Saca un Kit Kat del bolsillo de los pantalones, desenvuelve la barra, la rompe en dos partes y guarda el resto, sin saber si gozará de la oportunidad de comer algo más. Después se tiende de espaldas, cruza los brazos sobre el pecho para darse calor y descabeza un sueñecito, un par de horas de sueño inquieto hasta que el ruido de puertas de coches y de voces le despiertan.
Empieza el espectáculo.
Se levanta y les ve salir a la acera. Si no existe una Federación, piensa, están haciendo una imitación del copón. Tienen un morro que se lo pisan, todos parados en la acera, riendo, estrechándose la mano, encendiéndose mutuamente puros habanos mientras esperan a que los aparcadores federales les traigan los coches.
Mierda, piensa Art, hasta se puede oler el humo y la sobrecarga de testosterona.
La atmósfera cambia de repente cuando sale la chica.
Es impresionante, piensa Art. Una Liz Taylor en joven, pero con la piel olivácea y los ojos negros. Y largas pestañas, que agita en honor de todos los hombres, mientras un hombre mayor que debe de ser su padre espera en la puerta, sonríe nervioso y dice adi ó s a los gomeros agitando la mano.
Pero no se marchan.
Güero Méndez se deshace por la chica. Hasta se quita el sombrero de vaquero, observa Art. Tal vez no tendrías que haberlo hecho, Güero, al menos hasta después de lavarte el pelo. Pero Güero hace una reverencia, una reverencia de verdad, barre la acera con el sombrero y sonríe a la chica.
Sus dientes plateados destellan a la luz de las farolas.
Sí, Güero, eso la conquistará, piensa Art.
Tío rescata a la chica. Se acerca, pasa un brazo casi paternal alrededor de la espalda de Güero y le acompaña con parsimonia hacia su coche, que acaba de frenar. Se abrazan, se despiden, Güero mira por encima del hombro de Tío a la chica antes de subir al coche.
Debe de ser amor verdadero, piensa Art. O al menos, lujuria verdadera.
Después Abrego se marcha, con un digno apretón de manos en lugar de un abrazo, y Art ve que Tío regresa hacia la chica, se inclina y le besa la mano.
¿Caballerosidad latina?, se pregunta Art.
O…
No…
Pero Art come en Talavera al día siguiente.
La chica se llama Pilar y es la hija de Talavera, por supuesto.
Está sentada en un reservado del fondo, fingiendo que estudia un libro de texto, y de vez en cuando mueve la cadera con timidez, mientras mira por debajo de esas largas pestañas para ver quién la está repasando.
Todos los tíos del local, piensa Art.
No aparenta quince años, salvo por un resto de grasa infantil el perfecto puchero adolescente de sus labios precozmente gruesos. Y aunque consigue sentirse corno un pederasta, Art no puede evitar fijarse en que su figura es muy postadolescente. Lo único que revela sus quince años es la discusión en la que se enzarza con su madre, quien se sienta en el reservado y le recuerda en voz alta varias veces que solo tiene quince años.
Y pap á alza la vista angustiado cada vez que se abre la puerta. ¿Por qué coño está tan nervioso?, piensa Art.
Entonces lo descubre.
Tío entra.
Art está de espaldas a la puerta y Tío pasa a su lado. Ni siquiera se fija en su olvidado sobrino, piensa Art, tan concentrado está en la chica. Y lleva flores en la mano, por Dios que lleva flores aferradas en sus largos y delgados dedos, y por Dios que lleva una caja de caramelos debajo del otro brazo.
Tío ha venido a cortejarla.
Ahora Art comprende por qué Talavera está tan acojonado. Sabe que Miguel Ángel Barrera está acostumbrado al derecho de pernada de la Sinaloa rural, donde las chicas de su edad, y aún más jóvenes, son desfloradas por los gomeros dominantes.
Por eso está preocupado. Por si ese hombre poderoso, ese hombre casado, va a convertir a su preciosa, hermosa y virginal hija en su segundera, su amante. Para utilizarla y después arrojarla a un lado, con la reputación arruinada y destruidas todas sus posibilidades de un buen matrimonio.
