamá sirve vino para ellos y cerveza sin alcohol para mí. Me sirvo el brécol. Mamá nunca ha entendido por qué decidí ser vegetariano, pero se le da bien hacer platos de verduras.

El perro me mira fijamente. Ha desenrollado sobre la alfombra su lengua húmeda de medio metro de largo.

El profesor cuenta un chiste que yo ya he oído y se ríe, por cumplir, de su propia gracia. No consigo entender por qué mamá decidió enlazar su vida y sus miembros con los de él. Ese es el tipo de pensamientos que a veces envenena mis modales.

En noruego, la letra Q suena igual que la palabra vaca (kü).(N. de la T.)

– ¿Has estado hoy en la tumba? -le pregunto a mamá.

Su mirada roza la del profesor, pero allí no encuentra ningún puesto de emergencia. Él parte una patata en dos y corta un pedazo de carne. Luego se lo mete en la boca y mastica. Su capacidad de actuar como si nada siempre me ha impresionado.

– ¿No has ido tú? -me pregunta con un hilo de voz.

Papá fue enterrado un jueves. Una semana después del accidente. El suelo en torno al ataúd estaba cubierto de flores y coronas. Yo me encontraba en primera fila, entre mamá y la abuela. Cada vez que miraba el crucifijo sobre el altar, recordaba lo alto que colgaba papá cuando perdió el agarre. Ante el ataúd había coronas de flores con cintas y esquelas. El ataúd era blanco con manillas doradas. Papá tenía las manos unidas y los ojos pacíficamente cerrados en un sueño eterno.

El cuerpo estaba rodeado de seda y, por lo demás, tan desfigurado que era irreconocible. Con el cráneo aplastado, los brazos y las piernas quebrados por tantas partes que se había vuelto flexible y ya no le quedaban articulaciones.

– El brécol está riquísimo -alabo.

No es necesario que diga nada más sobre la tumba. Al plantear la pregunta les he recordado a ambos que lo que los unió fue una muerte sin sentido y que, en realidad, era otro el hombre que debería estar sentado a la mesa de mamá.

– ¿La tumba estaba bien cuidada? -inquiere ella.

La miro sorprendido. Percibo en su voz cierto tono de enfado, nunca suele reaccionar cuando me pongo desagradable.

– He plantado unos lirios.

– ¡Me reprochas que nunca vaya!

El profesor carraspea y juguetea con sus verduras.

Se me da bastante bien hacerme el tonto.

– ¡Pero, mamá!

Mamá odia visitar la tumba de papá. No creo que haya vuelto a ir desde el entierro.

– ¡Han pasado veinte años, Bjornillo! ¡Veinte años! -Me mira fijamente. Le brillan los ojos del enfado y dolorosa autocompasión. Coge con tanta fuerza el cuchillo y el tenedor que tiene los nudillos blancos-. ¡Veinte años! -repite, y una vez más exclama-: ¡Veinte años, Bjornillo!

El profesor bebe un sorbo de vino tinto.

– Es mucho tiempo -concedo.

– Veinte años -llega a decir todavía una vez más.

Para mamá la exageración y la autocompasión son un arte que debe cuidarse y cultivarse.

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