John Connolly - El Ángel Negro

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A veces, hechos sin aparente conexión, y que ocu-rren en lugares muy distantes, se vinculan de un modo misterioso y forman una red de la que es difícil escapar. En El ángel negro, el detective Charlie «Bird» Parker -protagonista ya de cinco novelas policiacas de John Connolly- se ve sumido en una de estas situaciones, un enrevesado caso en que la realidad y la fantasmagoría se funden de manera inextricable.
Éstas son las piezas del rompecabezas: una prostituta llamada Alice desaparece en un sórdido barrio neoyorquino; una colección de misteriosas cajas de plata de origen medieval, dispersas por el mundo, guarda en cada ejemplar un fragmento de un extraño mapa; una subasta de objetos arcanos suscita una gran expectación en Boston; en Francia y la República Checa se profanan varias iglesias…
El detective Charlie Parker debe enfrentarse, además, a un conflicto de lealtades. Por un lado, su amigo Louis, ex asesino a sueldo, necesita ayuda en la violenta búsqueda de su prima, la prostituta desaparecida en Nueva York; por otro lado, su mujer, Rachel, ya no resiste la tensión del peligro ni la continua amenaza que implica la convivencia con él. Y esta vez el peligro es mayor que nunca, porque Charlie se encara a seres dudosamente humanos, seres arraigados en un pasado remoto, la encarnación misma del mal: el ángel negro.

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– Disculpe -dijo una voz a su derecha.

Bajó la vista y vio a una negra menuda envuelta en un abrigo, con la mano dentro del bolso. Tenía el pelo canoso, y daba la impresión de que fuera a partirse en dos si el viento soplaba con fuerza.

– ¿Qué quiere, abuela? -preguntó-. Está un poco vieja para hacer la carrera.

Si la mujer entendió el insulto, lo disimuló.

– Busco a una persona -dijo a la vez que sacaba una fotografía de la cartera, y a G-Mack se le cayó el alma a los pies.

A la izquierda de Alice, la puerta se abrió y volvió a cerrarse, pero las luces del pasillo también estaban apagadas y no vio quién había entrado. De pronto le llegó un hedor y sintió náuseas. No oyó pasos, pero percibió una silueta que se movía alrededor, evaluándola.

– Por favor -suplicó, y tuvo que emplear todas sus fuerzas sólo para hablar-. Por favor. No sé qué he hecho, pero lo siento. No le contaré a nadie lo que ha pasado. Ni siquiera sé dónde estoy. Déjenme ir, y me portaré bien. Lo prometo.

Los susurros subieron de volumen, y de vez en cuando una carcajada se intercalaba entre las voces. Algo le tocó la cara, y sintió un escozor en la piel y las imágenes se agolparon en su mente. Tuvo la sensación de que le robaban los recuerdos, de que los detalles de su vida quedaban expuestos a la luz por un momento y luego eran desechados por la presencia que notaba junto a ella. Vio a su madre, a su tía, a su abuela…

Una casa llena de mujeres, situada en un pedazo de tierra en el linde de un bosque; un muerto en un ata ú d, las mujeres de pie alrededor, sin llorar. Una de ellas alarga el brazo hacia la s á bana de algod ó n que cubre la cabeza del cad á ver, y cuando la aparta, se ve que apenas tiene rostro, que sus facciones han quedado destrozadas a causa de una terrible venganza. En un rinc ó n hay un ni ñ o, alto para su edad, vestido con un traje de alquiler barato, y ella sabe c ó mo se llama.

Louis.

– Louis -susurró Alice, y su voz pareció resonar en la sala alicatada. La presencia a su lado se apartó, pero ella siguió oyendo su respiración. Su aliento olía a tierra.

A tierra, y a quemado.

– Louis -repitió.

M á s que un hermano para m í . Sangre de mi misma sangre.

Ay ú dame.

Alguien le sujetaba la mano, y sintió que se la levantaban, para acabar posada en una superficie irregular y maltrecha. Entonces resiguió las líneas de lo que en otro tiempo fue una cara: las cuencas de los ojos, ahora vacías; los fragmentos de cartílago donde en otro tiempo hubo una nariz; una abertura sin labios por boca. La boca se abrió y luego, con sus dedos dentro, volvió a cerrarse con delicadeza, y ella vio una vez más a la figura en el ataúd, al hombre sin cara, la cabeza destrozada por obra de…

– Louis.

Lloraba, lloraba por los dos. La boca en torno a sus dedos ya no los retenía con delicadeza. Surgían dientes de las encías, planos y a la vez afilados, y se hincaban en su mano.

Esto no es real. Esto no es real.

Pero el dolor sí era real, y también la presencia era real.

Y repitió el nombre en su cabeza una vez más -Louis- y empezó a morir.

