Tom Egeland - El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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– Grethe. -Suspiro, y le dirijo mi mirada de Bambi.

– ¡El manuscrito Q! -exclama de pronto.

– ¿Qué has dicho?

– ¡El manuscrito Q! -repite.

Me vuelvo; no comprendo.

Ella prosigue:

– No es que lo sepa, sólo estoy conjeturando. Todos estos años me he estado preguntando qué podría ser eso que era tan importante encontrar. Y si junto los pedacitos de información, las piezas del puzle se colocan en su sitio. Quizás.

– ¿El manuscrito Q?

– Q de Quelle. Significa «fuente». En alemán.

– ¿Quelle?

– ¿De verdad no has oído hablar de eso?

– No, lo cierto es que no. ¿Qué es?

– Se supone que un manuscrito original en griego.

– ¿Qué contiene?

– Todas las palabras que dijo Jesús.

– ¿Jesús? ¿En serio?

– Sus enseñanzas en forma de citas. El texto que supuestamente usaron Mateo y Lucas como base para sus evangelios, además del evangelio de Marcos.

– No tenía ni idea de que existiera ese manuscrito Q.

– Quizá no exista. Es una teoría.

– ¿Por qué habría de acabar en el monasterio de Vaerne?

– Pregúntale a tu padrastro.

– ¿Qué sabe él?

– Por lo menos más que yo.

– Pero ¿cómo…?

– ¡Bjornillo! -me corta, y se echa a reír de todo corazón. Después me mira pensativa-: ¿Tienes ganas de hacer un viaje a Londres?

– ¿A Londres?

– Por mí.

Vacilo.

– Y a mi cuenta -añade.

– ¿Porqué?

– Para desentrañar una vieja historia.

No digo nada. Grethe tampoco. Se pone de pie como puede, sale del salón con paso vacilante y se mete en el dormitorio. Al volver me tiende un sobre; lo abro y cuento treinta mil coronas.

– ¡Vaya!

– ¿Bastará?-pregunta.

– ¡Es demasiado!

– No digas eso. Quizá tengas que hacer más viajes…

– ¡Estás loca guardando todo ese dinero en casa!

– Yo no le cedo al banco mis ahorros.

Me echo a reír desconcertado, como preguntando: «¿De qué va todo esto en realidad?»

– Eso es lo que tú tienes que averiguar -añade, como si leyese mis pensamientos.

– Grethe. -Intento captar su mirada, pero se escabulle-. ¿Por qué te importa tanto esto?

Ella mira hacia delante. Finalmente me mira a los ojos.

– Yo podría haber formado parte de todo el asunto -dice.

– ¿Parte de qué?

– De eso cuya superficie estás rascando.

– ¿Pero?

– Pero ocurrió algo.

Se le llenan los ojos de lágrimas y se muerde el labio inferior. Pasa un rato hasta que supera los sentimientos que la oprimen.

Ya sé que no voy a sacarle nada más, pero sus motivos no son fundamentales. Antes o después llegaré a tocar su fondo.

– ¿Irás?-inquiere.

– Claro.

– La SIS. Londres. Whitehall. Pregunta por el presidente. Michael MacMullin. Él tiene las respuestas.

– ¿A qué?

– ¡A todo!

Nos miramos.

Me coge con fuerza de la manga. -¡Ten cuidado!

– ¿Cuidado? -pregunto asustado.

– MacMullin tiene muchos amigos.

Suena a amenaza velada.

– Amigos-repito-. ¿Amigos como Charles DeWitt?

Ella frunce el ceño de modo casi imperceptible.

– ¿Charles? -dice -. ¿Charles DeWitt? ¿Qué sabes de él?

– Nada.

Reflexiona por un instante. Luego dice:

– A él, desde luego, no tienes por qué temerlo. -Percibo un leve tono de ternura en su voz.

– ¿Qué sabes del accidente?

– Fue una nimiedad. Un rasguño en el brazo. La herida se le gangrenó.

No la entiendo.

– Se mató del golpe…-digo. '

Ella me mira, frunce el entrecejo. Entonces me comprende.

– Ah, ¿tu padre? -Sólo sus ojos revelan la agitación que la embarga-. No hay nada que saber -añade con obstinación.

