Arnaldur Indriðason - Silencio Sepulcral

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El hallazgo de un esqueleto humano enterrado en una colina en las afueras de Reykjavik pone en una situación difícil al detective Erlendur y sus ayudantes: no sólo necesitan recurrir a un equipo de arqueólogos que empleará varios días para recuperarlo en buenas condiciones, sino que además éstos les advierten desde las primeras paladas de que no se trata de un cadáver reciente, y que probablemente puede corresponder a un enterramiento de unos sesenta años atrás. Desde que conocen este dato, y sin saber a ciencia cierta la identidad del enterrado, los investigadores se yen inmersos en la compleja reconstrucción de unos hechos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las tropas aliadas estaban acantonadas en esos montes, entonces alejados de la capital y habitados sólo a medias, y que les sumerge poco a poco en la dramática historia privada de algunas familias de la época, rememorada por los ecos de los pocos habitantes de aquella zona que aún quedan con vida.
Un rompecabezas complicado para un atribulado Erlendur, que tiene que enfrentarse a sus propios fantasmas familiares cuando recibe una fugaz llamada de su problemática hija Eva Lind, a la que hace mucho que no ve y para la que nunca ha sido precisamente un modelo de padre, y que sólo tiene tiempo de pedirle auxilio antes de que se corte la comunicación.

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Se estiró con mucho cuidado y gimió de dolor y se palpó el costado donde le había dado una patada. Debía de haberle roto una costilla. Se volvió de espaldas y miró a Mikkelína. La niña había estado llorando y tenía aún un gesto de terror en el rostro. Se sobresaltó al ver la cara ensangrentada de su madre y rompió a llorar de nuevo.

– Todo va bien, Mikkelína -gimió su madre-. Todo va bien.

Se incorporó despacio y con grandes dificultades se puso en pie sujetándose en la mesa de la cocina.

– Sobreviviremos.

Se pasó la mano por el costado y notó que el dolor penetraba como una cimitarra.

– ¿Dónde están los chicos? -preguntó mirando a Mikkelína.

Mikkelína señaló la puerta y dejó escapar un sonido que dejaba traslucir su excitación y su miedo. Su padrastro nunca la llamaba otra cosa que «idiota» y cosas mucho peores. Mikkelína había padecido una meningitis a los tres años de edad y a duras penas había conservado la vida. La niña había estado entre la vida y la muerte con las monjas del hospital de Landakot durante varios días, y su madre no fue autorizada a permanecer a su lado, pese a sus súplicas y sus lágrimas a la entrada de la sala. Cuando Mikkelína mejoró, había perdido toda la fuerza en el lado derecho, el brazo y la pierna, así como en los músculos faciales; tenía la cara torcida hacia delante, el ojo medio cerrado y la boca contraída, al punto que le resultaba difícil evitar que se le escapase la saliva.

Los niños sabían que no tenían posibilidad de defender a su madre, pues el más joven tenía siete años y el mayor, doce. Conocían la furia de su padre cuando la atacaba, las palabrotas que utilizaba cuando perdía el control, y el furor que estallaba cuando se dedicaba a lanzarle toda clase de insultos. Entonces echaban a correr, Símon, el mayor, el primero. Agarraba a su hermano y lo arrastraba consigo, y luego lo empujaba por delante como si fuera un corderito asustado, muerto de miedo por si su padre dirigía su ira contra ellos.

Algún día podría llevarse también a Mikkelína.

Y llegaría el tiempo en que podría defender a su madre.

Los hermanos salieron corriendo de la casa muertos de miedo en dirección a los groselleros. Era otoño y los arbustos estaban en flor, color verde oscuro y llenos de follaje, con las bayas rojas repletas de zumo que les manchaba las manos al cogerlas de los arbustos y meterlas en los botes y los jarros que les daba su madre.

Se agazaparon al otro lado de los arbustos y oyeron los insultos y maldiciones de su padre y el estrépito de los platos al romperse, los gritos de auxilio de su madre.

El más pequeño se tapó los oídos pero Símon miró hacia la ventana de la cocina, iluminada por un resplandor amarillento, y se obligó a oír los gritos de su madre.

Ya no se tapaba los oídos. Era preciso escuchar para poder hacer lo que pensaba.

Capítulo 10

Lo que había dicho Elsa sobre el sótano de la casa de Benjamín no era ninguna exageración. Estaba a rebosar de trastos y, por un instante, a Erlendur se le vino el mundo encima. Pensó en llamar a Elinborg y Sigurdur Óli pero decidió que más valía esperar. El sótano tenía unos noventa metros cuadrados y estaba dividido por tabiques en varias estancias sin puertas ni ventanas en las que había cajas y más cajas, algunas rotuladas pero la mayoría sin indicación alguna. Eran cajas de cartón de las que se usan para transportar botellas de vino o cigarrillos, o cajas de madera de todos los tamaños imaginables, y las cosas que contenían eran de lo más variopinto. En el sótano había también armarios, un baúl, maletas y cosas diversas que se habían ido acumulando allí a lo largo de los años: una bicicleta oxidada, segadoras, barbacoas viejas.

