– No empieces otra vez, Phil.
– No he dicho nada malo.
– Pero poco te ha faltado.
– ¿Qué voy a tener yo en contra de mi cuñada? Me llama y me pide que la ayude a convencer a mi hermano para que acepte el empleo que le ha ofrecido una empresa de productos farmacéuticos. Y yo le digo que, aunque el puesto es importante y atractivo, y quizá mejor remunerado, creo que mi hermano debe decidir, por sí mismo, si desea abandonar el ejercicio de la medicina para avalar píldoras y redactar anuncios para la publicidad en revistas. Y va y me llama cabrón egoísta, envidioso de que mi hermano se abra camino. Bueno, pues, desde entonces, apenas me ha dirigido la palabra. ¿Qué voy yo a tener en contra de mi cuñada?
– Era ella quien tenía razón, Phil. Debí aceptar el empleo.
– Mira, Harry, ¿sabes lo maravilloso que es que acudan a ti pacientes y que puedas ayudarlos?
– Ya no es así.
– Vamos… Tienes cuarenta y nueve años y yo cuarenta y cuatro, por tanto es a mí a quien le toca eso de la crisis de la mediana edad. Tú tienes que haberla dejado atrás hace mucho.
– Por lo visto no es así. No sé, Phil, es como… si me costase demasiado aceptar las cosas como son en mi vida. Quizá no me haya fijado metas suficientes o… vete a saber. Ahora me siento como si no tuviese nada por lo que luchar. Debí aceptar el empleo. Por lo menos habría tenido que afrontar nuevos objetivos.
– Eres un gran profesional, Harry. Lo que ocurre es que ese condenado cumpleaños que se te echa encima te tiene deprimido. Lo de empezar por cinco… se encaja mal.
– Bueno, Phil, bueno. No es necesario que me lo recuerdes.
Harry sólo había hablado en una ocasión de la «maldición de los Corbett». Y como era de esperar, Phil se mostró tajante en que no debían hacer el menor caso de la supuesta maldición.
Resultaba que, un primero de septiembre, su abuelo paterno, que hacía sólo unos meses había cumplido los setenta, murió de repente de un ataque al corazón. Veinticinco años después, exactamente veinticinco años después, su padre tuvo su primer ataque cardíaco. Tenía sesenta años y cinco semanas, y fue también un primero de septiembre. Para Harry, el hecho de que no muriese aquel mismo día fue tan trágico como irrelevante. Los dos años que sobrevivió, postrado por la enfermedad, fueron un auténtico infierno para todos.
Primero de septiembre… La fecha se le había quedado grabada a Harry desde que su padre tuvo aquel ataque al corazón. Pero después de asistir a un ciclo de conferencias sobre cardiología, más que grabada, aquella fecha la tenía marcada a fuego en la cabeza.
«Puede deberse a factores ambientales o genéticos -había dicho el cardiólogo-. Posiblemente a una combinación de ambos factores. Pero a menudo nos encontramos con una especie de secuencia familiar que llamamos la "Ley de las Décadas". Dicho sencillamente, un hijo suele sufrir su primer ataque diez años más joven que su padre. Es obvio que hay excepciones a esta "ley". No obstante, compruébenlo. Si se encuentran con alguien que ha sufrido su primer ataque al corazón a los cincuenta y cuatro años, y tiene antecedentes familiares, es muy probable que su padre tuviese su primer ataque a los sesenta y cuatro (no a los sesenta y tres ni a los sesenta y cinco). A los diez años exactos…»
– Físicamente sí te encuentras bien, ¿no, Harry? -preguntó Phil-. ¿Estás bien, no?
– Claro que sí, Phil. Me encuentro perfectamente. Quizá lo que me ocurre es que llevo casi tres años sin tomarme dos semanas seguidas de vacaciones. Tengo el coche casi para el desguace y…
– Bueno, pues aunque no te lo creas, ésa es, en realidad, una de las razones por las que he venido. Tengo una oferta extraordinaria para ti: un Doscientos veinte nuevo a precio de coste. No a ese precio de coste que le decimos a todo el mundo que se lo vendemos. A auténtico precio de coste. Un Mercedes nuevo. Ya sabes que a Evie le encantan. Y, quién sabe, puede que ella incluso lo…
– ¡Phil!
