Nunca le he dicho una mentira, por eso no respondo. La edad no es más que un punto en una cronología. La matemática Kathleen OUerenshaw tenía ochenta y seis años cuando encontró la solución del antiquísimo problema matemático del «cuadrado mágico». Sumes como sumes los números, siempre te sale treinta:
En mi silencio, Grethe suspira con tristeza.
– Estoy enferma -anuncia llanamente-. Cáncer. Hace ya dos años. Doy gracias por cada nuevo día.
Le tomo la mano; es como coger la mano fría de un niño dormido.
– El médico dice que soy correosa.
– ¿Sufres dolores?
Se encoge de hombros en un gesto que tanto puede significar sí como no. Luego responde:
– Sobre todo en el alma.
Le aprieto la mano.
– ¡Bueno! ¿Qué problema tienes? -pregunta con el tono de quien habla de negocios, y retira la mano. El tono muestra un atisbo de la autoridad de la que se rodeaba cuando era catedrática. Hace siete años que lo dejó. Aún seguimos hablando de ella.
– Si estás enferma, no quiero…
– ¡Chorradas!
– Bueno, pensaba que…
– ¡Bjornillo!
Me mira con esa mirada suya.
No sé por dónde empezar. Ella me ayuda.
– He oído que estás participando en las excavaciones del monasterio de Vaerne -dice.
Así era también en la universidad. Siempre lo sabía todo.
– Hemos encontrado algo. -Luego vuelvo a atascarme. Busco las palabras. Al final exclamo-: ¡Me limito a intentar averiguar lo que ha pasado! -No creo que le vea mucho sentido.
– ¿Qué es lo que habéis encontrado?
– Un cofre.
– Ah, ¿sí? -dice vacilante.
– De oro.
Ladea la cabeza.
– Dios santo.
– El profesor Llyleworth se ha escapado con él.
Permanece en silencio. Debería haberse echado a reír, debería haber sacudido la cabeza, pero no dice nada. Empieza a toser. Primero con cuidado, luego fuerte y ruidosamente. Da la impresión de que tiene los pulmones sueltos dentro del pecho. Se cubre la boca con ambas manos. Cuando se le pasa el ataque, le lleva un rato recuperar la respiración. No me mira. Eso está bien. Así se libra de ver mis ojos.
Carraspea y expectora varias veces. Saca discretamente un pañuelo y escupe.
– Discúlpame -susurra.
Me quedo un buen rato mirando el gato que dormita bajo el piano de cola. Cuando yo era su aplicado estudiante y admirador, el que siempre tenía algún recado que hacer en su casa, ella vivía con un gato que se llamaba Lucifer. Pero no creo que sea el mismo, aunque es exactamente igual.
– ¿Es auténtico el cofre? ¿Antiguo? -pregunta.
– No creo que pueda decirse otra cosa.
– ¿Nadie le ha echado sal a las excavaciones?
Niego con la cabeza. Lo de «echar sal» alude a un juego que los arqueólogos encontramos muy divertido. Consiste en plantar objetos modernos en las capas culturales: un mando a distancia de un aparato de televisión entre los tesoros de un rey prehistórico, un imperdible entre los pedazos de cerámica y las puntas de flecha.
– Grethe, es antiguo. Y, además -mascullo-, estamos hablando de unas excavaciones dirigidas por Graham Llyleworth. ¡Nadie se habría atrevido a contaminar sus hoyos!
Grethe ríe entre dientes.
– Y él sabía lo que estábamos buscando -continúo-. Sabía que el cofre tenía que estar allí, en algún sitio. Sabía que íbamos a encontrarlo. ¡Lo sabía!
Ella reflexiona un rato sobre mis afirmaciones.
– ¿Crees quizá que quiere robarlo? ¿Para vendérselo al mejor postor? -inquiere al fin.
– La idea me ha rondado la cabeza. Pero no es tan sencillo.
– Ah, ¿no?
– La Colección de Objetos Antiguos está implicada.
Se queda mirándome, a la espera y con reticencia.
– Probablemente también la Dirección General de Patrimonio Histórico -añado.
