– ¿Puede preguntárselo cuando llegue a casa y luego llamarme si recuerda el nombre?
– Lo haré, Harry.
– Otra cosa, Irene. El apartamento de Marie tenía esa ventana alta en la sala de estar, ¿lo recuerda?
– Claro. Ese primer año fuimos a verla por Navidad en lugar de que viniera ella. Queríamos que ella sintiera que era un lamino de doble sentido. Dan puso el árbol en aquella ventana y las luces se veían desde toda la manzana.
– Sí. ¿Sabe si alguna vez contrató a alguien para que limpiara esa ventana?
Hubo un largo silencio mientras Bosch esperaba. Era un agujero en la investigación, un ángulo que debería haber seguido trece años antes, pero que nunca se le había ocurrido.
– No lo recuerdo, Harry. Lo siento.
– Está bien, Irene. Está bien. ¿Recuerda cuando usted y Dan volvieron a Bakersfield y se llevó todo lo del apartamento?
– Sí.
Lo dijo con voz estrangulada. Bosch sabía que ahora estaba llorando y que la pareja había sentido que en cierto modo estaban abandonando a su hija, así como su esperanza, cuando regresaron a Bakersfield después de dos años de buscar y esperar.
– ¿Lo guardan todo? ¿Todos los registros y las facturas y todo el material que les devolvimos cuando acabamos con ello?
Bosch sabía que si hubiera habido un recibo de un limpiador de ventanas, se habría comprobado esa pista. Pero tenía que preguntárselo de todos modos para confirmar la negativa, para asegurarse de que no se había colado entre las rendijas.
– Sí, lo tenemos. Están en su habitación. Guardamos todas sus cosas en una habitación. Por si…
«Alguna vez vuelve a casa.» Bosch sabía que su esperanza no se extinguiría del todo hasta que encontraran a Marie, de un modo u otro.
– Entiendo -dijo Bosch-. Necesito que mire en esa caja, Irene. Si puede. Quiero que busque un recibo de un limpiaventanas. Revise sus talonarios de cheques y mire si le pagó a un limpiaventanas. Busque una compañía llamada Clear View Residential Glass Cleaners, o quizá una abreviación de eso. Llámeme si encuentra algo. ¿Vale, Irene? ¿Tiene un bolígrafo? Creo que tengo un número de móvil distinto desde la última vez que se lo di.
– Sí, Harry -dijo Irene-. Tengo un boli.
– El número es 3232445631. Gracias, Irme. Ahora he de colgar. Por favor, transmítale mis mejores deseos a su marido.
– Lo haré. ¿Cómo está su hija, Harry?
Bosch hizo una pausa. A lo largo de los años, él les había contado todo sobre sí mismo. Era una forma de mantener la solidez del vínculo y la promesa de encontrar a la hija de los Gesto.
– Está bien. Es genial.
– ¿Qué curso hace?
– Tercero, pero no la veo demasiado. Vive en Hong Kong con su madre en este momento. El mes pasado fui a pasar allí una semana. Ahora tienen un Disneyworld.
No sabía por qué había dicho esa última frase.
– Ha de ser muy especial cuando está con ella.
– Sí. Ahora también me manda mails. Sabe más que yo de eso.
Era extraño hablar de su propia hija con una mujer que había perdido a la suya y que no sabía dónde ni por qué.
– Espero que vuelva pronto -dijo Irene Gesto.
– Yo también. Adiós, Irene. Llámeme cuando quiera.
– Adiós, Harry. Buena suerte.
Ella siempre decía «buena suerte» al final de cada conversación. Bosch se sentó en el coche y pensó en la contradicción que suponía su deseo de que su hija viviera con él en Los Angeles. Temía por su seguridad en el lugar lejano en el que se hallaba en ese momento. Quería estar cerca para poder protegerla. Pero traerla a una ciudad donde chicas jóvenes desaparecían sin dejar rastro o terminaban descuartizadas en bolsas de basura ¿era una mejora en cuanto a la seguridad? En su interior sabía que estaba siendo egoísta y que no podía protegerla viviera donde viviese. Todo el mundo tenía que recorrer su propio camino en esta vida. Imperaban las leyes de Darwin y lo único que podía hacer él era esperar que el camino de su hija no se cruzara con el de alguien como Raynard Waits.
