Qiu Xiaolong - Muerte De Una Heroína Roja

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Shanghai, 1990, el asesinato de la joven Guan «Hong Ying», una celebridad política y estandarte nacional, se convierte en un caso delicado un año después de los acontecimientos de la Plaza Tiananmen. El recién ascendido Inspector Jefe Chen Cao se muestra poco convencido por la máscara de perfección de la heroína roja, entregada a la causa del Partido, sin amigos ni amante.
Muerte de una heroína roja es mucho más que una historia de detectives. Llena de contrastes, es una radiografía sutil de la China de la transición, captada a través de una multitud de historias particulares y una apasionante inmersión en su historia, cultura, tradición poética y gastronómica. Una magnífica iniciación a la China de hoy.
Galardonada con el Premio Anthony a la mejor primera novela y finalista del prestigioso Premio Edgar, Muerte de una heroína roja es la confirmación de uno de los escritores más interesantes del momento.

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Los chinos se quejaban de muchas cosas por aquellos días. Se lamentaban de la corrupción, del desempleo, de la inflación, de la escasez de vivienda, de los atascos y de otros asuntos por el estilo, pero ninguno de sus problemas estaba relacionado directa o indirectamente con Guan. Era cierto, Guan encarnaba a una trabajadora modelo de rango nacional y a toda una celebridad política. No obstante, ¿hasta qué punto su muerte podría afectar al sistema socialista de China? En el supuesto de de que presuntos contrarrevolucionarios hubiesen pretendido sabotear el sistema vigente, tendrían que haber escogido un blanco mucho más simbólico.

Yu estaba harto de la verborrea del Secretario del Partido, y aun así, tenía que interpretar el papel que le correspondía. Este caso podía ser decisivo para el objetivo de su carrera, por cierto bastante modesto: sólo pretendía llegar más lejos que su padre, Yu Shenglin, conocido como el Viejo cazador. El anciano, a pesar de haber sido un agente eficiente y experimentado, ahora no era más que un sargento jubilado con una pensión que apenas le alcanzaba para tomarse una tetera de té en El pozo del dragón.

Yu volvió de su recorrido jadeante y se limpió el sudor de la frente. Peiqin ya había puesto el desayuno en la mesa: un cuenco de sopa de fideos con carne y unas cuantas cebolletas.

– Es para ti -dijo-. Todavía está caliente. Yo ya he comido con Qinqin.

Peiqin llevaba una bata ligera. Se sentó con la espalda encorvada y los codos sobre la mesa, apoyando el mentón sobre las manos y mirándolo por encima de la sopa. Aunque era unos meses mayor que él, y honrando el antiguo refrán «Una esposa mayor sabe cuidar de su esposo», su largo pelo ondulado, que le caía sobre la espalda, la hacía más joven.

Los fideos eran sabrosos y la habitación estaba limpia. Qinqin ya se había vestido para ir al colegio. Llevaba un bocadillo de pollo y una manzana en una bolsa de plástico bien sellada. Yu se preguntaba cómo su mujer podía hacer tanto en tan poco tiempo.

No era fácil para ella, y no sólo en casa. Trabajaba como contable en un pequeño restaurante llamado Cuatro Mares, en un rincón apartado del barrio de Yangpu. Era el trabajo que le habían asignado después de volver a Shanghai con Yu. En aquella época, la Oficina de Jóvenes Instruidos asignaba empleos y tomaba decisiones sin tener en cuenta la educación, los deseos o el domicilio de los candidatos. Carecía de sentido protestar, porque tenía que ocuparse de los millones de antiguos jóvenes instruidos que regresaban a Shanghai. Cualquier oportunidad de trabajo era una bendición. Pero, desde la casa hasta el restaurante, Peiqin tenía que recorrer en bicicleta un trayecto de cincuenta y cinco minutos. Un viaje tortuoso, con tres o cuatro bicicletas a cada lado en las horas punta. El mes de pasado noviembre la calle estaba cubierta por la nieve caída durante la noche, y ella había resbalado. La bicicleta apenas había sufrido daños, una abolladura en el guardabarros, pero tuvo que recibir siete u ocho puntos de sutura. Aun así, Peiqin seguía usando la misma bicicleta, lloviera o nevara. Podría haber pedido un traslado a un restaurante más cercano, pero no lo había hecho. El Cuatro Mares funcionaba bastante bien y le proporcionaba muchos beneficios adicionales, ya que otros restaurantes del Estado eran gestionados tan deficientemente que las ganancias apenas alcanzaban para cubrir los gastos de asistencia médica de los empleados.

– Deberías comer más -reprochó a su marido-.

– Ya sabes que por la mañana no puedo comer demasiado.

– Tienes un trabajo duro. Me temo que este mediodía tampoco tendrás tiempo para comer. Al menos, yo tengo el restaurante.

Era uno de los gajes de ser policía… y una de las ventajas de trabajar en un restaurante como el suyo. Ella no tenía que preocuparse de la comida, y hasta en ocasiones se las arreglaba para traer algunos platos a casa, gratis, deliciosos y especialmente cocinados por el chef.

