El incrementa el ritmo con el que juega con su bolígrafo.
– ¿Qué piensas tú?
– Debían de suponer que yo tenía datos sobre el cofre en el ordenador. Y que los archivos estaban bien ocultos, de modo que iban a necesitar tiempo para encontrarlos. No se me ocurre ninguna otra causa para que se lo hayan llevado.
– ¿Por qué han cogido sólo el disco duro?
– ¿No deberías preguntarle eso a los ladrones?
– Pero ¿qué crees tú?
– Quizás esperaban que no lo echara en falta tan rápidamente.
– ¿Tenías alguna otra cosa en el disco que pudiera interesarles?
– ¿Mis poemas?
– O fotos de adorables niños desnudos en la playa. -Su voz rezuma dulzura. Es de esos que siempre piensan lo peor de la gente que, como yo, es distinta. ¡Será cabrón! Me entran ganas de sacar toda el agua del acuario verde agua en el que sin duda pasa sus largas y solitarias noches.
– Yo creía que os había llamado por un robo -le digo en tono irónico-; no tenía ni idea de que me estuvieran investigando por pedofilia.
– La policía ha recibido una denuncia contra ti -anuncia, y posa indolentemente sus ojos de pez sobre mi cara para sondear mi reacción.
Primero me quedo paralizado. Niego incrédulo con la cabeza.
– ¿Alguien me ha denunciado a mí? ¿A mí?
– Ya te lo he dicho.
– ¿Por pedofilia? ¿O por comerciar con pornografía en la red?
– No, no me estás entendiendo. Por el robo del cofre de oro.
Suena el timbre de la puerta. Insistentemente. Como si alguien pretendiera atravesar la pared con el dedo. Nos miramos. Me levanto y voy a abrir.
En el pasillo está el profesor Llyleworth junto con su viejo amigo y compañero King Kong.
Al principio se limitan a mirarme con rabia, en silencio.
– ¡Idiota! ¿Dónde está? -exclama al fin el profesor Llyleworth.
En realidad no es una pregunta, sino una orden.
– ¡Entrad, entrad! ¡Por favor, no os quedéis ahí fuera pasando frío!
Algo confusos por mi amabilidad fingida, atraviesan el umbral. Llyleworth primero, King Kong aún más dudoso, como si esperase la siguiente orden de Llyleworth, que probablemente sea romperme los dedos y arrancarme las uñas, una a una, hasta que les entregue el cofre.
Entonces ven a los dos polis.
– Tío policía -le digo con alegría, y luego lo traduzco-: Uncle police! -Bjorn, el intérprete simultáneo.
Los agentes los miran con indiferencia hasta que les explico quién es Llyleworth.
– Así que tú eres el profesor Graham Llyleworth -dice Voz de Pito en un inglés modélico al tender la mano hacia él-. Un placer saludarte.
– El placer es mío -responde, y le estrecha la mano.
Intentó evitar que se me abra la boca de sorpresa, pero no estoy seguro de tener éxito.
– ¿Habéis conseguido sacarle algo -pregunta el profesor Llyleworth.
El policía pasa la vista del profesor a mí y de nuevo a él.
– Asegura que el cofre está en la cámara acorazada de la universidad.
Llyleworth frunce el entrecejo.
– Conque sí, ¿eh? ¿Eso dice?
– ¿Qué es lo que está pasando aquí? -pregunto, aunque intuyo la respuesta.
– Has robado el cofre -afirma el profesor.
– Escucha -le digo al policía-. ¡Pensaban sacarlo del país! Sin permiso. ¡Tenían planeado robarlo!
Se produce un breve silencio.
– Según entiendo -empieza el policía despacio-, el profesor Graham Llyleworth dirige las excavaciones del monasterio de Vaerne.
– Sí
– ¿No sería un poco extraño que planease robar lo que él mismo encontró?
– Eso precisamente es lo que…
– ¡Espera! -Saca uno de los documentos del que he visto copia en casa de Caspar-. Este es el permiso de la Di rección General de Patrimonio Histórico…
– ¡No lo entiendes! -lo interrumpo-. Estábamos buscando un castillo circular. ¡Lee la solicitud! Pidieron permiso para localizar un castillo circular. ¡Nunca dijeron nada de que quisieran encontrar un cofre de oro!
