– ¿Conoces bien a Llyleworth?
– Hace ya algunos años que lo conozco. -Su voz insinúa algo más-. Pareces estar llevando a cabo una investigación en toda regla.
– No necesito esforzarme mucho. Por lo visto, todo el mundo sabe un poco. Si hablo con la suficiente gente, quizá consiga entender de qué va este asunto.
El ríe entre dientes.
– Supongo que no es ninguna casualidad que se llame investigar tanto a lo que hacen los detectives como a lo que hacen los científicos. ¿Con quién has hablado hasta ahora?
– Entre otros con Grethe.
– ¡Ella sabe lo que se dice!
– ¿A qué te refieres?
– Estuvo muy activa en Oxford. En muchos sentidos. -Me echa una mirada rápida-. Estaba como profesora invitada y tutora cuando tu padre, tu verdadero padre, escribió su trabajo con Llyleworth y Charles DeWitt. -Se estremece. Sigue con la mirada una mosca hasta el techo.
– Es un hallazgo noruego. Sea lo que sea lo que haya en el cofre y venga de donde venga, es y seguirá siendo un hallazgo noruego. Y es a Noruega a quien pertenece.
Viestad toma aire.
– Eres como un pequeño terrier furioso, Bjorn. Que le está ladrando a un bulldozer. Que no comprende contra lo que está luchando.
Sonríe.
– ¡Qué indignación tan juvenil y autocomplaciente! Pero no captas el conjunto.
– ¡Al menos conozco la Ley del Patrimonio! Que prohíbe sacar objetos arqueológicos noruegos del país.
– Eso no hace falta que me lo expliques. ¿No sabías que colaboré con la comisión que estudió el caso antes de que el Parlamento votara la ley? Conozco al dedillo todos y cada uno de los párrafos.
– Entonces deberías saber que lo que Llyleworth intentaba hacer va contra la ley noruega.
– No es tan sencillo. Es una casualidad que el cofre haya sido encontrado en este país. El cofre no es noruego.
– ¿Cómo explicas eso?
– ¿No podrías confiar en mí y devolverle el cofre a tu padre?
– ¡Arntzen no es mi padre!
– Pues a Llyleworth, entonces.
– ¡El profesor Llyleworth es un gilipollas!
– ¿Y qué pasa conmigo? ¿Qué soy yo?
– No lo sé. Ya no sé qué pensar de nadie. ¿ Qué eres tú?
– Una pieza. -Viestad golpea la mesa con los nudillos-. Yo no soy más que una pieza. Todos lo somos. Piezas insignificantes.
– ¿De qué juego?
Vuelve a llenarse el vaso. Veo de pronto, por primera vez en todos estos años que llevamos trabajando juntos, por qué tantas de sus estudiantes se enamoran de él. Cuando no presenta ese aire enfurruñado, como cansado de la vida, su aspecto es el de alguna estrella indeterminada del cine americano de entreguerras. Tiene una barbilla potente, los pómulos altos, las cejas semejantes a dos arco iris sin color. Sus ojos son oscuros y de mirada profunda.
– Un juego que no es ni para ti ni para mí, Bjorn.
Su repentina familiaridad me incomoda. Hago como si tosiera.
– Tengo algunas preguntas -digo.
Calla y me mira con expresión interrogante.
– ¿Cómo supo el profesor Llyleworth dónde excavar para encontrar el octógono?
– Halló un mapa -responde-. O nuevos datos.
– ¿Por qué sostenía que estábamos buscando un castillo circular?
– Porque así era. Fue construido alrededor del año novecientos setenta.
– ¿Y lo que buscábamos era el octógono?
– Sí.
– ¿Y Llyleworth sabía que había un cofre oculto en él?
– Es de suponer.
– ¿Sabías que es de oro?
Su reacción revela que lo ignoraba.
– ¿Qué sabes de Rennes-le-Cháteau? -pregunto.
Parece sinceramente sorprendido.
– No mucho -contesta-. Es un pueblo francés de montaña donde el supuesto hallazgo de unos pergaminos ha despertado el interés seudocientífico.
– ¿Así que no sabes nada de un tesoro histórico?
La expresión de su cara muestra un aturdimiento creciente.
– ¿Tesoro? ¿Quieres decir en Rennes-le-Cháteau? ¿O en el monasterio de Vaerne?