– Pero, Grethe…

– ¡Nada! -exclama. El esfuerzo le produce un ataque de tos. Pasa un largo minuto hasta que consigue sobreponerse-. Nada -repite en voz baja, más suavemente-. Nada que necesites saber.

***

Doce minutos es el tiempo que necesito para llegar en coche hasta el Domus Theologica, que suena a centro comercial del sur de Europa pero que no es más que el pretencioso nombre de la facultad de Teología de la calle Blindern. Conozco a un profesor adjunto del departamento de Hebreo. Creo que puede serme útil.

Gert Vikerslátten mide casi dos metros de alto y está muy flaco, tanto que da la impresión de que ha de concentrarse para mantener el equilibrio. No se diferencia mucho de un ave zancuda. Tiene una barba que parece estar arraigada con demasiada fuerza detrás de las orejas y bajo la barbilla. Todo en él -los dedos, los brazos, la nariz, los dientes- es un poco demasiado largo y como accidentado.

Empleamos algunos minutos en recordar el tiempo en que estudiábamos juntos. Hablamos de los conocidos comunes, de los maestros desesperantes, de las chicas con las que soñábamos, pero que nunca fueron nuestras. Como yo, Gert es un solitario. Como yo, cubre sus pequeñas neurosis con una pátina de arrogancia académica.

Me pregunta por qué he ido a verlo. Respondo que estoy buscando a alguien que pueda hablarme de algo a lo que llaman el manuscrito Q.

Se le iluminan los ojos. La nuez se le agita. Nada alegra más a un experto que la posibilidad de brillar.

– ¿El manuscrito Q? ¡Ya lo creo, muchacho! ¡Un manuscrito que no existe!

– Pero que debe de haber existido en algún momento -señalo.

– Al menos eso piensan muchos.

– ¿Incluido tú?

– Por supuesto. -Abre de par en par sus largos brazos; durante un momento creo que pretende empujar las paredes de su estrecho despacho.

– ¿Aunque no haya nadie que haya visto ni una sola letra de él?

– Eso de Q me recuerda a un agujero negro -responde, formando un círculo con el pulgar y el índice-. No se ve ni siquiera con los telescopios más potentes, pero sabes que está ahí por el modo en que se mueve el resto de los cuerpos celestes.

– Al igual que sabes si hay un imán debajo de una hoja de papel con virutas de metal -añado a su razonamiento. Él asiente, y continúo-: Todo lo que sé del manuscrito Q es que está escrito en griego y que se supone que contiene muchas de las palabras de Jesús en forma de cita, tal y como más tarde las reprodujeron Mateo y Lucas. Y también que se considera una de las fuentes de la Biblia.

– Entonces sabes lo fundamental.

– Pero explícame por qué es tan importante si ha existido o no.

– Saber. Comprensión. -Se encoge de hombros-. Visto así, también da igual que los arqueólogos hayáis encontrado la nave vikinga de Gokstad. Pero es fenomenal que la encontrarais.

– Pero en la práctica, ¿el manuscrito Q implicaría alguna diferencia?

– ¡Por supuesto!

– ¿Por qué? ¿De qué modo?

– Porque cambiaría nuestra comprensión y nuestra interpretación de los textos bíblicos. Tú mismo sabes cómo interviene el cristianismo en nuestra vida cotidiana hasta el día de hoy. Como depósito de cultura. Por medio de leyes y reglas. Nuestra visión del hombre. Todo está relacionado.

– Todo eso lo entiendo. ¿Dices que el manuscrito Q puede cambiar algo de eso?

– Puede ayudarnos a comprender mejor la aparición del Nuevo Testamento y, de ese modo, a interpretar mejor los textos. Orígenes, el teólogo de la Antigüedad, declaró que la Biblia no debía interpretarse de forma literal, como hacemos hoy en día, sino como signos o imágenes de otra cosa, de algo mayor. La Biblia ha de comprenderse a partir del conjunto. Cuando habla de una montaña desde la que puede verse todo el mundo, ¡no lo dice literalmente! Aunque algunos insistan en entenderlo así.

– ¿Cómo es de antiguo?

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