Michael Palmer - Tratamiento criminal

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La víspera del día en que Evie va a ser operada, su esposo, el doctor Harry Corbett, va al hospital con la esperanza de reconciliarse con ella tras una época de indiferencia y mutismo. Pero cuando llega a la habitación de Evie ya es demasiado tarde. Sin nada que hubiese podido hacer temer por su vida, Harry se la encuentra muerta y se convierte así en el único sospechoso del asesinato. Unos días más tarde, sin embargo, la mano asesina vuelve a actuar de modo tan audaz como desafiante, pero sólo el doctor Corbett sospecha que las muertes no se están produciendo por causas naturales. Empieza aquí una lucha desesperada para desenmascarar al monstruo homicida que tiene en jaque a todos los pacientes del hospital.
Michael Palmer ha conseguido una sobrecogedora novela de intriga médica, un impresionante thriller protagonizado por el médico más siniestro aparecido en la literatura de terror desde los tiempos de Hannibal Lecter.

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– Vaya -dijo Joe, que notó que el ATS tenía un leve acento extranjero-. ¿De dónde es usted?

El ATS le sonrió mientras preparaba los tubos y la aguja. En la plaquita de plástico azul del nombre, que llevaba prendida en la bata, decía «G. Turner, Flebotomista». Joe trató de ver más datos en la tablilla que llevaba en la mano izquierda, pero la primera hoja estaba doblada hacia arriba y le fue imposible leer nada.

– ¿Se refiere a mi país de origen? De Australia, pero vivo en Estados Unidos desde niño. Tiene usted muy buen oído para los acentos, señor Bevins.

– Antes de enfermar enseñaba inglés.

– Aja. Claro -dijo Turner, que miró un momento hacia la puerta, que había dejado entreabierta al entrar-. Bueno… ¿vamos allá?

– Sí, pero tenga cuidado con mi shunt.

Turner le levantó a Joe el antebrazo derecho y pasó los dedos suavemente por encima del shunt de la diálisis (el firme y distendido vaso creado al unir una arteria y una vena). Turner tenía los dedos largos y cuidados. Joe pensó que debía de tocar el piano y tocarlo bien.

– Lo haremos con el otro brazo -dijo Turner, que fijó un torniquete de látex a unos ocho centímetros del codo de Joe y tardó mucho menos que la mayoría de los ATS en localizar una vena adecuada-. Parece sobrellevar usted todo esto muy bien. Así me gusta -añadió a la vez que se ponía los guantes y le frotaba con alcohol el derredor del punto de la vena elegido.

– No son los médicos quienes me mantienen vivo -dijo Joe-. Es mi actitud.

– Lo creo. Voy a utilizar una aguja muy fina. Trata la vena con más mimo.

Antes de que Joe pudiera decir nada, la fina aguja, conectada a un delgado catéter, estaba ya en la vena. La sangre fluyó al catéter. Turner acopló una jeringuilla al extremo del catéter e inyectó una pequeña cantidad de un líquido de color claro.

– Esto es sólo para limpiar -le indicó Turner, que aguardó quince segundos, extrajo una jeringuilla de sangre, retiró la fina aguja y presionó en el punto del pinchazo-. Perfecto. Estupendo. ¿Se siente bien?

«Estoy perfectamente.»

Joe estaba seguro de haberlo dicho, pero no había sido así. El hombre que estaba junto a su cama le sonreía con expresión indulgente, sin dejar de presionar con el dedo en el punto por el que le había insertado la aguja.

«Estoy perfectamente», trató de volver a decir Joe.

Turner le soltó el brazo y volvió a dejar la aguja y el tubo en su caja metálica.

– Buenos días, señor Bevins -le dijo-. Gracias por su colaboración.

Casi ya el pánico se había apoderado de Joe al darse Turner la vuelta y salir de la habitación. Se notaba raro, como si flotase. El aire de la habitación se adensaba. Algo le ocurría, y algo horrible. Trató de pedir auxilio, pero tampoco esta vez le salió la voz. Intentó ladear la cabeza para llamar a las enfermeras. Veía colgar el cordón por el rabillo del ojo, pero estaba paralizado. No podía hacer el menor movimiento, ni siquiera respirar. Tenía el cordón de llamada a menos de un metro. El brazo no le respondió al tratar de alargarlo. El aire se hacía cada vez más irrespirable y Joe notó que empezaba a perder el conocimiento. Moría ahogado en aire y no podía hacer nada, nada en absoluto.

El artesonado del techo empezó a velarse y luego a oscurecerse, hasta quedar sumido en una negra «niebla. A medida que aumentaba la oscuridad remitía el pánico de Joe.