– Está bien, está bien. Eres tú quien ha dicho que necesitabas nuevas metas.
Harry abrió la puerta del «tragamillas» y bajó por el lado de la calzada.
– Un beso a Gail y a los niños -dijo.
– Me dejas preocupado, Harry. Estoy acostumbrado a verte de buen humor, tanto que, a veces, hasta me ríes las gracias.
– Es que hoy no has estado gracioso, Phil.
– Dame otra oportunidad. ¿Qué tal si almorzamos juntos la semana que viene?
– Espera a ver cómo evoluciona lo de Evie.
– De acuerdo. Y no te preocupes, Harry. Si realmente es eso lo que necesitas, estoy seguro de que algo se te presentará que te ilusione.
* * *
Después de haber ingresado en veintiuna ocasiones en el hospital Parkside, Joe Bevins podía precisar la hora que era sin necesidad de reloj. Le bastaba con los ruidos y con los olores que le llegaban desde el pasillo. Incluso conocía a algunas de las enfermeras y a otros miembros del personal por sus pisadas, especialmente en el pabellón número 5. Casi siempre conseguía que, al ingresarlo, lo enviasen allí.
El personal de aquel pabellón era el más amable del centro y el que sabía atender mejor a los pacientes con insuficiencia renal crónica, sometidos a diálisis. Por otra parte, las habitaciones del lado sur de aquella planta eran las que más le gustaban porque tenían vista al parque y se veía a lo lejos el Empire State.
No era un tipo de vida muy agradable tener que acudir al centro tres veces por semana para que lo conectasen a la máquina de diálisis, o que lo ingresasen de urgencia en el hospital cada vez que tenía un fallo circulatorio, se le declaraba una infección, se le desmandaba el azúcar, sufría arritmia o se le inflamaba tanto la próstata que no podía orinar. Pero con setenta y un años, con diabetes e insuficiencia renal, era como aquello de «a caballo regalado no le mires el dentado».
Desde su habitación oyó traquetear dos camillas por el pasillo; dos pacientes que regresaban de sus respectivas sesiones de terapia: una mujer de cierta edad, sin familia, a la que habían amputado las dos piernas por gangrena. Ahora se limitaban a tenerla allí, en espera de que hubiese cama libre en alguna residencia. «Podría ser peor -se decía Joe-. Mucho peor.» Por lo menos, él tenía a Joe Jr., a Alice y a los niños. Por lo menos, a él lo iban a visitar.
* * *
Joe Bevins miró hacia la cama contigua. El paciente que la ocupaba -veinte años más joven que él- estaba en el quirófano porque en aquellos momentos lo operaban del estómago, de un maldito cáncer.
«¡Menuda!», pensó Joe. Por mal que estuviese, no debía olvidar nunca que podía ser peor.
Notó que había alguien frente a su puerta antes de oírlo aclararse la garganta. Al darse la vuelta, vio a un ATS con la bata blanca, allí de pie, ajustando unos tubos a una especie de cesta metálica.
– Usted debe de ser nuevo -dijo Joe.
– Sí, pero no se preocupe porque hace mucho tiempo que desempeño este trabajo.
Era un cuarentón. Le sonreía. A Joe le pareció que tenía una cara afable. Quizá no fuese una persona simpatiquísima pero tampoco daba la impresión de ser uno de esos profesionales quemados y adustos.
– ¿Para qué es ese monitor? -preguntó Bevins.
Los médicos siempre le decían a Joe qué pruebas iban a hacerle porque sabían que le gustaba enterarse. Los tres especialistas de la planta habían hecho ya su diario recorrido de visitas, y ninguno había dicho nada de análisis de sangre.
– Esto es un detector HTB-R veintinueve de anticuerpos -repuso el ATS a la vez que dejaba el detector encima de la mesilla de noche-. Ha surgido un brote infeccioso en el hospital y, por consiguiente, estamos reconociendo a todos los pacientes con problemas renales o pulmonares.
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