Eric Garcia - Anonymus Rex

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UNA NUEVA ERA DE DETECTIVES
Aunque casi nadie lo sabe, los dinosaurios simularon su extinción hace sesenta y cinco millones de años y aun vagan por nuestro planeta, vestidos con unos convincentes disfraces de latex con los que se confunden perfecta mente entre los humanos.
Vincent Rubio, detective privado de Los Ángeles, esta pasando un mal momento: se ha quedado sin trabajo, le han confiscado el coche por falta de pago, su socio ha muerto en extrañas circunstancias y, además, su cola no quiere estarse quieta. Y es que Vincent es un dinosaurio, un Velociraptor, para ser exactos.
Cuando le llaman para que investigue un caso claro de incendio provocado en un club nocturno para dinosaurios, Vincent descubre algo mucho mas siniestro que le lleva hasta Nueva York, el escenario de la muerte de su socio y el lugar donde se gesta un peligroso nexo en la inquietante mezcla entre dinosaurios y seres humanos.
¿Ser a capaz Vincent de resolver el misterio de la muerte de su socio? ¿Desvelara una perturbadora cantante rubia su verdadera identidad, poniendo así en peligro la vida de ambos? ¿Podrá superar su adicción a la albahaca o deber a recurrir a Herbívoros Anónimos? ¿Encontrara el amor o tendrá que conformarse con un viejo ejemplar de Estegolibido?

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– ¡Glenda! -grito, y el agua convierte mis palabras en algo así como «¡Blenbla!», pero no recibo ninguna respuesta. Tampoco funciona con Blaybee, Blabarbo o Bludibth. Localizando un punto de sujeción debajo de un quemador Bunsen, consigo permanecer en una zona del laboratorio y espero a que la tormenta haya pasado. Empleo mi energía para conservar la cabeza sobre el agua.

Poco después, la mayor parte del agua se ha filtrado fuera del laboratorio. Estoy solo en medio de cristales rotos, restos de cascarón y con el agua a mitad del muslo.

– ¿Hay alguien aquí? -intento gritar, y me sorprende comprobar que no puedo articular ningún sonido. Tengo agua en la garganta. Parece ser que llevo más de un minuto sin respirar.

Enfadado por el hecho de que debería haberme dado cuenta de elio antes, me inclino sobre un sillón destrozado y practico una auto-Heimlich. Las maniobras Heimlich para dinosaurios se practican mucho más arriba que en los humanos, pero es algo que aprendí hace mucho tiempo y de la peor manera… No pregunten, no pregunten. Lanzo un chorro de agua que aterriza a un metro de distancia, lo que añade unos cuantos milímetros a los charcos y puedo volver a respirar aire bueno y rancio.

– ¿Hay alguien aquí? -vuelvo a intentarlo con la voz más débil de lo que me gustaría, pero al menos funciona. No hay respuesta, excepto por el chirrido de los altavoces. Es un alivio que estén colocados en la parte superior de las paredes. Sus chispas no alcanzan a entrar en contacto con este centro acuático de reciente formación; de otro modo, en este momento yo estaría iluminado como el árboi de Navidad del Rockefeller Center.

Asegurándome de permanecer alejado de otras zonas peligrosas, consigo salir del laboratorio y regresar a los húmedos corredores de la clínica, que han sido limpiados a fondo vía inundación. La violenta corriente ha eliminado la suciedad de las paredes. Mientras avanzo voy gritando nombres, y cuando ya he examinado algunas habitaciones vacías y comienzo a preocuparme de ser el único que haya podido salir con vida del laboratorio, escucho un «¿Vincent?» de alguien que me llama desde un corredor paralelo. Acelero el paso…

Encuentro a Glenda en el suelo, en medio de su propio charco. Sonríe, resollando. Su pico de hadrosaurio está cubierto por una mezcla de agua y gotas de sangre.

Judith McBride también está allí, flácida y sin vida, encima de un gastado escritorio de roble. Los brazos cuelgan a ambos lados, las piernas están dobladas en un ángulo imposible, la cabeza está vuelta en la otra dirección.

– ¿La alcanzó la inundación? -le pregunto a Glenda. -La alcancé yo -dice Glenda, acercándose a Judith y haciendo girar la cabeza de la viuda hacia mí. Tres grandes mordiscos desfiguran la carne del cuello. Los largos cortes resultan perfectamente visibles y la mayor parte de la sangre ha sido arrastrada durante los últimos minutos. Estoy seguro de que no sufrió, de que todo terminó para ella en un instante-. Ella lo sabía, Vincent. La muy zorra tenía que morir.

– Hiciste bien -digo. No quiero que Glenda sienta ningún remordimiento por lo que ha hecho. Matar a alguien, aunque sea humano, puede resultar duro para el corazón y la mente. A pesar de la actitud indolente que muestra ahora, a Glenda no le resultará fácil conciliar el sueño en los próximos meses-. Venga -le digo, palmeándole la espalda-. Ayúdame a buscar a los demás.

