Harry vaciló un momento y luego se dejó caer en su sillón. La asamblea continuó en silencio. Steve Josephson alargó el brazo y le dio una cariñosa palmada en la mano.
– Gracias -le dijo con voz entrecortada-. Gracias por haberlo intentado.
Y de pronto estalló la ovación. Empezó por las filas del centro hasta hacerse casi unánime. Todos se pusieron en pie y algunos incluso prorrumpieron en vítores. Otros dieron aprobatorios golpecitos en el respaldo del sillón de delante.
Caspar Sidonis siguió sentado, muy rígido. Su perpetuo bronceado había enrojecido. Los otros miembros de la comisión se rebulleron en sus sillones, visiblemente incómodos.
– Al parecer, esta propuesta hiere muchas sensibilidades -dijo Sidonis en cuanto logró que de nuevo se hiciese el silencio en el auditorio-. Sugiero que aplacemos el debate hasta que la comisión pueda volver a reunirse con la dirección de riesgos y reconsidere la cuestión.
– ¡No! ¡Votemos ahora! -gritó uno.
– ¡Lo que yo propondría es que volvamos a votar todas las propuestas! -clamó otro.
Todos los asistentes empezaron a hablar y discutir al mismo tiempo. Sidonis, perplejo y no demasiado seguro de saber controlar la situación, miró en derredor en busca de apoyo. Lo encontró en el jefe de personal médico, un fornido cirujano ortopeda, ex defensa de cierre que llegó a jugar, en dos ocasiones, con el equipo de rugby de los All-American en Pennsylvania.
– ¡Ya está bien! ¡Hagan el favor de tranquilizarse! -bramó el jefe de personal-. Ya está bien. Cálmense. Quiero expresar mi agradecimiento al doctor Sidonis y a su comisión por la gran labor realizada. Parece, sin embargo, que la última propuesta suscita suficiente polémica como para aconsejar reconsiderarla. Ya sé que la cuestión de redistribuir competencias no es fácil. Quisiera agradecerles a los miembros de la comisión su valentía al plantearla, y a los médicos no especialistas su comprensión. Vamos… ¡no sean infantiles! -añadió al oír que dos médicos lo abucheaban-. Le encomendamos al doctor Sidonis y a la comisión una labor y han cumplido con ella. Creo que merecen nuestro aplauso.
Aunque a regañadientes, buena parte del personal médico aplaudió. La asamblea concluyó con unas palabras de elogio por el duro trabajo de la comisión Sidonis, y con el ruego de que reinase la unidad entre el personal.
– Ustedes, los facultativos de medicina general, son todavía el fundamento de nuestro sistema de sanidad -dijo-. No lo olviden.
Aunque Harry aceptó los apretones de manos y las felicitaciones de Doug Atwater, de Steve Josephson y de otros colegas, era consciente de que, si bien había ayudado a que los médicos de familia salvasen la cara, su rango había sufrido un rudo golpe. El clamoroso apoyo a su intervención no lo había impedido.
Se abrió paso entre los asistentes y enfiló hacia la salida situada junto al escenario del auditorio. Iba ya a trasponer la puerta cuando Caspar Sidonis lo abordó. Por un momento, Harry pensó que el ex boxeador fuese a pegarle.
– Disfrute de su pequeño show mientras pueda, Corbett -le dijo Sidonis-. No va a servirle para cambiar nada. Siempre va usted de sabihondo, pero esta vez le ha tocado un hueso duro de roer.
Y, sin decir más, Sidonis dio media vuelta y se alejó.
– ¿Qué? ¿Te ha invitado a tomar el té, Harry? -preguntó Doug Atwater.
– No sé qué le pasa a este individuo conmigo -contestó Harry con una forzada sonrisa-. Hay algo soterrado que no acabo de captar.
– Pues olvídalo -le aconsejó Doug-. Vamos, te invito a una Coca-cola. Eres un tipo formidable, Harry; formidable de verdad.
A media mañana Harry terminó de dictar dos pliegos de descargo, salió del hospital y fue a pie a su consultorio de la calle 116 Oeste, que estaba a seis manzanas de allí.
