Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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* * * * *

Alborada había conocido personalmente a Sybil tres semanas antes, cuando asistió a su primera reunión como miembro del consejo directivo de Kosmovisión. Alguien llamó para decirle que no llevara coche, que pasarían a buscarlo.

Cuando la limusina llegó a la puerta de su casa, el chófer bajó y le abrió. Alborada recordaba haber pensado que aquel tipo tenía aspecto de matón, y cuando le sonrió luciendo unos dientes de cristal que brillaban como bengalas de colores, pensó que era como un malo de película. «Fabiano Sousa, el Peor», se apuntó ahora.

En la parte trasera de la limusina iba sentada la mismísima SyKa. Mientras el coche se dirigía a la Torre de Cristal, donde se encontraban las oficinas de Kosmovisión en Madrid, Sybil, sin tan siquiera presentarse, se arrodilló delante de Alborada y le abrió la bragueta.

Durante un par de segundos, Alborada tuvo la tentación de dejarse hacer. ¡Una felación de Sybil Kosmos, nada menos!

Probablemente, las cosas le habrían ido mejor de haberlo permitido.

– No, por favor.

El se subió de nuevo la cremallera y se deslizó a un lado en el asiento. Agarrar a la joven millonaria de la cabeza para apartarla de su entrepierna le habría parecido excesivo.

Sybil lo miró con un destello de ira en los ojos. Fue una fracción de segundo, pero provocó en Alborada una punzada de miedo que le subió desde los riñones hasta la nuca y que ni él mismo comprendió. De alguna manera, se dio cuenta de que era un temor innatural.

– ¿Por qué no? -preguntó ella.

– Estoy casado.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

La joven se lo preguntó con incredulidad e incomprensión totales, como si Alborada le hubiera dado alguna razón peregrina: «No me puedes hacer una mamada porque la ballena azul está en peligro de extinción».

– Soy fiel a mi mujer.

– ¿Siempre lo eres?

– Estoy comprometido con ella. Y siempre soy fiel a mis compromisos.

Sybil se sentó junto a la puerta y se recompuso la falda, que se le había arremangado al arrodillarse.

– Me habían dicho que eres muy íntegro. Un hombre de una sola pieza.

– Así me gusta considerarme -respondió él, con cierta vanidad-. Siempre he seguido mi propio código.

– Un hombre de una sola pieza… -repitió Sybil, mirando por ventanilla con aire ausente.

Alborada no sospechó entonces que desde ese mismo momento SyKa había empezado a planear su demolición.

* * * * *

El 24 de abril, dos semanas después de su primer encuentro, Sybil lo había citado en su despacho de la Torre de Cristal. Alborada sospechaba que quizá intentaría seducirlo de nuevo, pero venía mentalmente preparado. No porque la joven SyKa no lo atrajese. Como cualquier otro varón, sentía impulsos sexuales por otras mujeres, y no sólo por la suya. Pero el código Alborada le prohibía permitir que los impulsos primarios guiaran su conducta. Eso se lo dejaba a los tarambanas con complejo de Peter Pan como Gabriel Espada.

Sybil estaba apoyada en el ventanal. Eran las cinco de la tarde de un día otoñal y el sol empezaba a declinar. Su luz hacía que el vestido malva que llevaba la joven se transparentara ligeramente.

Cuando oyó los pasos de Alborada, Sybil dejó sobre el escritorio la copa de champán que estaba bebiendo y se acercó a él contoneándose.

– Quiero pedirte disculpas por lo que te hice el otro día en la limusina. Respeto a los hombres íntegros.

Olía a perfume de violetas, y a algo más que flotaba en el aire como una nube fantasmal en forma de mano.

– Mejor dicho, respetaría a los hombres íntegros si hubiera conocido a uno solo en mi vida -prosiguió Sybil-. No creo que tú seas tan honesto como crees.

Sybil Kosmos era directora general de Kosmovisión, una mujer que cortaba cabezas pulsando una sola tecla de su móvil. Pero en ese momento Alborada no fue capaz de pensar en la empresa, ni en su carrera profesional, ni siquiera en la ley.