El policía ladea la cabeza.
– ¿Así que los arqueólogos saben de antemano lo que están buscando y lo que van a hallar?
– ¡No! ¡No exactamente! ¡Pero el profesor en realidad iba tras el cofre! ¡Todo el rato! ¡El cofre de oro! ¡El castillo circular era un farol! ¡Quería dar con el cofre y sacarlo del país! ¿No lo entiendes? ¡El castillo circular era una coartada!
El hombre no dice nada. Llyleworth no intenta protestar.
El silencio es efectivo. Yo mismo oigo el tono histérico que han dejado mis palabras.
– Agentes -dice Llyleworth del modo más cálido y profesoral-, ¿podríamos hablar a solas?
Conduce a los dos guardias a la cocina. A través de la puerta de cristal veo que les da su tarjeta de visita. Es diminuta, pero la larga lista de títulos académicos pesa una tonelada en las pezuñas del policía.
Llyleworth les está explicando algo. Ellos lo escuchan con devoción. Voz de Pito me mira con sus ojos de pez. La boca se le abre y se le cierra sin que salga ningún sonido.
Después de un rato vuelven a entrar. Llyleworth le hace una seña a King Kong, que se le acerca como si estuviera tentándolo con un racimo de plátanos.
– Habría insistido en que registraran tu piso -me dice el profesor-, pero no creo que seas tan inconsciente como para tener el cofre en tu casa.
– Eso sólo lo sabes porque tus chicos lo habrían encontrado cuando han venido a buscarlo.
– ¿Así que admites que está en tu poder?-pregunta el policía.
– Yo no admito nada de nada.
– Estaremos en contacto -concluye Llyleworth (no sé si sus palabras van dirigidas a mí o al policía) y se lleva consigo a King Kong.
– Bueno, bueno, bueno -dice Voz de Pito, y se mete el formulario en la cartera.
– ¿Qué os ha contado el profesor?
Se limita a mirarme como si fuera un pobre hombre con problemas. Cosa que en realidad soy.
Van hacia la entrada.
– Belto -empieza Voz de Pito, y carraspea-, la policía tiene razones para creer que el cofre está en tu poder.
– ¿Es una pregunta o una acusación?
– Yo te aconsejaría que colaboraras con nosotros.
– Haré lo que sea necesario para salvar el cofre de los cacos.
Se queda un rato meditando sobre mi respuesta.
– ¿Qué va a pasar ahora? -le pregunto.
– A causa del especial carácter del caso, tengo que conferenciar con mis superiores antes de que podamos proseguir la investigación y valorar la posibilidad de presentar cargos.
– ¿Y qué ocurre con el robo del piso?
– Si es que ha habido tal.
– ¿Archivado por falta de pruebas? -propongo.
– Tendrás noticias nuestras.
Suena a frase hecha que ensayan los alumnos ante el espejo del aula de la Escuela de Policías.
Una mentira tan extendida y flagrante que apenas puede considerarse una mentira, sino más bien como una frase en línea con «Te llamo un día de éstos» o «De esta vez no pasa que nos veamos».
Les abro la puerta y me quedo en el umbral hasta que baja el ascensor. Desde el balcón los sigo con la mirada cuando se dirigen al coche. Del piso de Rogern suben tronadores ritmos de bajo.
Un delito exige que haya una transgresión de la ley, una víctima. En este caso no hay ninguna de las dos cosas.
Estoy prisionero en un círculo de contradicciones. Intento evitar un delito que no se ha cometido, ni en sentido judicial ni en sentido práctico. En el que no hay ninguna víctima. Un delito que, estrictamente, no afecta a nadie en absoluto. Lo único que justifica mi intervención es la Ley de Protección del Patrimonio. Un tecnicismo, un conjunto de párrafos desordenados. Nadie es propietario del cofre. Lleva ochocientos años enterrado, como un diamante oculto en el fondo de la grieta de una montaña, como una veta de oro escondida. Podría haber permanecido allí otros ochocientos años si el profesor Llyleworth no hubiera sabido dónde excavar.
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