El cielo estaba despejado y no hacía frío, sólo un estimulante fresquito. Sin embargo, a pesar del buen tiempo, volvió a sentir la pertinaz lasitud que lo había invadido durante meses. Era una sensación que no había experimentado nunca, ni siquiera durante el año durante el que el dolor de las heridas de guerra lo tuvo postrado. Lo que más lo desalentaba era no poder sobreponerse.
Iba tan distraído que, al cruzar Lexington Avenue, lo deslumbró el sol y estuvo a punto de darse de narices con un camión de la Federal Express.
No podía ir más despistado.
– ¡Eh, doctor, aquí!
Un taxista que acababa de dejar a un cliente, le hizo señas desde el otro lado de la calle. Tardó unos instantes en recordar que era el esposo de una de sus pacientes de obstetricia (una de sus «últimas» pacientes de obstetricia, pensó con tristeza).
– Hola, señor Romero. ¿Qué tal el niño? -se interesó en cuanto llegó junto al taxi.
El taxista alzó el pulgar con una franca sonrisa de satisfacción.
– ¿Quiere que lo lleve a algún sitio? -le preguntó.
– No, no, gracias, señor Romero. De verdad.
El taxista volvió a sonreírle y se alejó.
El breve encuentro le levantó un poco el ánimo a Harry, que siguió su camino a un paso algo más vivo. Junto a la boca de incendios del edificio en cuya planta baja tenía Harry su consultorio, estaba aparcado un Mercedes descapotable de chillón color amarillo. Phil Corbett le sonreía sentado frente al volante.
– ¡Puñeta! -masculló Harry.
No es que tuviese nada contra su hermano menor; por el contrario, era sólo que había días en los que le resultaba más difícil soportarlo. Y aquél era uno de esos días.
– Un Doscientos veinte SL, como nuevo, con veinticinco mil kilómetros -dijo Phil, que le hacía señas para que subiera-. Acaba de llegar a una de mis tiendas, pero no he querido venderlo y me lo he quedado. ¿Tienes idea de lo que vale nuevo? Menudo chollo.
La formación académica de Phil había concluido al mes de ingresar en la Universidad Municipal. La dejó para emular a Harry y alistarse en la Armada. Tres años después, volvió a vestir de paisano y empezó a trabajar en la venta de coches. Era una profesión hecha a la medida para su fácil sonrisa, su mente ordenada y su perpetuo optimismo. Cinco años después de su primera venta, le compró la tienda al propietario y, a partir de ahí, empezó su expansión. Ahora, «seis tiendas después», tenía a dos hijas y a un hijo en un colegio privado, una esposa encantadora -que no podía gastar todo lo que él ganaba aunque se lo propusiera- y era socio de uno de los más selectos clubes deportivos de Nueva Jersey. Tampoco tenía problemas por lo que a las cuestiones importantes de la vida se refería (por la sencilla razón de que nunca se hacía preguntas trascendentes).
– Ochocientos setenta y tres mil cuatrocientos noventa y dos dólares con setenta y tres centavos -dijo Harry-, antes de impuestos… ¿Has ido a ver a mamá?
– Iré mañana. ¿Cómo sabes el precio del coche?
– No lo sé. Son los ingresos brutos de toda mi vida. Estuve en casa el martes y no me reconoció.
– Supongo que es la ventaja de haber tenido todos esos ataques al corazón.
– Muy gracioso.
Phil le dirigió a su hermano una escrutadora mirada:
– ¿Te encuentras bien, Harry? Tienes muy mal aspecto.
– Gracias.
– Bueno, pues… tú mismo. Tienes bolsas en los ojos, y te has vuelto a comer la uña del dedo gordo.
– Tengo muchas preocupaciones, Phil -replicó Harry mirando el reloj-. Dentro de dos minutos tengo el primer paciente.
– ¿Se puede saber a qué se deben tantas preocupaciones? ¿A Evie? ¿Cuándo la operan?
– Dentro de unos días.
– Saldrá bien. Es de… de hierro… o por lo menos de piedra sí es…
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