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Emma Darcy: Gritos del alma

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Emma Darcy Gritos del alma

Gritos del alma: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Quién era ella? La mujer destacaba entre la multitud, y Jim Neilson, sintiendo una gran atracción sexual, se acercó a ella. ¿Quién era él? ¿Quedaban huellas del joven Jaime, su compañero de juegos en el valle, del niño que había conocido tan bien y amado tanto? Si ella pudiera llegar hasta el niño vulnerable que existía en el interior del hombre, ¿sería posible que reapareciera el Jaime que recordaba? ¿O todo lo que cabía esperar era una sola noche en los brazos de Jim? Tal vez de esa manera podría olvidar a Jaime de una vez para siempre…

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Durante el día utilizaba el ordenador de Jim trabajando largas horas, mientras él atendía sus negocios. No había fricciones de ningún tipo entre ellos. Jim disfrutaba cuando ella le contaba las historias que escribía. Decía que esas narraciones eran una forma de evadirse del duro mundo en que se movía. Tal vez la granja también era otra evasión. Para un hombre que había vivido una vida muy solitaria, la vida familiar tenía que ser muy atractiva. Y los platos que preparaba la tía Em eran una tentación. Para la cena había preparado un delicioso pastel de carne que Jim no paró de alabar, dejando el plato limpio. Después de cenar, con una radiante sonrisa, Em insistió en que se fueran a dar un paseo, asegurando que ella y Tom se encargarían de dejar todo recogido.

Sam los acompañó, ansioso de aventuras.

Se fueron andando por el banco del riachuelo, hasta llegar a un sendero que conducía hasta la granja del viejo Jorgen.

Jim la condujo de la mano hasta las cercanías de la casa. Beth lo miraba con preocupación.

– ¿Estás seguro de que quieres ir por ese camino, Jim?

– Es tiempo de dejar descansar a los fantasmas, Beth.

– Si tú lo dices -murmuró poco convencida.

Sabía que Jorgen había muerto hacía muchos años, en el incendio que había destruido su casa. Un final muy apropiado para un hombre que había convertido la vida de su nieto en un infierno.

– No dejó testamento -comentó Jim secamente-. Poco después de su muerte, me notificaron que era el único heredero. Al parecer mi madre había muerto a causa de una sobredosis, así que me convertí en dueño de la propiedad. Una ironía, ¿no te parece?

– ¿Intentaste alguna vez encontrar a tu madre?

– Yo formaba parte del mundo del que ella quiso huir.

Beth denegó con la cabeza.

– No sé cómo pudo haber hecho eso.

– Jorgen se pasó toda la vida diciendo que mi madre debió haber sido hombre. El quería un hijo varón. Así que ella le dio uno. Si estaba tomando drogas, lo más probable es que no estuviera muy equilibrada -dijo encogiéndose de hombros.

– Es probable que así fuera -dijo Beth, suspirando con tristeza. En todo caso, para ella era imperdonable que hubiera abandonado a su hijo dejándolo en manos de un viejo tirano-. ¿Vendiste la propiedad?

– No. No quise tocarla. Quería que se desintegrara y desapareciera sola. Pero esta semana me di cuenta que de ese modo todavía seguía amarrado a ella, que debía romper esas ataduras. Así que la regalé.

– ¿A quién? -preguntó sorprendida.

Su rostro se iluminó con una sonrisa de gran satisfacción.

– A una organización que ayuda a los niños abandonados. Se encarga de prepararlos para enfrentar la vida.

– Tuviste una magnífica idea -aprobó Beth calurosamente.

Ese gesto no borraría los amargos recuerdos, pero le daría un significado totalmente opuesto a ese lugar de tantos sufrimientos para él.

– También me desprendí de la pintura de Brett Whitely. Se la entregué a Claud para que me la vendiera.

– ¿Por qué? -preguntó atónita, pero contenta en el fondo. No era un cuadro para vivir con él.

– Porque a ti no te gustaba.

– Esa pintura transmitía dolor -dijo ella serenamente.

– Le venía muy bien a mis estados de ánimo salvajes. Sacaba fuera a la bestia que hay en mí -terminó con una sonrisa burlona.

– A veces no está mal un poco de salvajismo -replicó ella riendo.

Ambos se miraron con deseo.

Beth percibió la creciente tensión de Jim a medida que se aproximaban a la valla de lo que había sido su cárcel en la infancia y en la adolescencia. En principio las resoluciones eran buenas, pero enfrentarse a los recuerdos dolorosos no era fácil.

