Le sonreí. Probablemente había sentido toda mi conversación con Ángel y Louis. Sospeché que ésa había sido la intención de ellos.
– Aún no lo he decidido. Quizá tú podrías ayudarme a elegir uno.
– Eso es muy típico de las parejas.
– Bueno, somos una pareja.
– Pero no una pareja normal.
– No. Louis nunca nos lo perdonaría si lo fuésemos.
Me besó y le devolví el beso. El pasado y el futuro se alejaron de nosotros como acreedores temporalmente rechazados, y sólo nos envolvió la breve y fugaz belleza del presente. Esa noche la estreché entre mis brazos mientras dormía e intenté imaginar nuestro futuro juntos, pero éste pareció perdérseme entre marañas y recovecos. Sin embargo, al despertar tenía el puño firmemente cerrado, como si hubiese atrapado algo de vital importancia en mis sueños y me negase a dejarlo escapar.
Acostado con Rachel, escuché el creciente ululato de un papamoscas entre las copas de los árboles. Su estancia en Nueva Inglaterra sería breve; probablemente había llegado en la última semana y se marcharía a finales de septiembre, pero si conseguía eludir a los halcones y a los búhos, su pequeño vientre amarillo pronto se llenaría de los más variados insectos cuando se produjese el desenfrenado aumento de la población de bichos. Las primeras moscardas volaban ya en círculos, con un brillo voraz en los grandes ojos verdes. Pronto se les unirían los tábanos y las langostas, las garrapatas y las crisopas. En la marisma de Scarborough convergirían nubes de mosquitos dorados; los machos se alimentaban de los jugos de las plantas mientras las hembras recorrían las aguas y las inmediaciones de los caminos y de las carreteras en busca de manjares más suculentos.
Y los pájaros comerían, y las arañas engordarían a su costa.
A mi lado, Rachel murmuró en sueños, y yo noté su cálida espalda contra el vientre, la línea de su columna vertebral bajo la piel cálida parecía un camino de piedras alfombrado de nieve recién caída. Me incorporé con cuidado para mirarla a la cara. Tenía unos mechones de pelo rojo atrapados entre los labios, y se los aparté con delicadeza. Aún con los ojos cerrados, sonrió y me rozó el muslo suavemente con los dedos. La besé con ternura detrás de la oreja y ella hundió la cabeza en la almohada, descubriéndome su cuello mientras yo recorría su contorno hacia el hombro y el hueco de la garganta. Arqueó el cuerpo apretándose contra mí, y cualquier otro pensamiento se perdió entre la luz del sol y los trinos de los pájaros.
Era casi mediodía cuando dejé a Rachel cantando en el cuarto de baño para ir a comprar panecillos y leche, consciente aún del peso de la Smith & Wesson en la funda bajo el brazo. Me inquietaba la facilidad con que había recuperado la antigua rutina de armarme antes de salir de casa, incluso para algo tan elemental como una visita a la tienda.
A pesar de lo tarde que era aquella mañana, aún albergaba la esperanza de encontrar a Marcy Becker ese mismo día. Las circunstancias me habían obligado a aplazar la búsqueda, pero estaba cada vez más convencido de que ella era la clave de lo que había ocurrido la noche que murió Grace Peltier, una pieza más de un rompecabezas cuyas dimensiones sólo comenzaba a vislumbrar. Faulkner, o algo de él, había sobrevivido. Él, en connivencia con otros, asesinó a los Baptistas de Aroostook y a su propia esposa y luego desapareció para resurgir al cabo del tiempo oculto tras la organización conocida como la Hermandad. Paragon simplemente había sido una fachada, un títere. Faulkner era la verdadera Hermandad, la sustancia detrás de la sombra, y Pudd era su espada.
Aparqué y alcancé la bolsa de comida del asiento delantero. Aún estaba poniendo en orden mis pensamientos, combinando posibilidades, cuando llegué a la puerta de la cocina. La abrí y algo blanco se alzó del suelo y revoloteó por el aire debido a la corriente.
Era el envoltorio de un terrón de azúcar.