Recogió los archivos y salió del coche.
Bosch no vio el cartel de Cerrado hasta que llegó a la puerta de Chínese Friends. Sólo entonces se dio cuenta de que el restaurante cerraba después del mediodía, antes de que empezara la actividad de la cena. Abrió el teléfono para llamar a Rachel Walling, pero recordó que ella había bloqueado su número cuando le llamó. Sin nada que hacer salvo esperar, compró un ejemplar del Times de un dispensador de diarios de la calle y lo hojeó apoyado en su coche.
Examinó rápidamente los titulares, sintiendo que en cierto modo estaba perdiendo el tiempo y el impulso al leer el periódico. El único artículo que leyó con algo de interés era un breve que señalaba que el candidato a fiscal del distrito Gabriel Williams había obtenido el refrendo de la Comunidad de iglesias Cristianas del Sur del condado. No era una gran sorpresa, pero resultaba significativo porque suponía una indicación temprana de que el voto de las minorías sería para Williams, el abogado de los derechos civiles. El artículo también mencionaba que Williams y Rick O'Shea aparecerían la noche siguiente en un foro de candidatos patrocinado por otra coalición que representaba al sector sur, los Ciudadanos por un Gobierno Sensible. Los candidatos no debatirían entre ellos, sino que se dirigirían a la audiencia y aceptarían preguntas de ésta. Después, el CGS anunciaría a qué candidato daba su apoyo. También aparecerían en el foro candidatos a la concejalía como Irvin Irving y Martin Maizel.
Bosch bajó el periódico y fantaseó con aparecer en el foro y jugársela a Irving desde el público, preguntando cómo sus tejemanejes en el departamento de Policía lo calificaban como candidato al cargo.
Salió de su ensueño cuando un coche federal sin identificar aparcó delante del suyo. Vio salir a Rachel Walling. Iba vestida de manera informal, con pantalones negros y una blusa de color crema. El pelo de color castaño oscuro le llegaba a los hombros y eso era probablemente lo más informal de todo. Estaba guapa y Bosch retrocedió a aquella noche en Las Vegas.
– Rachel -dijo, sonriendo.
– Harry.
Caminó hacia ella. Era un momento extraño. No sabía si abrazarla, besarla o simplemente estrecharle la mano. Estaba la noche en Las Vegas, pero después vino el día en Los Angeles, en la terraza de atrás de su casa, cuando todo se hizo añicos y las cosas terminaron antes de que empezaran de verdad.
Ella le ahorró la elección al estirar la mano y tocarle suavemente en el brazo.
– Pensaba que ibas a entrar a pedir comida.
– Resulta que está cerrado. No abren para la cena hasta las cinco. ¿Quieres esperar o vamos a otro sitio?
– ¿Adónde?
– No lo sé. Está Philippe's.
Ella negó con la cabeza enfáticamente.
– Estoy harta de Philippe's. Comemos allí siempre. De hecho, hoy no he comido porque toda la brigada iba allí.
– ¿Táctica, eh?
Bosch supuso que si ella estaba cansada de un local del centro, no estaría trabajando desde la oficina de campo principal en Westwood.
– Conozco un sitio. Yo conduciré y tú puedes mirar los archivos.
Bosch se acercó a su coche y abrió la puerta. Tuvo que coger las carpetas del asiento del pasajero para que ella pudiera entrar. Se las pasó a Rachel y fue a colocarse en el lado del conductor. Echó el periódico en el asiento de atrás.
– Vaya, esto es muy Steve McQueen -dijo ella del Mustang-. ¿Qué le ha pasado al todoterreno?
Bosch se encogió de hombros.
– Necesitaba un cambio.
Aceleró el motor para darle el gusto y arrancó. Enfiló por
Sunset y giró hacia Silver Lake. La ruta los llevaría a través de Echo Park por el camino.
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