Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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Stern le dio un puntapié.

– ¡Tratan de entrar en la casa!

McConnell desenfundó la Walther y siguió a Stern por la escalera. A través de una grieta vieron a Anna entrar en la cocina en camisón. Echó una ojeada a la puerta del sótano, titubeó y fue al vestíbulo.

– ¿Quién es?

Fraulein Kaas? ¡Abra!

Stern entró en la cocina y se ocultó detrás del armario próximo al vestíbulo. McConnell permaneció en la escalera, pero apuntó la Walther a través de la grieta.

– ¡Enfermera Kaas! ¡Abra la puerta!

Anna apoyó la espalda contra la puerta, tomó aliento y cerró los ojos.

– ¿No sabe la hora que es? ¡Identifíquese! -dijo perentoriamente.

McConnell miró su reloj: las doce y minutos.

– ¡Soy el Sturmmann Heinz Weber! ¡El comandante Schörner requiere su presencia en el campo! ¡Inmediatamente!

Anna echó una ojeada a la cocina, se volvió y abrió la puerta. Se encontró ante un hombre alto, un cabo, cuyo aliento humeaba en el aire frío.

– ¿Qué sucede, Sturmmann ?

– No lo sé, enfermera.

– ¿Vino en auto?

Nein, en moto con sidecar. De prisa, por favor.

– Espere. Debo vestirme.

– ¡Rápido! El Sturmbannführer me fusilará si llegamos tarde.

– ¿Tarde para qué?

– ¡De prisa! -insistió el cabo, y se alejó de la puerta.

Anna atravesó la cocina sin intención de detenerse, pero McConnell abrió la puerta y le tomó el brazo.

– ¡No vaya! -dijo para su propia sorpresa y la de Anna.

– Debo hacerlo -dijo con una mirada extrañada-. No hay alternativa.

Stern la empujó hacia su dormitorio, luego empujó a McConnell hacia la escalera, lo siguió y cerró la puerta.

– ¿Qué mierda pretende? -preguntó.

Ante el silencio de McConnell, Stern le rozó el pecho con la culata de la Schmeisser. Veloz como una víbora, McConnell le dio un violento empellón en el pecho que lo estrelló contra la pared.

– No vuelva a hacer eso. Jamás.

Atónito por la reacción, Stern se limitó a mirar al norteamericano que subía la escalera y se sentaba junto a la puerta.

– Ella no tendrá problemas -dijo-. Hasta ahora se las ha arreglado de lo más bien sin su ayuda.

McConnell lo miró furioso.

– ¿Qué sabe usted? ¿Y si Schörner y Brandt están torturando a las enfermeras? No sabe de lo que son capaces esos hijos de puta.

– ¿Y usted sí, doctor? Pasó toda la guerra a salvo en Inglaterra.

McConnell bajó la escalera y fue a la biblioteca desvencijada contra la pared del fondo. Tomó el diario de Anna del anaquel detrás de los libros de contabilidad y lo arrojó a Stern.

– Eso es lo que sé. Debería leerlo. Tal vez le revolvería el estómago, aunque quiere hacernos creer que es imposible.

Stern miró el diario:

– Claro que es posible. Y sé muy bien de qué son capaces esos hijos de puta. Hace diez años que los judíos lo estamos sufriendo.

McConnell se puso en cuclillas.

– ¿Cree que hallaron los cadáveres? ¿O tal vez las garrafas?

– Los cadáveres, no. No han tenido tiempo.

– Tal vez deberíamos ir a la cima. Si decidimos que la partida está perdida, estaremos a tiempo para soltar las garrafas y gasear el campo.

Stern abrió la boca, pero no respondió. La sugerencia de McConnell persistía en el aire como un desafío.

– Quiero decir que si Schörner está enterado -prosiguió McConnell-, esa sería la única manera de llevar a cabo la misión.

– ¿Quiere decir que está dispuesto a matar a los prisioneros?

– Y si no, ¿qué?

– Olvídelo, doctor. Esperaremos aquí.

– ¿Y si vienen a buscarnos?

– Si vienen, los mantendré a raya todo el tiempo posible. Usted tratará de esquivarlos e irá allá arriba. Aquí tengo todo el equipo para escalar. Podrá gasear el campo usted mismo.