Con la cabeza vuelta para eludir la mirada de aquella vieja, G-Mack observaba a sus mujeres, los coches, las calles, cualquier cosa con tal de fijar la atención en otra cosa y obligarla a irse.

– No puedo ayudarla -dijo-. Llame al cinco cero. Ahí se ocupan de las personas desaparecidas.

– Ella trabajaba aquí -insistió la mujer-. La chica que busco. Trabajaba para usted.

– Como ya le he dicho, no puedo ayudarla. Le conviene irse o se meterá en problemas. Nadie querrá responder a sus preguntas. Aquí la gente quiere ganar dinero. Esto es un negocio. Es como un McDonald's. Todo gira en torno al dólar.

– Puedo pagarle -dijo la anciana.

Sacó un miserable puñado de billetes arrugados.

– No quiero su dinero -respondió él-. Apártese de mi vista.

– Por favor -suplicó ella-. Sólo tiene que mirar la foto.

Mostró la foto de la joven negra.

G-Mack echó un vistazo a la fotografía y desvió la mirada con la mayor naturalidad posible, sintiendo crecer el malestar en su estómago.

– No la conozco -repitió G-Mack.

– Quizá…

– Ya le he dicho que nunca la he visto.

– Pero si ni siquiera ha mirado…

Y G-Mack, movido por el miedo, cometió su mayor error. La abofeteó en plena mejilla izquierda. Con una mancha pálida en la piel allí donde la había golpeado la palma de su mano, la mujer se tambaleó y fue a topar contra la pared.

– Lárguese de aquí, joder -ordenó él-. No vuelva a aparecer por aquí nunca más.

La mujer tragó saliva, y G-Mack vio que le asomaban lágrimas en los ojos, pero ella se esforzó en contenerlas. La vieja bruja tenía redaños, había que reconocerlo. Se guardó la fotografía en el bolso y se alejó. G-Mack sorprendió a Chantal mirándolo desde la otra acera.

– ¿Y tú qué coño miras? -le gritó.

Hizo ademán de acercarse, y ella retrocedió. Al cabo de un momento quedó oculta tras un Taurus verde que aparcó a su lado, y un hombre de mediana edad con aspecto de ejecutivo bajó la ventanilla para negociar con ella. Cuando se pusieron de acuerdo en el precio, Chantal se subió al asiento contiguo y se marcharon camino de uno de los aparcamientos de la calle principal. Ése era otro tema del que G-Mack tendría que hablar con esa zorra: su curiosidad.

Jackie Garner estaba a un lado de la ventana y yo al otro. Con un pequeño espejo de dentista que me había llevado, vi a dos hombres ante un televisor en la sala de estar. Uno de ellos era Garry, el hermano de Torrans. Las cortinas de lo que supuse era un dormitorio estaban corridas, y me pareció oír dentro las voces de un hombre y una mujer. Hice una seña a Jackie para indicarle que se quedara donde estaba y me dirigí hacia la ventana del dormitorio. Con los dedos en alto de la mano derecha conté tres, dos, uno, y lancé el bote de humo al dormitorio ocupado. Jackie arrojó el suyo a través del cristal de la sala de estar, y luego otro. Al instante, unos vapores verdes tóxicos empezaron a salir por los agujeros. Retrocedimos y tomamos posiciones en la oscuridad frente a las puertas delantera y trasera de la casa. Dentro oí toses y gritos, pero no veía nada. El humo había llenado ya por completo la sala de estar. El hedor era atroz, y me escocían los ojos incluso a esa distancia.

No era sólo humo. También había gas.

Se abrió la puerta delantera y salieron al jardín los dos hombres. Uno empuñaba un arma. Cayó de rodillas en la hierba y empezó a tener arcadas. Jackie surgió de la nada, apoyó su pie enorme en la mano con la pistola y le asestó una fuerte patada con el otro pie. El segundo hombre, Garry Torrans, tendido en el suelo, se apretaba los ojos con las manos.

Instantes después se abrió la puerta de atrás y salió a trompicones Olivia Morales. La seguía de cerca David Torrans, sin camisa, con una toalla húmeda en la cara. En cuanto se apartó de la casa, la tiró y echó a correr hacia el jardín contiguo. Tenía los ojos enrojecidos y llorosos, pero no se había visto tan afectado como los demás. Casi había llegado a la tapia cuando yo salí de la oscuridad y le barrí los pies. Cayó violentamente de espaldas y se le cortó la respiración a causa del impacto. Se quedó allí tumbado, mirándome con cara de asombro y lágrimas en las mejillas.

– ¿Quién eres? -preguntó.

– Me llamo Parker -contesté.

– Nos has gaseado. -Vomitó las palabras.

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