Aún no había acabado los fideos cuando sonó el teléfono. Ella lo miró y él esperó un poco antes de contestar.

– Hola, soy Chen. Siento llamarlo tan temprano.

– No importa -contestó Yu-. ¿Alguna novedad? ¿Algún cambio?

– Nada. Tampoco hay modificaciones en nuestro programa, excepto que el comisario Zhang quiere verlo esta tarde. Digamos que hacia las cuatro. Llámelo antes.

– ¿Por qué?

– El comisario Zhang insiste en que debe tener algo de que ocuparse. Quiere una entrevista y comparar luego sus notas con las suyas.

– No hay problema. Puedo empezar más temprano, pero ¿tendremos que hacer esto todos los días?

– Puede que yo sí. Como es el primer día, simplemente haga lo que le pida el comisario.

Yu colgó y miró a Peiqin mientras suspiraba.

– Me temo que hoy tendrás que ir tú al colegio a recoger a Qinqin.

– No importa -lo tranquilizó-, pero haces demasiado por tan poco.

– ¿Crees que no lo sé? Un agente de policía gana cuatrocientos veinte yuanes al mes y un vendedor de té gana el doble trabajando en la calle.

– Y ese inspector jefe tuyo… ¿cómo se llama? Todavía está soltero, pero ya tiene piso.

– Quizá me equivoqué al nacer -dijo Yu con tono pretendidamente humorístico-. Una serpiente nunca puede transformarse en dragón, no como inspector jefe.

– No, no digas eso, Guangming -advirtió Peiqin mientras comenzaba a recoger la mesa-. Tú eres mi dragón, nunca lo olvides.

Pero Yu estaba cada vez más preocupado. Guardó el periódico en el bolsillo del pantalón y salió rumbo a la parada de autobuses en la calle Jungkong. Había nacido el último mes del año del dragón, según el calendario lunar chino, supuestamente un año de suerte en el ciclo zodiacal. Pero de acuerdo con el calendario gregoriano, la fecha correspondía a los primeros días de enero de 1953, es decir, el comienzo del año de la serpiente, un fatídico error. Una serpiente no es un dragón, y nunca podrá tener la misma suerte, por lo menos no tanta como el inspector jefe Chen. No obstante, cuando llegó el autobús, la fortuna quiso que consiguiera un asiento junto a la ventana.

El inspector Yu, que había ingresado en la policía varios años antes que Chen y había resuelto varios casos, ni siquiera soñaba con llegar a inspector jefe. Un puesto a su alcance era el de jefe de equipo, pero también se lo habían quitado. En la brigada de asuntos especiales sólo era el ayudante del inspector jefe Chen.

Era la política la que había aupado a Chen por su expediente académico. En los años sesenta, según la lógica del camarada Mao, cuanto más instrucción tenía una persona, mayor era el riesgo político que representaba, pues estaba más expuesta a las corrientes ideológicas de Occidente. A mediados de los años ochenta, bajo el liderazgo del camarada Deng, la política de selección de cuadros había cambiado. Aquello tenía sentido, pero no necesariamente en el Departamento de Policía, y menos en lo referente al inspector jefe Chen. Sin embargo, a éste le habían dado primero el cargo y, después, el piso.

Aun así, Yu estaba dispuesto a reconocer que Chen, a pesar de su falta de experiencia, era un oficial de policía honrado y concienzudo, un hombre inteligente, con buenos contactos y dedicado a su trabajo. Eso ya era mucho tratándose de alguien del Departamento. El día anterior le habían impresionado sus opiniones críticas sobre el mito de los modelos.

Decidió que no se enfrentaría a Chen. Una investigación banal como esa podía llevar dos o tres semanas, y si conseguían resolver el caso por sí mismos, tanto mejor.

El aire se volvía cada vez más enrarecido en el autobús. Mirando por la ventana, el inspector Yu se dio cuenta de que estaba sentado ahí, como un tonto sentimental, compadeciéndose de sí mismo. Cuando el autobús llegó a la calle Xizhuang, fue el primero en apearse. Tomó un atajo por el parque del Pueblo, una de sus puertas daba a la calle Nanjing. La principal arteria de Shanghai se había convertido prácticamente en un inmenso centro comercial, desde el Bund hasta el templo de Yanan. Todo el mundo estaba de buen humor: los compradores, los turistas, los vendedores ambulantes y los mensajeros. Un grupo cantaba a las puertas del Hotel Helen. En el centro, una chica joven tocaba una melodía con una cítara antigua. Un cartel con enormes ideogramas exhortaba a los habitantes de Shanghai a fomentar los hábitos de higiene y a respetar el medio ambiente, absteniéndose de tirar basura y escupir en la calle. Unos trabajadores jubilados hacían ondear unas banderas rojas en las esquinas, dirigiendo el tráfico y regañando a los infractores. El sol había salido y brillaba sobre las rejillas de las escupideras encastradas en las aceras.

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