De pronto las ingles le ardieron de lujuria. Eso lo habría podido comprender. Lo que no entendía era el odio irracional que se había apoderado de él. Sólo quería borrar la sonrisilla condescendiente del rostro de aquella niñata rica.

– Te vas a burlar de quien yo te diga -dijo, y le dio un bofetón.

El golpe fue tan violento que restalló como un trallazo y ladeó la cabeza de Sybil. La joven se llevó la mano al labio, que empezó a sangrar al momento, y lo miró con un genuino gesto de terror.

– ¿Qué demonios pretendes?

«¿Demonios?», pensó Alborada. Esa era la palabra apropiada. De pronto se sentía poseído por algo o alguien que, desde luego, no era él. Era como si unos dedos invisibles hurgaran dentro de su cuerpo y arrancaran emociones primarias y violentas de sus mismas vísceras, como si los hilos de un titiritero escondido manejaran sus miembros a su antojo.

Cuando se quiso dar cuenta, tenía a Sybil en el suelo. Con una fuerza que ni él mismo sabía que poseía, le desgarró el vestido de arriba abajo, riiiiiiiip.

– ¿Qué estás haciendo? -dijo ella.

«La estás violando», se contestó él mismo. «Crimen. Cárcel». Pero no podía detenerse, sólo quería poseerla con la mayor humillación posible, hacerle daño y escuchar su llanto y sus gritos. Cuando terminó, su orgasmo fue casi sobrenatural, tan intenso que le dolió como si le hubieran clavado un tizón en las entrañas.

Y, de pronto, el odio y el deseo habían desaparecido. Sólo vio a una muchacha desnuda, tendida sobre los restos de su propio vestido, con el cuerpo lleno de contusiones y marcas de dientes en los pechos. Alborada comprendió de golpe la enormidad de lo que había hecho, se levantó, se colocó la ropa como mejor pudo y huyó de allí.

Antes de salir por la puerta un extraño impulso, como un imán que atrajera la carne, le hizo volverse. Sybil se había puesto en pie y le miraba, con los brazos cruzados sobre sus pechos desnudos. Pero no era un gesto para protegerse. Aunque tenía el rostro ensangrentado, SyKa estaba sonriendo.

«Sólo he hecho lo que ella quería», se dijo.

Desde ese momento, Alborada comprendió que se había convertido en esclavo y rehén de Sybil Kosmos.

* * * * *

Alborada sacudió la cabeza, pero no consiguió ahuyentar de su mente la escena.

«Yo no soy culpable», se repitió. Durante lo que mentalmente llamaba aquello no había sido dueño de sus actos. Por supuesto, era lo mismo que alegarían muchos violadores. Pero Alborada sabía que lo que le había ocurrido no tenía nada que ver con sus propios impulsos.

Cuando pensaba en ello -algo que intentaba evitar, en vano-, se decía que no había sido exactamente una posesión mental, porque en el interior de su cerebro sus pensamientos seguían siendo independientes. Pero un instinto animal que parecía salir de sus entrañas se había apoderado de su cuerpo, y un torrente de emociones primarias y tan intensas como un ciclón tropical había dominado sus actos.

Ignoraba cómo lo había hecho Sybil. Lo que sí sabía era que no podía ser natural.

Y también sospechaba el motivo de que Sybil lo hubiera manipulado para convertirlo de repente en una bestia viólenla y lasciva. «Eres un hombre de una pieza», le había dicho ella en la limusina. Probablemente hablaba en serio y creía que él era alguien íntegro y fiel a su propio código.

Y por eso mismo, como un niño caprichoso y malvado que ve a otro construir en la playa un hermoso castillo de arena, Sybil se había empeñado en destruirlo.

Cosa que conseguiría si divulgaba el vídeo que el Sousa Malo le había enviado al móvil.

Ahora, Sybil se acercó a él, vestida con una bata de seda.

– Perdona por sacarte de casa a estas horas, Alborada.

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