Y no puede hacer nada para remediarlo.
Tío no violará a la chica, Art lo sabe. No la tomará por la fuerza. Eso podría ocurrir en las colinas de Sinaloa, pero aquí no. Pero si ella le acepta, si se va con él por voluntad propia, los padres no podrán hacer nada. ¿Y qué jovencita de quince años no perdería la cabeza por las atenciones de un hombre rico y poderoso? Esta cría no es estúpida, sabe que ahora son flores y caramelos, pero podrían ser joyas y vestidos, viajes y vacaciones. Se encuentra en la base de un arco, pero no puede ver la parte negativa desde donde está, que un día las joyas y vestidos volverán a ser flores y caramelos, y después, ni siquiera eso.
Tío da la espalda a Art, quien deja unos pesos sobre la mesa, se levanta con el mayor sigilo posible, camina hacia la barra y paga la cuenta.
Piensa: Tal vez a ti te parezca una pieza joven y peculiar, Tío.
A mí me recuerda al caballo de Troya.
A las nueve de aquella noche, Art se pone unos tejanos y un jersey, y entra en el cuarto de baño, donde Althea se está duchando.
– Tengo que irme, cariño.
– ¿Ya?
– Sí.
Es demasiado lista para preguntar adónde va. Es la mujer de un poli, ha trabajado en la DEA con él durante los últimos ocho años, conoce la dinámica. Pero conocerla no impide que se preocupe. Abre la puerta y le da un beso de despedida.
– Supongo que no tengo que esperar levantada.
– Buena intuición.
¿Qué estás haciendo?, se pregunta Art mientras conduce hacia la casa de Talavera, en las afueras.
Nada. No voy a beber.
Localiza la dirección y frena a media manzana de distancia, al otro lado de la calle. Es un barrio tranquilo, de clase media alta, con farolas suficientes para mayor seguridad pero que no molestan en exceso.
Se sienta en su rincón oscuro, a la espera.
Aquella noche, y las tres siguientes.
Está allí cada noche cuando la familia Talavera regresa del restaurante. Cuando la luz se enciende en la habitación de arriba, y cuando Pilar la apaga. Art se concede otra media hora, y luego vuelve a casa.
Tal vez estás equivocado, piensa.
No, no lo estás. Tío siempre se sale con la suya.
La cuarta noche, Art está a punto de volver a casa cuando Mercedes baja por la calle, apaga los faros y frena delante de la casa de los Talavera.
Siempre galante, piensa Art, Tío envía un coche y un chófer. Nada de taxis para este pedazo de culo menor de edad. Es patético, piensa, mientras ve a Pilar salir por la puerta principal y entrar en el asiento trasero del coche.
Art les concede una buena ventaja, y después arranca.
El coche para ante una urbanización construida sobre una loma de las afueras, en dirección oeste. Es un barrio agradable y tranquilo, muy nuevo, con casas unifamiliares acurrucadas entre las jacarandás tan típicas de la ciudad. Esta dirección es nueva para Art, no se trata de ninguna de las propiedades de Tío que tiene controladas Qué tierno, piensa Art: un flamante nidito de amor para un flamante amor.
El coche de Tío ya ha llegado. El chófer baja y abre la puerta para que Pilar salga. Tío la recibe en la puerta y la acompaña al interior. Se están abrazando antes de que la puerta se cierre.
Jesús, piensa Art, si me estuviera tirando a una niña de quince años, al menos correría las cortinas.
Pero te crees a salvo, ¿verdad, Tío?
Y el lugar más peligroso de la Tierra…
Es donde estás a salvo.
Vuelve a la Casa del Amor (tal como la ha bautizado) por la mañana, porque sabe que Tío ya habrá vuelto a la oficina y Pilar estará en, bien, ejem, el colegio. Lleva el mono que utiliza para trabajar en su jardín y unas tijeras de podar. De hecho, corta un par de ramas de jacarandá rebeldes mientras efectúa el reconocimiento, toma nota del color de la pintura y el yeso del exterior, el emplazamiento de los cables del teléfono, las ventanas, la piscina, el spa, las dependencias.
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