Tom Egeland - El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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No deja de resultar irónico que yo sea el criminal.

***

La noche es clara, templada y está llena de una callada felicidad. Sobre los setos de nísperos cuelgan nubes y diminutos mosquitos. De los aspersores surge una leve llovizna. Aparco a Bola sobre una rayuela de tiza, a la sombra de una cúpula de follaje. A través del techo abierto inhalo los aromas de la hierba recién cortada, las parrilladas y el crepúsculo.

Subo caminando por un estrecho sendero y abro una verja de hierro forjado que necesita que alguien le engrase los pernos.

La gravilla cruje bajo mis pies. Asciendo la escalera de pizarra. El timbre repica, «dang-dong», con un tono profundo y digno, como en una catedral de la Edad Media. Pasa un rato hasta que abre. Miro el reloj. Son casi las siete. Supongo que habrá tenido que cruzar varias salas de baile.

Lleva puesta una bata con un monograma en el bolsillo de la pechera. Se ha peinado el cabello canoso con agua. En la mano tiene una copa de coñac. No dice ni una palabra. Me mira estupefacto.

Lo sabe. Lo advierto en su mirada. Sabe lo del cofre. Y todo lo que ha pasado.

– ¿Bjorn? -suelta finalmente, como si acabara de caer en la cuenta de quién soy.

– ¡Sí, señor! Aquí me tienes.

Por alguna razón me siento como un mensajero retrasado o como un sirviente rebelde. Le digo:

– He de hablar contigo.

Me deja entrar. El aliento le huele a coñac Martell. Cierra la puerta tras de mí y echa la llave.

Nunca he visto a la mujer de Frank Viestad, el director del instituto, pero he hablado muchas veces con ella por teléfono. Siempre parece encontrarse al borde de la histeria. Aunque sólo llame por la comida. Ahora está en medio de la alfombra de la entrada, expectante, con las manos sobre el pecho. Tiene veinticinco años menos que él y sigue siendo una mujer bella. Nunca deja de sorprenderme que estudiantes atractivas y con talento se enamoren de sus canosos maestros. Claro que yo debería ser el último en juzgar.

¿Cómo conseguirá que pasen los días en esa casa blanca dentro de un gran jardín? Nuestras miradas se cruzan durante un segundo o dos; no necesito más para penetrar su mundo de arrepentimiento, tedio y amargura. Le sonrío cortés cuando Viestad me conduce por delante de ella. Ella me sonríe a su vez. Es una sonrisa que fácilmente podría inducirme a pensar que le gusto.

De las paredes cuelga obra gráfica de Espolín Johnson y coloridas acuarelas con firmas ilegibles. Pasamos ante una pequeña habitación a la que Viestad suele referirse como la biblioteca. Una araña tintinea con alegría.

El despacho de su casa es exactamente tal y como me lo había imaginado. Librerías repletas. Escritorio de caoba. Cajas de cartón marrón y bolsas de plástico transparentes con objetos dentro. Un globo terráqueo. Donde alguna vez debió de haber una máquina de escribir Remington negra, le ha hecho sitio a un elegante ordenador iMac.

– Mi cueva -dice con timidez.

Por la ventana tiene vistas al jardín de manzanos y al vecino, con pinta de llamarse Preben y a quien parecen importarle una mierda los asmáticos y el efecto invernadero, ya que, sonriente, amontona hojarasca sobre una hoguera de broza.

El director Viestad me acerca una silla estilo dragón de respaldo alto en la que me siento. El se acomoda detrás del escritorio.

– Supongo que sabrás por qué estoy aquí -empiezo.

Compruebo por su expresión que estoy en lo cierto. Viestad nunca ha sido un buen actor; en cambio, se lo considera un buen director para el instituto y como tal se ha hecho popular. Es ordenado, consciente de sus responsabilidades y leal. Y respeta a los estudiantes.

– ¿Dónde has escondido el cofre, Bjorn?

– ¿Qué sabes tú de eso?

– Prácticamente nada.

Lo escruto.

– Es verdad. ¡Nada! -repite.

– ¿Y por qué preguntas por eso?

– Lo robaste del despacho de tu padre.

