Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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– Tiene que hacerlo -terció Stern-. Lo decidimos anoche.

– No, qué mierda. -Se levantó, se puso los calzoncillos y le tomó el brazo-. ¿Cómo sabes que Schörner no te espera para interrogarte? ¿Qué mierda le dijo al de la Gestapo que fue a interrogar a Wojik?

– Qué sé yo -dijo Anna mientras se abrochaba el cinturón-. Pero si no voy, vendrán a buscarme y nos matarán a todos. Además, tengo que llevar el tubo de oxígeno a la Cámara E.

– Anna, ese tubo no es tan importante como…

– Basta. -Le tomó la mano. -Si no ha sucedido lo peor, volveré mucho antes de las ocho. -Se alzó en puntas de pie y lo besó en la boca. -No te preocupes por mí. Y no te asomes durante el día. Tampoco usted, Herr Stern. Cuento con que ustedes me sacarán de aquí.

Stern miró a McConnell:

– ¿Qué significa esto?

Anna sonrió y subió la escalera rápidamente. Salió sin mirar atrás. McConnell se puso los pantalones grises de su uniforme de SS.

– La llevaré conmigo. ¿Tiene algún problema?

Stern se encogió de hombros:

– Eso queda entre usted y la Marina Real, doctor. Claro que su esposa tal vez quiera opinar al respecto.

– Váyase a la mierda.

38

Anna se dio cuenta de que algo andaba mal apenas su bicicleta pasó los últimos árboles grandes en el camino que terminaba en el portón principal de Totenhausen. No sólo habían reforzado la guardia sino que los vigías de las torres apuntaban sus reflectores hacia los árboles aunque la pálida luz invernal iluminaba la ladera. Cuando se detuvo en el portón, los hombres cambiaron miradas extrañas pero no la detuvieron. ¿Por qué habrían de hacerlo? Iba derecho a la cueva del león.

Había resuelto que si el comandante Schörner la interrogara, su primera defensa sería decir que sólo obedecía sus órdenes. Le había dicho que lavara al paciente, no que se quedara con él toda la noche. Tal cual: lo había dejado razonablemente limpio y dormido. Si él insistía, fingiría indignación: ella era enfermera civil, no auxiliar de las SS. La investigación médica era una cosa, pero la tortura era otra muy distinta. ¿Era un delito no poder soportar esas cosas?

Giró para bordear el microcine. Aparte de las guardias reforzadas y los reflectores, la actividad en el campo parecía normal. No había señales de los vehículos SS de Peenemünde. Tal vez el coronel Beck y el torturador de la Gestapo ya habían partido. Tal vez todo estuviera bien. Se aferró a ese pensamiento hasta doblar la esquina del cine.

Una mujer desnuda pendía del árbol de castigos. Estaba colgada de las manos, que le habían atado a la espalda para que al alzarla se le dislocaran los hombros. Estaba cubierta de sangre del cuello a la cintura y sus piernas estaban amoratadas. Por un instante, Anna pensó que el sargento Sturm por fin había logrado matar a Rachel Jansen, pero al seguir su camino hacia el hospital vio que no era ella. Esa mujer era rubia. Su pelo parecía oscuro debido a la sangre que lo manchaba.

– Dios mío, no -susurró al detenerse frente a la puerta del hospital.

La muerta era Greta Müller.

Las manos de la joven enfermera estaban atadas a la espalda y su cuerpo oscilaba lentamente, colgado de la barra superior. Anna sabía que era imprudente mirarla, pero no podía apartar la vista. Del cuello de Greta pendía un círculo de papel. Un blanco para el pelotón de fusilamiento. Las balas habían destrozado el papel y también el pecho de Greta.

Su instinto le decía que era el momento de huir, de alejarse del campo lo más rápidamente posible. Pero, ¿adonde huir? Tal vez en ese preciso instante Schörner estuviera mirándola. Sabía que debía entrar en el hospital, pero sus piernas se negaban a llevarla. El cuerpo de Greta contaba una historia larga y terrible. Las magulladuras indicaban dónde habían comenzado las preguntas. Quemaduras en el brazo izquierdo: el interrogatorio se volvía más intenso. Laceraciones en los muslos: los perros de Sturm habían tenido su oportunidad antes del fin.