– Puedes rebuscar cuanto quieras -dijo Elsa al acompañarle al sótano-. Si hay algo en lo que pueda ayudarte, no tienes más que llamarme.

Casi sentía compasión por aquel policía de espesas cejas que parecía tener la mente en otro sitio, vestido de modo desastrado, con un ajado jersey de punto debajo de una chaqueta vieja con parches en los codos. Traslucía una especie de tristeza que percibió al hablar con él y mirarlo a los ojos.

Erlendur sonrió débilmente y le dio las gracias. Dos horas más tarde empezó a encontrar los primeros documentos del comerciante Benjamín Knudsen. Era espantoso buscar algo en aquel sótano. Los objetos no tenían orden alguno. Trastos viejos y nuevos se mezclaban en grandes montones que tuvo que esforzarse en examinar y colocar luego de alguna forma que le permitiera seguir ahondando en aquel cúmulo de cosas. Pero tenía la sensación de que cuanto más avanzaba, más antiguas eran las cosas que encontraba. Le apetecía un café y tenía ganas de fumar, y estuvo decidiéndose entre molestar a Elsa o bien hacer una pausa en todo aquello e irse a buscar un bar.

Eva Lind no se le iba de la cabeza. Llevaba encima el móvil y esperaba una llamada del hospital en cualquier momento. Tenía remordimientos por no estar con ella. Tal vez debiera tomarse unos días libres y quedarse junto a su hija y hablar con ella, como le había dicho el médico. Estar a su lado en vez de dejarla sola en la UCI, inconsciente, sin familia, sin palabras de aliento, sin nada. Pero no podía quedarse sentado sin hacer otra cosa que esperar, a la cabecera de su cama: Su trabajo era una especie de terapia. Necesitaba agarrarse a él para pensar en otras cosas. Librarse de pensar demasiado en lo peor que podría suceder. En lo impensable.

Intentó concentrarse mientras iba abriéndose camino por el sótano. Abrió un viejo escritorio y encontró facturas de ventas al por mayor con el membrete de Almacenes Knudsen. Estaban manuscritas y le resultó difícil leer aquella escritura, pero parecían referirse a envíos de mercancías. Encontró más facturas parecidas en los cajoncitos del escritorio, y llegó a la conclusión de que Benjamín Knudsen se había dedicado al comercio de ultramarinos. Café y azúcar aparecían con frecuencia, acompañados de números.

No había nada sobre el proyecto de una casa de veraneo en los terrenos elevados en los que ahora se estaba construyendo el barrio del Milenario.

Las ganas de fumar lo vencieron y encontró una puerta que daba a un jardín bien cuidado que empezaba a recuperarse del invierno, aunque él no se dio mucha cuenta, pues estaba concentrado únicamente en absorber el humo hasta lo más hondo de los pulmones y volver a soltarlo. Apuró dos cigarrillos en un momento. Sonó el teléfono en el bolsillo de su abrigo cuando estaba a punto de volver a entrar en el sótano, y respondió. Era Elinborg.

– ¿Cómo sigue Eva Lind? -preguntó ésta.

– Sigue en coma -dijo Erlendur, conciso. No tenía ganas de charla-. ¿Algo nuevo? -preguntó.

– Hablé con el anciano. Tenía una casa en la colina. Y no estoy del todo segura de adonde quería llegar, pero recordó a alguien que rondaba por tus arbustos.

– ¿Mis arbustos?

– Los groselleros.

– ¿Por los groselleros? ¿Quién era?

– Y además creo que ha muerto.

Erlendur creyó oír un gruñido de Sigurdur Óli en segundo plano.

– ¿El de los arbustos?

– No, Róbert -dijo Elinborg-. De modo que de él no sacaremos más.

– ¿Y quién era el de los arbustos?

– No está nada claro -dijo Elinborg-. Era alguien que iba muchas veces y también después. En realidad es lo único que saqué. Luego empezó a decir algo. Dijo «mujer verde» y se acabó.

– ¿Mujer verde?

– Sí. Verde.

– «Muchas veces» y «después» y «verde» -repitió Erlendur-. ¿Después de qué? ¿A qué se refería?

– Como te estoy diciendo, no está nada claro. Creo que puede ser… Creo que ella estaba… -Elinborg titubeó.

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