Se bebió el resto del té, volvió a su mesa y examinó los informes que el agente del servicio de inteligencia había distribuido durante la «oración» de la mañana -la reunión de las nueve en Craven Street. Las imágenes del circuito cerrado de televisión no habían captado a ningún sospechoso por las calles de los alrededores. No había más testigos, a pesar de haber pasado un día desde que se hizo el llamamiento. Las primeras veinticuatro horas eran cruciales en cualquier investigación: si no se encontraba ninguna pista significativa para entonces, se sabía que el caso iba a ser difícil. Y así era. Los forenses iban de fracaso en fracaso. Los intrusos habían borrado cuidadosamente incluso las huellas de las botas. El delito se había llevado a cabo con astucia y destreza. Sin embargo, se habían tomado su tiempo para mutilar y torturar al conserje con suma precisión. ¿Por qué?
Sin saber qué pensar, Forrester abrió la página de Google, escribió «Casa Benjamín Franklin» y descubrió que fue construida en la década de 1730, lo cual la convertía en una de las casas privadas más antiguas de la zona y contaba con artesonado auténtico, cornisas cerradas, un salón en la primera planta con «dentículos». Había una escalera de ida y vuelta con los extremos tallados y «pilares de columnas dóricas». Abrió otra ventana para buscar qué eran los pilares de columna y, ya que estaba, los dentículos.
Nada que le interesara.
El resto de la descripción era más de lo mismo. Craven Street era una calle que procedía del Londres de la época georgiana. Un pasaje del siglo XVIII, cuando la ciudad era aficionada a la ginebra, incrustado entre los tragafuegos eslovenos y cantantes de ópera neozelandeses del Covent Garden moderno y los yonquis itinerantes y ruidosos taxistas del destartalado Charing Cross.
Esta información no le sirvió de mucha ayuda. ¿Y qué pasaba con el propio Franklin? ¿Podría haber alguna conexión entre él y los desconocidos? Forrester escribió «Benjamín Franklin» en la barra de Google. Ya tenía una vaga idea de que fue el tipo que descubrió la electricidad con una cometa o algo parecido. Google le proporcionó el resto.
Benjamín Franklin. 1706-1790. Fue uno de los más famosos padres fundadores de los Estados Unidos de América. Fue un destacado escritor, teórico político, impresor, científico e inventor. Como científico fue una figura prominente en el campo de la física por sus descubrimientos y teorías relativas a la electricidad.
Forrester volvió a buscar, sintiéndose algo inepto.
Nacido en Massachusetts, Franklin aprendió de su hermano mayor la técnica de la imprenta y se convirtió en editor de un periódico, impresor y comerciante en Filadelfia. Pasó muchos años en Inglaterra y Francia. Hablaba cinco idiomas. Fue masón durante toda su vida y formaron parte de su círculo Joseph Banks, el botánico, y sir Francis Dashwood, el ministro de Hacienda británico. Durante muchos años fue también agente secreto…
Suspiró y cerró la ventana. Así que aquel hombre era un erudito. ¿Y qué? ¿Por qué cavar en su sótano? ¿Por qué mutilar al conserje de su museo varios siglos después? Miró el reloj de su ordenador. Tenía que almorzar y no había avanzado mucho. Odiaba esa sensación: toda una mañana perdida y ningún logro. Era irritante a un nivel bastante profundo y existencial.
«De acuerdo», pensó. Quizá pudiese probar desde un punto de vista distinto. Algo más indirecto. Buscó en Google «sótano del Museo Benjamín Franklin».
Y allí estaba, casi de inmediato. ¡Sí! Forrester sintió el picor de la adrenalina. Examinó la pantalla con urgencia.
En la primera página web aparecía palabra por palabra un artículo de The Times con fecha de 11 de febrero de 1998.