Desde el otro lado de la entornada puerta de su habitación, oyó el carrito de las comidas, que rehacía el camino por el pasillo hacia la cocina. Le llegaba el aroma de la comida.

Tras veintiuna hospitalizaciones en el Parkside -casi todas ellas en la planta número 5-, estaba en condiciones de asegurar que eran las once y cuarto.

* * *

Siete de las diez sillas de la sala de espera del consultorio de Harry estaban ocupadas. Sólo para los nietos de Mabel Espinoza necesitaban tres.

Harry tenía la satisfacción de que Mabel, una octogenaria, luciese una sonrisa que, pese a sus muchos padecimientos de todo orden, no se había borrado de su rostro desde hacía mucho tiempo. Tenía hipertensión, disfunción vascular, hipotiroidismo, retención de líquidos, propensión a las comidas fuertes y una gastritis crónica.

Durante años, Harry la mantenía a flote casi a base de placebos y buenos consejos. El caso era que funcionaba y, gracias a ello, Mabel podía ocuparse de sus nietos y su hija no había perdido el trabajo. En el mundo de un director de relaciones médicas de la Hollins /McCue Pharmaceuticals, no había ninguna «Mabel» como aquélla, se dijo Harry.

Mary Tobin que, por así decirlo, era «recepcionista-gerente» del consultorio de Harry, miró hacia la sala de espera desde su cubículo de paredes de cristal. Era una fornida mujer de color, abuela por partida múltiple, que llevaba con Harry desde su tercer año de ejercicio de la medicina, y muy extrovertida respecto de aquellos temas sobre los que tenía opinión (y la tenía sobre casi todos).

– ¿Cómo fue la asamblea? -preguntó al entrar en su pequeño feudo para consultar la agenda.

– ¿Asamblea?

– Sí, el follón ese.

– Ah… Pues digamos que durante todos estos años ha trabajado usted para un barítono y, de ahora en adelante, trabajará para un tenor -explicó Harry.

Mary Tobin sonrió. Le hizo gracia la imagen.

– ¡Qué sabrán ellos! No podrán con usted, doctor Corbett -dijo ella-. Ha superado momentos más difíciles, y siempre acaba por encontrar la salida.

– Magnífico. Repítamelo muchas veces. ¿Tengo llamadas?

– Sólo su esposa. Ha llamado hace media hora.

– ¿Le ocurre algo?

– No, creo que no. Me ha dicho que la llame al trabajo.

Harry enfiló hacia su despacho, que se encontraba al final de sus tres salas de reconocimiento. Además de Mary Tobin, trabajaba con él, desde hacía cuatro años, una joven enfermera llamada Sara Keene y una asistente de enfermería que debía de hacer la número veinte que había contratado. A una de esas veinte la tuvo que despedir por robar, el resto se habían marchado al quedar embarazadas o para ganar más. Sara levantó la cabeza y lo saludó al verlo pasar frente a su mesa.

– Me he enterado de lo ocurrido en la asamblea, doctor Corbett. No se preocupe -lo animó la enfermera.

– Si vuelve a decirme alguien que no me preocupe, acabaré por preocuparme -dijo Harry.

Su despacho personal era una espaciosa estancia exterior del que fuera un elegante edificio de apartamentos. Además de la mesa y las sillas de nogal, tenía una plataforma de footing. La había utilizado para pruebas de estrés cardíaco hasta que, en vista de cómo estaba el patio, por lo que a las indemnizaciones por imprudencia profesional se refería, optó por renunciar a las pruebas. Ahora aprovechaba la plataforma para hacer ejercicio. Las paredes del despacho, en las que antes había paneles de lo que Evie llamaba «pino barato», las pintaron de blanco a petición suya. Tenía enmarcados los consabidos diplomas, certificados y menciones, además de algo que muy pocos médicos podían exhibir: la Medalla de Plata de Vietnam. Había también tres óleos contemporáneos, elegidos por Evie, los tres abstractos, aunque ninguno de los tres fuese del gusto de Harry, que no los habría elegido nunca, de haberlo dejado Evie. Sin embargo, a la mayoría de sus pacientes parecían gustarles.

Encima de la mesa había también tres fotografías enmarcadas. En una estaba Harry con sus padres en la ceremonia de entrega de diplomas de la Facultad de Medicina, en otra aparecía Phil con Gail y los niños y en la tercera estaba Evie (un retrato de estudio, en blanco y negro, hecho por uno de los fotógrafos más afamados de la ciudad).

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