Aunque aparentaba hablar con convicción, McConnell se dio cuenta de la mentira. Si aparecieran los SS, jamás llegaría a la cima de la colina. Probablemente, ni siquiera saldría vivo de la casa. Stern lo sabía. Por consiguiente, ¿qué le impedía subir la cuesta ahora mismo para poder lanzar las garrafas en caso de necesidad?

Algo en su mirada le impidió a McConnell hacerle la pregunta.

El portón de Totenhausen estaba abierto de par en par. La moto conducida por el cabo entró sin detenerse, cruzó el campo de instrucción y la Appellplatz para detenerse frente al hospital.

– La esperan en el sótano -dijo-. En la morgue.

Anna bajó del sidecar y entró en el hospital. A la izquierda estaba la escalera tanto para subir a las plantas altas como para bajar al sótano. Cruzó la puerta y bajó.

Al diseñar el hospital de Totenhausen, Klaus Brandt había prestado atención especial a la morgue. Allí realizaba gran parte de su trabajo, sus análisis tanto de los gases como de los efectos patológicos de la bacteria meningococo. En el centro había cuatro mesas para realizar autopsias, pero lo más notable era una pared que parecía un espejo en la cual estaban empotrados cuatro cajones de acero inoxidable. Cada uno podía alojar a dos cadáveres de adultos o cuatro de niños.

A pesar de su fortaleza de ánimo, Anna estuvo a punto de desmayarse. La mesa más próxima estaba vacía, pero en la segunda yacía el cuerpo desnudo de un hombre al que reconoció desde lejos: era Stan Wojik. La barba negra del polaco estaba apelmazada por la sangre; su cabeza, hinchada por los golpes; su corpachón, cubierto de heridas y moretones. El vaticinio de Jonas Stern se había cumplido: Anna había visto tantos cadáveres que no le cabía duda de que Stan Wojik estaba muerto.

– Adelante, enfermera -dijo una voz desde el fondo.

El comandante Wolfgang Schörner apareció de atrás de una estantería metálica. En su mano izquierda sostenía un teléfono y en la diestra el auricular. La saludó con un gesto.

– Efectivamente, Herr Doktor -decía-. Faltan dos de los hombres de Sturm. No volvieron de la patrulla. Claro que podrían estar borrachos en alguna taberna, pero lo dudo.

Anna sabía que no debía escuchar la conversación, pero era difícil evitarlo. La tercera mesa atraía inexorablemente su mirada. "No mires", dijo su voz interior. "No podrás soportarlo." Se obligó a mirar a Schörner, quien se paseaba con el teléfono, cuyo cable era muy largo.

– Beck sigue convencido de que el blanco es Peenemünde, pero yo no estoy tan seguro -decía-. Me parece que los Aliados están enterados de nuestra existencia. Atraparon a los polacos entre Totenhausen y Peenemünde, pero eso no nos dice nada sobre sus actividades o intenciones. Debemos interrogarlos. El Standartenführer Beck ya está en camino desde Peenemünde con un interrogador de la Gestapo.

Schörner escuchó atentamente durante un par de minutos.

– Me parece que no vale la pena que se tome la molestia, Herr Doktor . Conoce a la Gestapo. Estoy de acuerdo. Estaré presente durante el interrogatorio. He llamado a una enfermera para que lo deje presentable. Sí , Gute Nacht .

Schörner cortó la comunicación y llamó a Anna con un gesto. Ella lo miraba fijamente. No quería ver los ojos del hombre tendido sobre la tercera mesa.

– Quiero que limpie a este hombre -ordenó Schörner-. Está golpeado, pero haga lo que pueda.

No había manera de evitarlo. Anna lo miró.

Los ojos de Miklos Wojik eran los de un animal apresado por una trampa de acero. Al verla se largó a llorar.

"Dios me perdone", pensó Anna. "Que no diga mi nombre."

– ¿Está muy mal? -preguntó Schörner.

Anna retiró la sábana que cubría el cuerpo del joven polaco. No había sufrido la suerte de su hermano. Tenía un hematoma en el pecho y una muñeca aparentemente fracturada, pero no mostraba cortes ni quemaduras. Carraspeó.

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