HUESOS DESCUBIERTOS EN LA CASA DE UN PADRE FUNDADOR
Las excavaciones en Craven Street en la casa de Benjamín Franklin, el padre fundador de los Estados Unidos de América, han dado lugar a un descubrimiento macabro: ocho esqueletos ocultos bajo las losas de la bodega.
Las primeras estimaciones sugieren que los huesos tienen unos doscientos años y que fueron enterrados en la época en la que Franklin vivía en la casa, que fue su hogar desde 1757 hasta 1762 y desde 1764 hasta 1775. La mayoría de los huesos muestran señales de haber sido extrañamente perforados provocándoles varios agujeros. Paul Knapman, juez de instrucción de Westminster, declaró ayer: «No puedo desechar por completo la posibilidad de que tenga que llevar a cabo una investigación».
La Asociación de Amigos del Museo Benjamín Franklin asegura que los huesos no tienen ninguna relación ocultista ni criminal. Dicen que es probable que los huesos fueran colocados allí por William Hewson, que vivió en la casa durante dos años y que hizo construir una pequeña escuela de anatomía en la parte trasera. Hacen notar que aunque quizá Franklin supiera lo que Hewson estaba haciendo, no es probable que participara en ninguna de las disecciones porque era una persona más interesada por la física que por la medicina.
Forrester se recostó en su asiento. El sótano había sido excavado anteriormente. Con resultados sorprendentes. ¿Habrían vuelto por eso aquellos tipos? ¿Y qué era aquello de «relación ocultista y criminal»?
Ocultista…
El detective sonrió. Ahora sí esperaba la hora del almuerzo. Posiblemente tenía el primer indicio de una pista.
Aquella era una suave y cálida noche de Sanliurfa. En el vestíbulo de su hotel, Rob encontró a Christine sentada en un sillón de piel mientras trataba de no inhalar el humo de los puros que fumaban tres empresarios turcos sentados cerca de ella. Estaba tan chic como siempre -vaqueros elegantes, sandalias y una blusa sin mangas bajo una chaqueta de punto de color aguamarina. Sonrió al ver a Rob, pero éste pudo notar el estrés en el borde de sus ojos.
Iban a casa de Franz Breitner a tomar algo. Una cena para celebrar el gran éxito de la última campaña de excavaciones: la datación de Gobekli Tepe.
– ¿Está lejos?
– A veinte minutos andando -contestó Christine- y unos treinta minutos en coche. Está justo después del mercado.
Los restaurantes y cafeterías estaban abarrotados tras el letargo de la tarde. El olor a cordero de los asadores giratorios invadía las bulliciosas calles donde el polvo se arremolinaba. Los taxistas hacían tocar el claxon; un lisiado en silla de ruedas anunciaba a viva voz los periódicos de Ankara del día anterior; los vendedores de pistachos colocaban sus carretillas con la parte delantera acristalada. Rob respiró con avidez el exotismo de la escena.
– ¿Compramos vino para llevar a la casa de Franz?
Christine se rió.
– ¿En Sanliurfa?
Pasaron por una torre con reloj y se adentraron en la ciudad antigua. Rob echó un vistazo a las viejas columnatas, los quioscos donde se vendían llamativos juguetes de plástico y las infinitas tiendas de teléfonos móviles. Había varios cafés al aire libre llenos de kurdos fornidos que fumaban en narguile, comían de los platos de delicias turcas y miraban a Christine de manera atenta. Nadie bebía alcohol.
– ¿No venden bebidas alcohólicas? ¿En ningún sitio? -Rob sintió cómo su buen humor caía en picado. No había tomado una cerveza ni un vaso de vino en tres días. Bebía mucho, lo sabía, pero de ese modo era como se enfrentaba al estrés de su trabajo. Especialmente después de Bagdad. Y tres días sin alcohol era suficiente tiempo como para confirmar algo que ya sabía: no estaba hecho para la abstinencia.
– En realidad, creo que hay un par de tiendas de licores en las afueras de la ciudad. Pero es igual que conseguir costo en Inglaterra. Son todas muy clandestinas.
– Dios mío.
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