Registramos el edificio hasta bien entrada la noche, sin dejar una habitación, una mesa o una cubeta sin examinar. La clínica es un lugar increíble, un hormiguero de pasadizos y habitaciones enclaustradas. El agua lleva los cadáveres de centenares de engendros flotantes, incluso aquellos que Glenda dejó con vida han sido arrastrados por el oleaje.

A la una de la mañana encontramos al doctor Vallardo; tiene el pellejo de color rojo, y el cuerpo grueso e hinchado por el peso del agua. De alguna manera se quedó encerrado dentro de un trastero y no pudo escapar a la furia del agua. Tal vez su peso le impidió salir a la superficie o quizá su torpe cola. En cualquier caso, está muerto y no tiene mucho sentido discutir las causas.

La boca está llena de porquerías arrastradas por el agua -vitelo, trozos de cascarón, placenta-, y las quitamos para simplificarles el trabajo a los extraños. No hay necesidad de confundirles haciendo que investiguen lo que pasaba en la clínica. El cupo ha sido cubierto por un tiempo y la investigación que seguramente realizará el Consejo dragará suficiente fango para Henar diez de esos tanques. Arrastramos el cuerpo de Vallardo hasta la habitación donde se encuentra Judith McBride y lo colocamos junto a ella. Es un acto purameníe altruista; para los equipos de limpieza resulta todo más fácil si todos los cadáveres se encuentran en el mismo lugar.

Dan las dos de la mañana; luego las tres; luego las cuatro. Glenda y yo hemos registrado todo el edificio, de arriba abajo, de derecha a izquierda.

– Separémonos y volvamos a intentarlo -sugiero, y Glenda sabe que no merece la pena discutir conmigo.

Jaycee y su bebé no aparecen por ninguna parte. No estoy furioso. No estoy preocupado. Soy sólo un tío normal, haciendo su trabajo. Me duele la garganta.

Cuando comienza a amanecer ya hemos revisado el edificio tres veces, y no hay nada más que hacer. Así es como quiero que sea. Es la única manera que no me hace daño.

Después dejo caer una bolsa desintegrad ora sobre el cadáver de Vallardo, y repito la maniobra con el cuerpo de Judith McBride, a pesar de que ella jamás fue realmente un dinosaurio. Glenda me convence de que si aún no hemos encontrado a Jaycee en el interior de la clínica, nunca la encontraremos. Estoy seguro de que ella espera que yo discuta, que presione para que sigamos la búsqueda, que la envíe a inspeccionar nuevamente los interminables pasillos y habitaciones, pero no lo hago. Acepto su decisión, aunque sólo sea porque es la misma a la que han llegado sin ayuda de nadie las partes más racionales de mi cerebro. Si Jaycee no está aquí, Jaycee no está aquí. En este momento no puedo pensar en lo que eso significa; no quiero pensar en lo que podría significar.

– Ella seguramente consiguió salir de aquí de alguna manera -sugiere Glenda con voz suave, con un tono racional y protector. Milagrosamente, no está maldiciendo a nadie (la súbita inundación debe de haber lavado su boca), pero apenas si soy capaz de registrar esta victoria de la etiqueta y las buenas costumbres.

– Sí -contesto, y espero que tenga razón.

– Jaycee probablemente escapó y regresó a su apartamento. Tal vez puedas encontrarla allí.

– Si -contesto. Sé que se equivoca. Que yo sepa, Jaycee se ha largado de la ciudad, del país, del mundo. Jamás volveré a ver a Jaycee Holden.

– Vamos -dice Glenda, y la dejo que me ponga el disfraz, que luego me coja del brazo y que me saque de esa habitación, de la clínica, hacia las brillantes calles del Bronx que comienzan a despertarse a una bulliciosa mañana de otoño. El sol arranca destellos de los coches abandonados y de los semáforos rotos, y hace que todo brille con su resplandor.

__Lo ves, Vincent -dice Glenda mientras nos alejamos calle abajo, tratando de añadir un brinco a cada paso, un alegre tropezón en cada tramo-. En una mañana como ésta, incluso el Bronx está lleno de esperanza.

EPÍLOGO

Ha pasado un año y la agencia de investigación privada de Watson y Rubio se ha convertido en la agencia de investigación privada de Rubio y Wetzel. Me llevó algunos meses, pero finalmente permití que los rotulistas quitasen el nombre de Ernie de la ventana exterior de la oficina, aunque hice que lo dejaran en la puerta de lo que en otra época fue su despacho. Lo miro todos los días. Glenda y yo estamos jugando en primera división, trabajando a destajo para ocuparnos de todos los casos que llegan a nuestras manos. De hecho, tenemos que derivar algunos de ellos, pero cada uno al que decimos «no, gracias» me golpea como una aguda punzada de hambre, como si me recordase que hubo un tiempo en el que no tenía absolutamente nada en la nevera salvo una botella de ketchup y un manojo de albahaca.

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