Rachel estaba en el pasillo, y Pudd, junto a ella, la obligó a entrar en la cocina a empujones. La había amordazado con un pañuelo e inmovilizado los brazos a la espalda.
Detrás de ella, Pudd se detuvo.
Dejé caer la bolsa y me llevé la mano a la pistola. Simultáneamente, Rachel forcejeó entre las manos de Pudd y, con un único movimiento, echó la cabeza atrás contra su cara, acertándole en el puente de la nariz. Pudd se tambaleó y la abofeteó con el dorso de la mano. Cuando mis dedos rozaban ya la culata de la Smith & Wesson, algo me golpeó con fuerza un lado de la cabeza y me desplomé al tiempo que un intenso dolor blanco me traspasaba el cerebro. Sentí unas manos en el costado, y mi pistola desapareció a la vez que gotas rojas estallaban como rayos solares en la leche derramada. Intenté levantarme, pero me resbalé al apoyar las manos en el suelo mojado y me noté las piernas pesadas y torpes. Al alzar la mirada, vi a Pudd descargar una lluvia de golpes sobre la cabeza de Rachel mientras ella caía al suelo. Pudd tenía la cara y la palma de la mano ensangrentadas. A continuación recibí un segundo impacto en la cabeza, seguido de un tercero, y no sentí nada más durante lo que pareció mucho rato.
Recobré el conocimiento lenta y laboriosamente, como si avanzase con dificultad a través de aguas rojas y profundas. Tenía la vaga conciencia de que Rachel estaba sentada en una silla de la cocina junto a la mesa, vestida aún con su bata blanca de algodón. Se le veían los dientes a causa del tenso pañuelo que le impedía cerrar la boca y tenía las manos atadas a la espalda. Su. rostro presentaba magulladuras en la mejilla y el ojo izquierdo y la sangre le corría por la frente y le resbalaba por la cara hasta manchar la mordaza. Me miró con expresión suplicante y dirigió los ojos desesperadamente a mi derecha, pero, cuando intenté mover la cabeza, recibí otro golpe y todo quedó a oscuras.
Permanecí en estado de semiinconsciencia durante un rato. Con lo que parecían ser trozos de cable me habían atado los brazos separados, cada muñeca amarrada a uno de los barrotes de la silla. Se me hincaron en la piel cuando intenté moverme. Sentía un dolor atroz en la cabeza y la sangre me cubría los ojos. A través de la bruma oí decir:
– Así que éste es el hombre.
Era la voz de un anciano, débil y cascada como la de una grabación escuchada en una radio antigua. Traté de levantar la cabeza, vi que algo se movía en la penumbra del pasillo de la casa: una figura un poco encorvada, envuelta en negro. Otra silueta más alta la acompañaba, y pensé que quizás era una mujer.
– Me parece que deberías marcharte ya -dijo una voz masculina.
Reconocí el tranquilo y cuidadoso ritmo que adoptaba el señor Pudd al hablar.
– Preferiría quedarme -fue la respuesta de la voz, ahora más cerca de mí-. Ya sabes lo mucho que me gusta verte trabajar.
Sentí unos dedos en la barbilla mientras el viejo hablaba, y me llegó un olor a salitre y cuero. El hedor de la descomposición interna se percibía en su aliento. Hice el esfuerzo de abrir los ojos por completo, pero la habitación dio vueltas y sólo fui consciente de la presencia del viejo, del modo en que sus dedos me agarraban la cara, palpando la estructura ósea bajo la piel. Deslizó la mano hasta mi hombro y luego me recorrió las manos y los dedos.
– No -contestó Pudd-. Ya ha sido una imprudencia que vinieses precisamente hoy. Tienes que marcharte.
Oí una exhalación de hastío.
– Los ve, ¿sabes? -comentó el anciano-. Lo percibo en él. Es un hombre poco común, un hombre atormentado.
– Acabaré con su sufrimiento.
– Y con el nuestro -dijo el viejo-. Tiene huesos fuertes. No le estropees los dedos ni los brazos. Los quiero.
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