Me reclino en el sofá. Una golondrina se balancea sobre un cable frente a la ventana del salón. Se queda ahí un rato antes de salir volando.
– ¿No te lo ha contado Trygve Arntzen? ¿O Llyleworth?
– Se les habrá olvidado mencionarlo. Sabía que papá había trabajado en Oxford, pero no que Llyleworth estuviera allí.
– Fue tu padre quien presentó a Graham y Trygve.
– ¿Así que papá y Llyleworth fueron compañeros de estudios?
– Colaboraron en un trabajo que despertó cierta atención.
Me siento confuso.
– ¿Lo tienes?
Ella señala la librería.
Me levanto con parsimonia y me acerco a la estantería, donde paso el dedo por los libros.
– Tercer estante -apunta ella-. Junto al atlas. Negro, lomo pegado.
Saco el trabajo. Es grueso. El papel ha empezado a amarillear y resquebrajarse.
En la portada leo: «Análisis socioarqueológico comparado de tesoros y mitos intercontinentales. Por Birger Belto, Charles DeWitt y Graham Llyleworth, Universidad de Oxford, 1973.»
– ¿De qué trata?
– Encontraron rasgos comunes entre ciertos mitos religiosos y algunos hallazgos arqueológicos de tesoros.
Me pregunto por qué el profesor y mamá han ocultado los ejemplares que papá, indudablemente, tuvo que haber dejado.
Paso las hojas al azar. En la segunda página leo una dedicatoria que está tachada con rotulador. Miro el papel a contraluz. «Los autores quieren expresar su respeto y su gratitud hacia sus consejeros científicos, Michael MacMullin y Grethe lid Woien.»
Dirijo una mirada pasmada a Grethe, que me guiña un ojo.
En la página cincuenta y cuatro leo algunos párrafos del capítulo sobre el hallazgo de los manuscritos del mar Muerto en Qumrán. En la página cuatrocientos cuarenta y seis -no se trata de ningún humilde trabajo apresurado- encuentro una nota al pie, que ocupa diez hojas, en la que se extraen paralelismos entre el tesoro de Hon hallado en 0vre Eiker en 1834 y los objetos de las tumbas de Agía Fotiá en Creta. Busco el monasterio de Vaerne en el índice, pero no veo ninguna referencia, por lo menos hasta que el dedo llega a «Varna. Páginas 296-301».
El capítulo se llama «El octógono de Varna: El mito del cofre de los secretos sagrados». Cuando paso las hojas, cae un marcapáginas. Es una tarjeta de visita, anticuada y honorable. «CHARLES DEWITT – ASOCIACIÓN GEOGRÁFICA DE LONDRES». Me la meto maquinalmente en el bolsillo al tiempo que echo un vistazo al capítulo.
Soy un lector rápido. Tardo un par de minutos en repasar el texto, que trata sobre el mito de un templo octogonal que fue construido por la orden de los hospitalarios de San Juan en torno a una reliquia que se decía, si es que he comprendido bien, que contenía un mensaje de naturaleza divina. Quizá de tiempos de Jesús. Quizá de los tiempos de las cruzadas. El asunto no es fácil de entender. Es probable que lo haya entendido mal. Lo he leído muy rápido.
– ¿Me lo prestarías? -pregunto alzando el libro-. Me gustaría mucho poder leerlo mejor.
– ¡Sí, sí! -dice con entusiasmo, como si lo que más deseara en el mundo es que me lo llevara.
– Cuéntame entonces lo que sabes de este asunto.
Sonríe con satisfacción y carraspea. Con la voz quebrada y vibrante, Grethe me habla del cruzado que llevó una reliquia a la orden de los hospitalarios de San Juan de Jerusalén en 1186. Más tarde la reliquia se conoció como «El cofre de los secretos sagrados». Los hospitalarios tenían orden de Clemente III no sólo de custodiar el cofre, sino también de ocultarlo, lejos de ladrones, cruzados y caballeros, lejos de obispos, papas y reyes. Cuando al año siguiente el sultán Saladino tomó Jerusalén y los hospitalarios huyeron, desapareció toda huella. Sólo ha habido un hilo conductor que guiase a todos los aventureros y cazadores de fortunas que a lo largo de los siglos han buscado el tesoro: el cofre sagrado está dentro de un octógono, de un templo octogonal.
