Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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Primer deceso en el grupo de control (niña de cuatro años) provocado por infección septicémica generalizada. 80 por ciento del cuerpo cubierto por erupción hemorrágica. Autopsia de rutina realizada por el doctor Rauch.

El estudio del sujeto de control reveló hinchazón de las fontanelas debido a la infección generalizada. Paciente mostró convulsiones, pulso y respiración débiles. Deceso sobrevino a los seis días de la infección inicial.

Los dos pacientes tratados con sulfadiazina mostraron una mejoría notable en 48 horas. Los tratados con la fórmula de Brandt mejoraron más lentamente. Los controles avanzaron rápidamente á la fase siguiente del mal. Los gérmenes desaparecieron del torrente sanguíneo y se localizaron en las meninges. Los pacientes sufrieron vómitos y la jaqueca característica provocada por la mayor presión del líquido cefalorraquídeo. Además, constipación, retención de orina y rigidez de los músculos cervicales por estar afectadas las raíces nerviosas. En los dos niños menores la columna y cuello formaron el "arco" característico. Ninguno podía bajar el mentón.

Tercer deceso en grupo de control (varón, tres años); muerte dolorosa durante el turno de Greta. Esa mañana le había suministrado aspirina, nada más. La autopsia de Brandt reveló muerte por hidrocefalia. Ventrículos cerebrales dilatados, circunvoluciones aplanadas por presión de un líquido viscoso y purulento. Afectación del nervio óptico: en el momento del deceso, el paciente estaba ciego de un ojo. El exudado purulento había invadido el canal espinal.

Durante el experimento, Brandt practicó varias punciones espinales para analizar líquido cefalorraquídeo. Estaba furioso por la lentitud de su fórmula comparada con la sulfadiazina. Aterrados por las punciones, los niños debieron ser sujetados por Ariel Weitz y los SS. Sexto día, Brandt inyectó su fórmula directamente en la médula de un niño. Esto me hace pensar que su fórmula secreta no está relacionada con las sulfonamidas, ya que éstas no requieren terapia local. Brandt repetirá todo el experimento en una semana con un preparado diferente. Ayer llegó una caja de suero de caballo antimeningococo polivalente…

McConnell alzó la vista del diario. Se dio cuenta de que sufría una especie de conmoción. Por lo menos en una docena de pasajes distintos se describían experimentos similares con niños y había alusiones a por lo menos cincuenta más, realizados por Brandt y sus ayudantes. Todos estaban descritos detallada y fielmente. Pero lo más aterrador era que ninguna de esas experiencias estaba justificada por razones médicas válidas. Se sabía que la sulfadiazina curaba la meningitis. ¿Acaso Klaus Brandt torturaba a los niños para tratar de descubrir un nuevo fármaco que le permitiera hacerse rico después de la guerra?

McConnell cerró los ojos y se apretó los dedos contra las sienes. ¿Cómo era posible que Anna Kaas escribiera semejantes cosas con tanta aparente indiferencia? Había tratado de descubrir algún sentimiento de culpa o asco, pero después de las primeras anotaciones prácticamente no hacía alusión a su propio punto de vista. Entonces comprendió qué se proponía, o mejor, rogó que fuera así. La enfermera alemana actuaba como una suerte de cámara oral: registraba todo lo que veía a la manera de un testigo que prestara declaración ante un tribunal de justicia. La inclusión de sus propios sentimientos desacreditaría su testimonio después de la guerra.

Con todo, no podía dejar de lado el hecho de que había presenciado semejantes atrocidades; más aún, había participado en ellas. Eso era duro de aceptar. Anhelaba encontrar una expresión de angustia, un ruego siquiera parcial o tácito de perdón por parte del espíritu vulnerable que habita en el fondo de todo ser humano. Hasta el momento no lo había encontrado.

Tenía una sola certeza: si salía vivo de Alemanias el diario de la enfermera iría con él.

Callado y atónito, Jonas Stern contemplaba a las cuarenta mujeres que lo rodeaban en la cuadra de mujeres judías. Una sola vela chisporroteaba en el piso. Jamás había visto semejantes miradas, ni siquiera en soldados alterados por una terrible carnicería. Ojos como espejos negros, vacuos y a la vez insondables. Tenía la sensación de que si colocaba su dedo sobre uno de esos ojos, éste se rompería y sus fragmentos caerían en una caverna negra de dolor y desesperación imposible de llenar.