Siempre se ha referido al profesor Arntzen como mi padre, a pesar de que le he pedido que deje de hacerlo.

– La pregunta acerca de quién lo robó está extremadamente abierta -afirmo.

Él inclina la cabeza.

– Bjorn, tienes que devolverlo.

– Además, no es mi padre.

Sus ojos adquieren una expresión de cansancio.

– ¿Un coñac? -pregunta.

– He de conducir.

Va a buscar una botella de mosto de manzana y un vaso, me sirve y se vuelve a su silla. Se echa hacia atrás y empieza a darse un masaje en los ojos con la punta de los dedos. Alza su vaso hacia mí y brindamos.

– Cuando llegué a la universidad -comienza-, no tardé en aprender que hay ciertas cosas contra las que es inútil luchar. Los molinos de viento, ya sabes. Las fuerzas académicas y las verdades. Los dogmas científicos. No hacía falta que lo entendiera, no hacía falta que me gustara, pero me di cuenta de que había ciertas cosas que eran más grandes que yo. Algunas son mayores de lo que puedas imaginar.

No entiendo del todo adonde quieres llegar.

– ¿ Crees en Dios? -me pregunta.

– No.

– De todos modos, seguro que entiendes que los cristianos crean en Dios sin comprender su omnipotencia.

La conversación ha tomado un curso que me confunde.

– ¿Estás intentando decirme que esto tiene algo que ver con el mito del cofre de los secretos sagrados? -inquiero-. ¿O con el manuscrito Q?

La pregunta le afecta como un impulso eléctrico en el cerebro. Se incorpora en la silla.

– Escúchame -dice-, esta historia no es tan sencilla como crees. ¿Alguna vez has hecho uno de esos puzzles de Revensburger de cinco mil piezas, ésos con una foto de un bosque, un castillo y un cielo azul? Ahora mismo sabes lo suficiente para juntar tres piezas, pero todavía te faltan cuatro mil novecientas noventa y siete para tener una visión de conjunto.

Me quedo mirándolo fijamente. De vez en cuando mis ojos rojizos tienen un efecto hipnótico, hacen que la gente diga más de lo que había pensado decir.

– Sí-continúa-, el viejo mito sobre el cofre sagrado os una parte de la totalidad. Y, sí, el octógono es otra parte de la totalidad.

– ¿Qué totalidad?

– No lo sé.

– Han entrado por la fuerza en mi casa. ¿Tampoco sabías eso?

– No, no lo sabía. Pero el cofre es muy importante paro ellos, eso debes entenderlo. Más de lo que puedas suponer.

– Sólo me pregunto por qué.

– Eso no puedo decírtelo.

– ¿ Porque no lo sabes? ¿ O porque no quieres?

– Ambas cosas, Bjorn. He jurado no revelar nunca lo poco que sé.

Lo conozco lo bastante bien como para saber que un juramento es algo que se toma muy en serio.

Fuera, en algún sitio del vecindario, un cortador de césped eléctrico enmudece. Hasta ahora que desaparece el ruido que produce no me he percatado de él. De inmediato el silencio empieza a extenderse y a llenar la habitación.

– Pero puedo decirte lo siguiente -continúa-: debes devolver el cofre. ¡Tienes que hacerlo! A mí, si quieres. A tu padre. O al profesor Llyleworth. No pasará nada. No habrá reprimendas. Ni críticas. Ni denuncias. Te lo prometo.

– Me han denunciado.

– ¿Ya?

– Desde luego. La policía ha estado en mi casa fisgando.

– El cofre es muy valioso.

– Pero yo no soy un criminal.

– Ellos tampoco.

– Han entrado por la fuerza en mi casa.

– Y tú has robado el cofre.

Deuce.

– ¿Por qué les concediste el permiso? ¿De verdad que para excavar? -pregunto.

– En sentido estricto, fue el director general de Patrimonio quien se lo dio. Nosotros no éramos más que la instancia de consulta.

– Pero ¿por qué se les concedió?

– Bjorn… -Suspira-. Estamos hablando de la SIS. Michael MacMullin. Graham Llyleworth. ¿Íbamos a decirles que no a los arqueólogos más destacados del mundo?

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