– ¿En el monasterio de Vaerne? -pregunto con acidez.
Ella está reclinada y me mira. Esconde un gesto de condescendencia.
– ¿Por qué no?
No consigo contener la risa.
Ella me acaricia , la rodilla.
– Bjornillo, ya sé lo que estás pensando. Siempre has sido muy impaciente, incrédulo y rápido para sacar conclusiones. ¿Qué es lo que te enseñé en la universidad? ¿No te enseñé a combinar el escepticismo con la imaginación? ¿La comprensión con las preguntas? ¿La duda con la claridad? Tienes que escuchar los mitos, las sagas, los cuentos, las religiones. No porque te digan la verdad, Bjornillo, sino porque han salido de una verdad.
La intensidad de su voz y su mirada me asustan. Es como si estuviera deseando darme la clave de la vida eterna antes de desaparecer en una nube de humo y chispas. Pero no hace ninguna de las dos cosas. Se inclina hacia delante, coge un caramelo del cuenco que hay sobre la mesa y se lo mete en la boca. Oigo cómo lo mueve adelante y atrás entre sus dientes.
Ladea la cabeza.
– El monasterio de Vaerne no era un mal escondite. Estaba tan lejos de Tierra Santa como se pudiera imaginar. Noruega era el puesto avanzado de la civilización y los historiadores nunca han conseguido explicar por qué los hospitalarios de San Juan construyeron un monasterio en Noruega a finales del siglo doce. -Pensativa, sacude la cabeza-. Si realmente habéis encontrado el octógono, Bjornillo, y si realmente habéis encontrado un cofre… -Deja la frase flotando en el aire.
– ¿Qué había en el cofre?
– Esa es exactamente la cuestión. ¿Qué hay en el cofre?
– ¿No lo sabes?
– No, válgame Dios. No tengo ni idea. Corrían muchos rumores. Se dice que la monarquía merovingia ocultó un tesoro de dimensiones insospechadas. Oro y piedras preciosas que habían acumulado durante siglos la Iglesia y la familia real.
– ¡Por favor! -la interrumpo con un suspiro profundo y afectado-. ¿Tesoros ocultos? ¿Alguna vez has oído hablar de alguien que haya encontrado un tesoro así?
– Quizás esté todavía por encontrar.
– ¡Romanticismo de Indiana Jones!
– Bjornillo -empieza, apretando los labios de tal modo que sé lo que va a decir-, me remito a los rumores que durante décadas han corrido por los ámbitos académicos. No estoy avalándolos, pero tampoco los rechazo con la rotundidad de cierto joven caballero que conozco.
– Pero ¿qué decían esos rumores? -Escupo las palabras como si se trataran de una cereza podrida.
– Hay un mapa. Y una genealogía. Textos codificados. No conozco los detalles de la historia. Hay un relato que se originó en un pueblo del sur de Francia que se llama Ren-nes-le-Cháteau, donde un joven cura halló, en el siglo pasado, unos pergaminos enrollados que se dice que le hicieron rico. Enormemente rico. Nadie sabe con exactitud qué fue lo que encontró cuando se puso a restaurar la vieja iglesia a la que lo habían destinado. Se dice que los documentos contenían un gran secreto inconcebible.
– ¿Que era…?
– Si lo supiera, Bjornillo, no sería un secreto, ¿no? Algunos especulaban con que eran mitos religiosos. Que había descubierto la hoja del Pacto, cosa que no era tan descabellada, ya que la iglesia se había construido sobre las ruinas de una iglesia cristiana del siglo séptimo. Otros pensaban que había encontrado textos bíblicos originales. Y algunos creían simple y llanamente que había dado con los mapas que indicaban el emplazamiento de un tesoro medieval.
– ¿Y qué tiene eso que ver con el monasterio de Vaerne?
– No lo sé. Pero podría pensarse que el tesoro, si es que existe, está oculto bajo el terreno del monasterio. O que el cofre que habéis hallado contiene los hilos que muestran qué camino seguir.
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