En poco tiempo se había enterado de muchas cosas. Había formulado algunas preguntas sobre las historias de esas mujeres para justificar el cuento de que reunía información para los dirigentes sionistas en Palestina y Londres. Pero al escuchar algunas respuestas, por un rato no pudo pensar en otra cosa. Todas las historias eran variaciones sobre el mismo tema: estábamos bien; Hitler tomó el poder; los ricos huyeron; los nazis llegaron al pueblo, la ciudad, la aldea, nuestra casa, nuestro apartamento; mataron a mi padre, mi madre, mi esposo, mis hijos, mi tío, mis hermanas, mi hija, mis abuelos. Casi todas terminaban con la misma frase: soy la última sobreviviente de mi familia.

Stern se enteró de la muerte de la jefa de cuadra y las represalias brutales que la siguieron, sembrando la confusión en el bloque, y que la joven holandesa que lo interrogaba había ocupado el puesto de la polaca muerta por falta de otra candidata. Estaba a punto de hacerle la pregunta que lo había impulsado a arriesgar su vida, cuando ella se anticipó:

– Herr Stern, ¿cómo hará para salir del campo?

Comprendió el sentido de la pregunta. Algunas de las mujeres empezaban a soñar con la fuga. Tenía que desalentarlas. No podían saber que él no tenía la menor intención de alejarse de la zona antes de… ¿antes de qué? De matarlas a todas, claro.

– Herr Stern -insistió Rachel.

– Saldré por la puerta principal, tal como entré.

Rachel lo pensó unos instantes.

– No me parece lógico. ¿Un oficial de las SS anda a pie?

La pregunta lo desconcertó.

– Escuche, este uniforme es de la Sicherheitsdienst . Más temida que la Gestapo. Ni siquiera los SS pueden interrogar a un SD.

Stern vio un destello de esperanza en los ojos negros.

– Quiero pedirle un favor -dijo Rachel-. Un favor muy grande.

– No puedo llevarla conmigo -dijo precipitadamente. -A mí no. A mi hijo.

La miró fijamente:

– ¿Su hijo está aquí?

– Los dos. Una niña y un varón.

– ¿Y quiere… que me lleve a uno solo?

La joven tomó su mano y la apretó con fuerza. Había desesperación en sus ojos.

– Es mejor que uno tenga la oportunidad de vivir y no que mueran los dos -dijo-. ¡Y aquí morirán los dos!

No sólo había desesperación en sus ojos, sino una resolución inquebrantable. Hablaba en serio.

– ¡Son tan pequeños! -dijo con una voz implorante que lo sumió en un pozo de vergüenza e impotencia-. Puede alzar a uno fácilmente…

Stern retiró su mano bruscamente, conmovido hasta lo más íntimo al comprender que la mujer había aceptado la imposibilidad de fugarse y estaba dispuesta a entregar su hijo a un desconocido. Miró las caras que lo rodeaban en busca de un gesto de desaprobación.

Ninguna de las mujeres parecía escandalizada por el ruego de Rachel.

En el sótano de Anna, McConnell encontró por fin el pasaje que buscaba. Era uno de los últimos, fechado apenas un par de semanas antes.

1-2-44. Cada vez más civiles mueren en los bombardeos aliados. Por las dudas de que no sobreviva a la guerra, dejaré asentadas ciertas cosas que no puedo asumir sin un profundo dolor. Sé lo que el mundo dirá de mí. ¿Cómo pudo contemplar hechos tan horrorosos? Era civil. Era enfermera. No estaba obligada a hacerlo. Nadie le apuntaba una pistola a la sien. Eso es verdadero y a la vez falso. Soy civil, pero vivo en la Alemania nazi en guerra. Y en una semana conocí a Klaus Brandt lo suficiente para darme cuenta de que pedir un traslado podía significar la muerte. Brandt tiene poder absoluto en Totenhausen. Si él ordena una muerte, esa persona está muerta. El único que no le teme es el Sturmbannführer Schörner. Creo que Schörner ha visto tanta muerte en Rusia que no le teme a nada.

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