Llegaron a la empalizada, donde en el pasado solían despedirse por las noches. Jim le soltó la mano. Ella titubeó, sin saber si Jim quería que lo acompañase. Pero el no saltó la valla. Se apoyó en ella y se quedó contemplando el escenario de su antigua miseria. Beth se quedó junto a él acompañándole en silencio.

A la luz difusa del atardecer, la propiedad tenía un aire decadente, abandonado. Donde había estado la casa sólo quedaban los restos de una ennegrecida chimenea de ladrillos.

– Después de tu partida a Melbourne, solía venir aquí por las noches cuando Jorgen se iba a dormir. Así me sentía más cerca de ti -dijo serenamente.

Tan solo, tan carente de toda clase de amor. Se acercó a él, ciñéndolo por la cintura y apoyando la cabeza en su hombro.

– Siento tanto que no hubieras recibido mis cartas -murmuró.

– De alguna manera fue mejor no recibirlas, Beth. No quería saber de tu vida lejos de mí.

– Cuando te marchaste de aquí, ¿pensaste escribirme? -preguntó suavemente, con el deseo de saber algo más de esos oscuros años.

– No, no tenía nada bueno que contarte. Nada que prometerte. Estudié hasta que obtuve mi certificado escolar. Con eso ya podía empezar a construir algo. En Sidney trabajé en todo lo que me ofrecieron y más tarde me matriculé en la universidad. Todo era trabajo, clases, estudiar más y más, y vivir ahorrando al máximo -dijo volviéndose a ella-. Tú hiciste lo mismo. Compartiste el tiempo entre el estudio y el cuidado de tu familia.

– No había tiempo para divertirse -comentó ella solidarizándose con él.

– Quería que me concedieran una beca para estudiar en la facultad de Economía. Sabía que si obtenía muy buenas calificaciones tendría acceso al mundo financiero -la miró apelando a su comprensión-. Cuando no has tenido nada, la idea de ganar mucho dinero se convierte en una especie de… obsesión.

Ella también sabía lo que era la falta de dinero. Cuando su padre perdió la granja, los primeros años en Melbourne fueron muy duros para la familia.

– Te entiendo bien.

– Trabajé duro, sin perder el tiempo y ahorré todo lo que pude por si no me concedían la beca. Tenía que conseguir buenas calificaciones como fuera. Pero me la concedieron antes de la iniciación del curso.

– Me imagino que fue un momento maravilloso -dijo ella, sonriéndole con orgullo.

Pero él no sonrió. Su mirada estaba llena de dolor.

– Fue entonces cuando decidí ir a verte a Melbourne, Beth. Sentía que al fin empezaba a labrar mi futuro y quise comunicártelo.

La sonrisa desapareció del rostro de Beth. Podía imaginarse su júbilo, el ansia de compartir sus logros con ella.

– Prosigue.

– Era la primera semana de febrero. Cuando llegué a la dirección que me habías dado, pensé que ya te habrías marchado a tus clases. De todas maneras no me importó. Me sentía feliz de hallarme en el lugar donde vivías.

– ¿Por qué no llamaste a la puerta?

– Quería verte a ti primero. Quería ver tu reacción. Me imaginaba que correrías a mi encuentro, arrojando todo lo que tuvieras en las manos, con los ojos llenos de alegría, y yo te abrazaría y ambos reiríamos de júbilo. Y de inmediato nos pondríamos a planificar nuestro futuro.

Sueños románticos de la juventud. El corazón de Beth lloró por ambos.

El suspiró y sus ojos se ensombrecieron.

– Cuando te vi con Kevin, al principio no pude creerlo. No ibas a la escuela. Tenías un hijo.

Beth pudo sentir en su propia piel el sentimiento de desolación apoderándose de él. La destrucción de un sueño, y el mundo sumido en el caos.

– En todos esos años nunca miré a otra chica, Beth. Sólo estabas tú.

– Comprendo como habrá sido todo aquello para ti. Yo habría sentido lo mismo -dijo suavemente.

El movió la cabeza con tristeza.

– Todo lo que pude pensar fue que ese bebé no era mi hijo. Que lo habías tenido con otro hombre.

La traición. Los tres años de separación habían creado el clima propicio para el daño que habría de venir. Y allí estaba, en forma de traición a la promesa hecha. Si sólo hubieran podido comunicarse en esos tres años, alguna carta…

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