Entorna los ojos. Supongo que estará pensando que el pobre Bjornillo no está bien de la cabeza.
– ¡No bromeo, Grethe!
– Ya, ya.
– ¡Y no me he vuelto loco!
Sonríe.
– Pues explícame qué es eso en lo que están implicados.
– No lo sé, Grethe, no lo sé…
– Entonces, ¿por qué…?
– Quizá sea un robo por encargo -la interrumpo.
Permanece callada , un rato.
– Pero ¿por qué? -pregunta al cabo.
– No lo sé -repito-. ¿Es posible que Llyleworth forme parte de una banda internacional de ladrones de obras de arte?
Ríe con frialdad.
– ¿Graham? -dice -. ¡Es demasiado egoísta para participar en nada! ¡Y desde luego no en una banda! -Su voz está cargada de amargura.
– ¿Lo conoces?
– Yo… he topado con él.
– Ah, ¿sí? ¿En unas excavaciones?
– También. Y en Oxford. Hace veinticinco años. ¿Por qué eres tan desconfiado?
– Planea sacar el cofre del país de contrabando -digo.
– Eso jamás. Seguro que sólo…
– ¡Grethe! ¡Conozco sus planes!
– ¿Cómo puedes estar tan seguro?
Automáticamente bajo la voz.
– Porque lo oí decirlo. -Doy tiempo para que las palabras hagan mella-. Yo estaba escuchando cuando él conspiraba con el profesor Arntzen.
Sacude la cabeza con una sonrisa cansada.
– Típico de Graham. Y por lo que veo, tú has estado jugando a los detectives.
– Sólo trato de entender.
– ¿El qué?
– ¿ Cómo podía saber que el cofre estaba en las ruinas de un octógono de ochocientos años de antigüedad en medio de un campo de cultivo noruego?
Los ojos de Grethe se abisman. Durante un rato nado en su mirada.
– Santo Dios -dice, más bien para sí misma.
– ¿Qué pasa?
– ¿Un octógono?
– ¿Sí? Ya hemos desenterrado una parte.
– Creía que no existía.
– ¿Conocías su existencia?
Le da otro ataque de tos. Me inclino hacia delante y le acaricio la espalda. Pasan algunos minutos hasta que recupera la respiración.
– ¿Cómo estás? -pregunto-. ¿Quieres que llame al médico de guardia? ¿Quieres que me vaya?
– Háblame del octógono.
– No sé gran cosa. Nunca había oído hablar de ningún octógono en el monasterio de Vaerne.
– Quizá no en las fuentes noruegas, pero lo mencionan en la bibliografía internacional acerca de la orden de los hospitalarios de San Juan de Jerusalén y en los mitos cristianos tempranos.
En esa clase debí de estar ausente.
– ¿Crees que el profesor Llyleworth sabía de la existencia del octógono?
– Yo diría que sí. -Lo dice coqueta y capciosa.
– ¿Y por qué no contó nada? ¿Por qué lo mantuvo en secreto?
– No creo que fuera un secreto. ¿O tú le preguntaste?
– Decía que estábamos buscando un castillo circular. Nunca aludió a ningún octógono.
Asiente con cansancio, como si la conversación la aburriera. Junta las manos.
– ¿Y qué dice el profesor Arntzen de todo esto?
Miro hacia otro lado.
– ¿Bjornillo?
– No he hablado con él.
– ¿Por qué?
– Es uno de ellos.
– ¿Uno de ellos? -Lo repite con duda.
Yo sonrío porque noto lo paranoico que suena.
Le cojo con cuidado la mano.
– Grethe, ¿qué es lo que está pasando?
– ¿Me preguntas a mí?
– ¡El profesor Arntzen y el profesor Graham Cabrón Llyleworth! ¿Ladrones de tumbas? ¿Vulgares ladrones de tumbas?
Ella cierra los ojos con una sonrisa soñadora.
– ¿Por qué sonríes?-pregunto.
– En realidad no es tan sorprendente.
– Ah, ¿no?
– Tu padre y Graham estudiaron juntos en Oxford, ¿sabes? En los setenta. Al mismo tiempo que yo. Graham y Birger eran muy amigos.
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