– ¿Sabe Llyleworth lo que hay en el cofre?
– Me preguntas sin parar, pero debes entender que yo soy una pieza todavía más pequeña que las demás. Esa diminuta pieza azul de la parte superior derecha del puzle. La que sólo está ahí para completar la imagen del cielo. -Se inclina riéndose sobre el escritorio-. Bjorn… -añade con voz queda, y entonces suena el teléfono. Contesta con un tajante-: ¿Sí?
El resto de la conversación transcurre en inglés. No, no sabe. Luego dice yes varias veces, y en sus ojos percibo que uno de esos yes responde a la pregunta de si no estaré por casualidad con él en esos momentos. Cuelga. Me pongo de pie.
– ¿ Ya te vas? -pregunta.
– Tienes invitados, ¿verdad?
Él rodea la mesa y posa una mano sobre mi hombro.
– Confía en mí. Devuelve el cofre. No son unos criminales. No son malos. Tienen sus motivos. Créeme. Tienen sus motivos. Éste no es un juego para gente como nosotros.
– ¿Gente como nosotros?
– Sí, gente como nosotros, Bjorn -repite.
Me acompaña hasta la entrada, sin quitarme la mano del hombro. Quizás esté considerando la posibilidad de retenerme por la fuerza. Pero cuando le aparto la mano, no se resiste. Se queda en el umbral, mirándome mientras me alejo a toda prisa.
Tras una ventana del segundo piso -estoy convencido de que es el dormitorio- su mujer me despide con la mano. Al bajar hacia el Bola, fantaseo con que me está llamando y no despidiéndose de mí. No siempre tengo la realidad igual de bien agarrada.
***
Una habitación blanca de tres por cuatro metros. Una cama. Una mesa. Un armario. Una ventana. Una puerta. Fue mi mundo durante seis meses.
Al principio, durante el tiempo que pasé en la clínica, no asomé la nariz fuera del cuarto. Permanecí largos períodos sentado en la cama, o en el suelo, meciéndome, con la cara entre las piernas y los brazos sobre la cabeza. No tenía fuerzas para mirar a los ojos a las enfermeras que acudían con los medicamentos en pequeños vasos de plástico transparente. Cuando me pasaban la mano por el pelo, yo me encogía como una anémona de mar.
Todos los días a la misma hora me llevaban con el doctor Wang, que hablaba sabiamente sentado en su silla. Transcurrieron cuatro semanas hasta que levanté la vista y lo miré a los ojos.
Pero él seguía hablando, y yo lo escuchaba.
Después de cinco semanas lo interrumpí:
– ¿Qué es lo que tengo?
Él solía decir que había que buscar en la infancia.
Muy original.
– En la infancia te formas como persona -decía-. Es entonces cuando la vida sentimental se coloca en su sitio en el cerebro.
– Yo fui un niño feliz -le respondía.
– ¿Siempre?-me preguntaba el doctor Wang.
Le conté que había crecido como un príncipe mimado en un palacio de seda y terciopelo.
– ¿Nunca pasó nada doloroso?
– Nunca -mentía yo.
– ¿Te pegaban?
«¿Abusaron de ti? -preguntaba.
«¿Abusaron sexualmente de ti? -preguntaba.
»¿Te encerraban en cuartos oscuros?
»¿Te decían cosas malvadas?
»¿Te molestaban?
Matraca, matraca, matraca…
Delante de su despacho, sobre la pared del pasillo, colgaba un reloj. La tiranía del tiempo. Todos los relojes del mundo se encadenan en un acuerdo colectivo de tictacs. Pero aquel reloj era distinto. Era uno de esos que rige a distancia con ondas de radio un reloj atómico de Hamburgo. Me pasaba horas siguiendo la huida del segundero sobre la superficie del reloj.
A principios del verano de este año fui a buscar al doctor Wang. Quería ayuda para elaborar unos recuerdos que habían aparecido al abrigo de la noche. Las circunstancias en torno a la muerte de papá. Todas las pequeñas curiosidades que no entendí de niño. Cada pequeño episodio es un hilo de un enmarañado telar. El doctor se alegró de que por fin hablara , del verano en que murió papá. Algo debía de haberse desatado en mí.
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