Don Winslow - El poder del perro

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La guerra contra las drogas al desnudo. Un thriller épico, coral y sangriento que explora los rincones de la miseria humana.
Cuando su compañero aparece muerto con signos de haber sido torturado por la mafa de la droga, el agente de la DEA Art Keller, emprende una feroz venganza. Encadenados a la misma guerra, se encuentran una hermosa prostituta de alto standing; un cura católico confdente de ésta y empeñado en ayudar al pueblo, y Billy «el niño» Callan, un chico taciturno convertido en asesino a sueldo por azar. Narcovaqueros, campesinos, mafa al puro estilo italo-americano, policías corruptos, un soplón y un santo milagrero conforman el universo de esta historia de traiciones, frustración, amor, sexo y fe sobre la búsqueda de la redención.
Una trama vertiginosa y absorbente, repleta de sangre, narcos mexicanos, nacionalistas irlandeses, implicaciones políticas nternacionales, torturas, venta de armas, alta tecnología. Un universo en sí misma.
La novela transporta al lector de los suburbios de Nueva York, a San Diego, de los desiertos mexicanos pasando por el río Putumayo en Colombia hasta un violento desenlace fnal.

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– ¿Dónde está Adán? -preguntó a Raúl.

– Ya vendrá.

– ¿Cuándo?

– Pronto -dijo Raúl-. Relájate. Ve a dormir. Lo has pasado muy mal.

Le dio una pastilla para dormir, un Tuinol.

– No necesito eso.

– No, cógela. Necesitas dormir.

Se quedó delante de ella mientras la tomaba, Nora durmió como un tronco y despertó por la mañana algo aturdida y con la boca estropajosa. Pensó que estaba en alguna playa al sur de Ensenada, hasta que el sol salió por el lado contrario del mundo y dedujo que estaba tierra adentro. Cuando llegó la luz del día reconoció las aguas verdes del mar de Cortés.

Desde la ventana del dormitorio distinguió una casa grande en lo alto de la colina, y vio que toda la zona parecía un paisaje lunar de piedra roja. Un poco más tarde, una joven bajó de la casa grande con la bandeja del desayuno: café, pomelo y unas tortillas de harina.

Y una cuchara, observó Nora.

Ni cuchillo, ni tenedor.

Un vaso de agua con otro Tuinol.

Se resistió a tomarlo hasta que sus nervios cedieron, lo tragó y consiguió que se sintiera mejor. Durmió el resto de la mañana y solo despertó cuando la misma chica le trajo la bandeja de la comida: atún a la plancha, verduras hervidas, más tortillas.

Más Tuinol.

La despertaron en plena noche de su profundo sueño y empezaron a hacerle preguntas. Su interrogador, un hombre bajo con un acento que no era del todo mexicano, era afable, educado y persistente…

«¿Qué pasó la noche del embargo de armas?»

«¿Adónde fue? ¿A quién vio? ¿Con quién habló?»

«¿Qué hacía durante sus viajes de compras a San Diego? ¿Qué compraba? ¿A quién veía?»

«¿Conoce a Arthur Keller? ¿Le dice algo ese nombre?»

«¿Alguna vez la detuvieron por prostitución? ¿Por posesión de drogas? ¿Por evasión de impuestos?»

Ella contestaba con otras preguntas.

«¿De qué está hablando?»

«¿Por qué me pregunta estas cosas?»

«¿Quién es usted?»

«¿Dónde está Adán?»

«¿Sabe que me están molestando?»

«¿Puedo volver a dormir?»

La dejaron volver a dormir, la despertaron de nuevo un cuarto de hora después y le dijeron que era la noche siguiente. Ella sabía que no era cierto, pero fingió creerles cuando el interrogador le hizo las mismas preguntas, una y otra vez, hasta que ella se indignó y dijo:

«Quiero volver a dormir.»

«Quiero ver a Adán y…»

«Quiero otro Tuinol.»

Le daremos uno dentro de un rato, dijo el interrogador. Cambió de táctica.

«Hábleme del día del alijo de armas, por favor. Descríbalo minuto a minuto. Subió al coche y…»

«Y, y, y…»

Volvió a la cama, puso la cabeza debajo de la almohada y le dijo que cerrara el pico y se marchara, que estaba cansada. El hombre le ofreció otra pastilla y ella la aceptó.

La dejaron dormir durante veinticuatro horas y empezaron de nuevo.

Preguntas, preguntas, preguntas.

Dígame esto, dígame aquello.

Art Keller, Shag Wallace, Art Keller.

«Explíqueme cómo disparó al chino. ¿Qué hizo usted? ¿Qué sintió? ¿Por dónde cogió el arma? ¿Por el cañón? ¿Por la empuñadura?»