– ¿Por qué a Greta? -dijo en un susurro casi infantil.

Echó una ojeada a la Appellplatz. Sabía que si aparecían Schörner, Sturm o Brandt no podría contenerse: Pedazo de animales, ¿Por qué a ella? ¡Yo soy la traidora! ¡Yo soy la espía! Ya hablaba en voz alta cuando oyó un gruñido desde la puerta del hospital:

– ¡Adentro, pedazo de idiota!

La cara de rata de Ariel Weitz estaba blanca de pavor.

– ¡Deje de mirarla y póngase a trabajar!

Al ver que Anna no obedecía, la aferró del brazo, la arrastró al interior y por el pasillo de la derecha hasta un consultorio desocupado.

– ¡Contrólese! -dijo, sacudiéndole los hombros con violencia-. Firmará su propia sentencia si no actúa normalmente. Y la mía.

– No entiendo nada -gimió Anna-. ¿Qué pasó?

– ¿Usted qué cree? La torturaron toda la noche y después la fusilaron.

– ¿Por qué? Si no hizo nada.

La cara de Weitz se crispó en una mueca de furia salvaje.

– ¿Qué cree que pasó anoche después que usted se fue? ¡Abandonó su puesto y murió ese polaco idiota! Schörner quería sangre. Y yo que pensaba que no había nada peor que Sturm. Por Dios, cuando Schörner pierde el control…

– Pero, ¿por qué Greta?

Weitz alzó las manos:

– ¿Por qué? Porque Schörner se puso a delirar sobre la seguridad y la traición y qué sé yo. No creyó que Miklos murió de muerte natural.

– Pero, ¿por qué no mandó buscarme?

– ¡Iba a hacerlo! -Weitz hizo rechinar los dientes. -Iba a mandar a Sturm. Yo sabía que si la interrogaban era el fin de nuestros planes. No me quedaba alternativa. Tenía que darles otro nombre.

– ¿De qué está hablando? -preguntó, atónita.

– Le dije a Schörner que vi a Greta entrar en la morgue antes que llegara usted. Insinué que pudo ser ella quien lo mató.

– ¡No!

– ¡Claro que sí! -En sus ojos brillaba una chispa demencial. -Le dije que la había visto en Dornow hablando con tipos sospechosos que parecían polacos. Toda una sarta de mentiras… ¡para salvarla a usted!

– ¡Pero Greta no sabía nada! ¿Por qué la mataron?

– ¡Pedazo de estúpida! Ellos creían que sí sabía. La torturaron hasta que no pudo gritar más y después la fusilaron para escarmentar a los prisioneros.

Las piernas de Anna cedieron, y hubiera caído, pero Weitz la llevó a los empellones hacia un taburete.

– No puedo seguir con esto -sollozó-. Es demasiado.

– Suerte que Miklos murió -dijo Weitz-. Él sí que habría cantado. Yo mismo lo habría matado, sólo que no tuve la oportunidad. Dígame, ¿cuándo atacarán el campo?

Anna se cubrió la cara con las manos. Lágrimas histéricas desbordaban de sus ojos, y el grito pugnaba por salir de su garganta. Horas antes había vislumbrado la posibilidad de una vida después de ese lugar, una luz de cordura más allá de la demencia. Puras ilusiones. La noche anterior, al abandonar su puesto, había condenado a su amiga a una muerte inenarrable…

– ¿Cuándo? -insistió Weitz.

Anna crispó los puños para controlar el temblor de sus manos. Sólo la furia le permitiría superar el trance. Recordó el día que los SS asesinaron a Franz Perlman en Berlín.

– Hoy a las veinte -susurró.

Weitz asintió:

– Bien, muy bien. Quiero estar preparado. ¿Cuántos hombres?

– Ninguno.

– ¿Cómo?

– Ningún hombre atacará el campo.

– ¿Ninguno? Pero entonces… ¡Dios mío, nos van a bombardear!

– No.

– ¿No? Entonces, ¿qué?

– Gas.

– ¿Gas? ¿Gas tóxico? ¿Cómo lo harán?

Anna lo miró con los ojos inyectados en sangre.

– Será mejor que no lo sepa. -Se levantó. -Tengo que irme.

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