«Hábleme de Keller. ¿Desde cuándo le conoce? ¿Le abordó él o le abordó usted?»

«¿De qué está hablando?», -contestó ella.

Porque sabía que, si le daba una respuesta, lo estropearía todo. En la nube de barbitúricos, fatiga, miedo, confusión, desorientación. Comprendía lo que estaban haciendo, y no podía hacer nada para impedirlo.

El hombre nunca la tocaba, nunca la amenazaba.

Y eso le infundía esperanzas, porque daba a entender que no estaban seguros de que hubiera sido ella. De haber estado seguros, la habrían torturado para arrancarle la información, o la habrían matado. El interrogatorio «suave» significaba que albergaban dudas, y eso significaba otra cosa…

Que Adán aún estaba de su lado. No me están haciendo daño, pensó, porque aún tienen que preocuparse de Adán. De modo que aguantó. Dio evasivas, respuestas confusas, negativas tajantes, contraataques indignados.

Pero se está debilitando.

Le está afectando.

Una mañana, el desayuno no llegó. Lo pidió, la chica la miró confusa y dijo que se lo acababa de servir. Pero no era verdad. Lo sé… ¿o no?, se preguntó. Y después hubo dos comidas, una a continuación de la otra, y más sueño y más Tuinol.

Vaga por los alrededores, cerca de la casa. Las puertas no están cerradas con llave y nadie se lo impide. El recinto está flanqueado por el mar a un lado y el desierto interminable por el otro. Si intentara huir andando, moriría de sed o de exposición a los elementos.

Camina hacia el mar y se adentra hasta que el agua le llega a los tobillos.

El agua está tibia y le sienta de maravilla.

El sol se pone a su espalda.

Adán mira desde su habitación de la casa de la colina.

Está prisionero en su habitación, vigilado por una rotación de sicarios leales a Raúl. Se turnan ante la puerta de día y de noche, y Adán imagina que habrá unos veinte en todo el terreno.

La ve entrar en el agua. Lleva un vestido de playa desteñido y un sombrero blanco flexible para proteger su piel del sol. El pelo le cuelga suelto sobre los hombros desnudos.

¿Fuiste tú?, se pregunta.

¿Me traicionaste?

No, decide, no puedo creerlo.

Raúl sí que lo cree, aunque los días de interrogatorio no han conseguido demostrarlo. Es un interrogatorio suave, le ha asegurado su hermano. No la han tocado, ni mucho menos herido.

Más te vale, le había dicho Adán. Un moratón, una cicatriz, un chillido de dolor, y encontraré una forma de que te maten, por más hermano mío que seas.

¿Y si ella es el sopl ó n?, preguntó Raúl.

Entonces, piensa Adán mientras la ve sentarse al borde del agua, eso sería diferente.

Sería algo diferente por completo.

Raúl y él han llegado a un acuerdo. Si Nora no es el traidor, Raúl permitirá que Adán vuelva a ser el patr ó n. Ese es el trato, piensa Adán, aunque la experiencia le dice que nadie que haya asumido el poder lo cede de nuevo.

De buen grado, al menos.

Ni con facilidad.

Y tal vez sería mejor así, piensa. Que Raúl se quede el pasador, c ojo mi parte del dinero y me voy con Nora a vivir con tranquilidad a otro sitio. Siempre ha querido vivir en París. ¿Por qué no?

¿Y la otra mitad de la ecuación? Si resulta que Nora les traicionó, por el motivo que sea, el pequeño golpe de estado de Raúl será permanente, y Nora…

No quiere pensar en ello.

El ejemplo de Pilar Talavera está grabado a fuego en su mente.

Llegado el caso, me encargaré yo mismo, piensa. Es curioso que todavía puedas amar a alguien que te ha traicionado. La llevaré al mar, dejaré que vea los últimos rayos del sol desvanecerse sobre el agua.

Será rápido e indoloro.

Y después, si no fuera por Gloria, me metería la pistola en la boca.

Los hijos nos atan a la vida, ¿verdad?

Sobre todo esta hija, tan frágil y dependiente.

Debe de estar muñéndose de preocupación, piensa Adán. Las noticias de Tijuana habrán llegado a los periódicos de San Diego, y aunque Lucía intente protegerla, Gloria estará preocupada hasta que sepa algo de mí.

Lanza otra larga mirada a Nora, se aleja de la ventana y golpea la puerta.

El guardia la abre.

– Dame un móvil-ordena Adán.

– Raúl dijo…

– Me importa una mierda lo que dijo Raúl, pendejo -replica Adan-. Todavía soy el patr ó n, y si te digo que me des algo, me lo das.

Le dan el teléfono.

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