Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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Pisoteó la nieve en torno del puntal más cercano. Allí estaba enterrada la caja que contenía, además del anemómetro, el transmisor de emergencia, la lámpara para hacer señales al submarino y las correas con clavijas para escalar el poste. En menos de cinco minutos podría inundar Totenhausen con los gases neurotóxicos. La brisa fuerte disminuiría en parte el efecto del gas, pero si el agente neurotóxico inglés era eficaz, sin duda mataría a algunos SS. Claro que si esperaba un poco, tal vez amainaría el viento.

Parado sobre la nieve, escuchando el zumbido de la usina cercana, sintió que en su interior se despertaba un sentimiento aún más fuerte que su odio por los nazis. Jamás se lo habría confesado a McConnell ni a la enfermera. Le era difícil reconocerlo. Lo había despertado la visita a Rostock, y conforme pasaban los minutos se volvía más fuerte hasta que, para su sorpresa, lo obligó a ponerse en marcha. Sin ser totalmente consciente de lo que hacía, empezó a desplazarse cuesta abajo, alejándose de la usina y de las garrafas.

Marchaba hacia el Campo de Totenhausen.

31

– ¿Cree que lo hará esta vez? -preguntó Anna.

Sentados frente a frente junto a la mesa de la cocina, bebían café de centeno. Era un brebaje horrible, pero al menos estaba caliente.

– Si llega a la cima con vida, creo que lo hará. ¿Le parece que debe hacerlo?

– Alguien tiene que hacer algo -dijo Anna-. No sé si está bien matar a los prisioneros. Pero en algo tiene razón.

– ¿En qué?

– Todos los del campo están condenados. Ninguno sobrevivirá a la guerra.

– ¿Cree que es verdad lo que dijo? ¿Que soy un cobarde por no ayudarlo?

Anna contempló su jarro de café.

– Cada uno es como es. Lo que él llama coraje, para usted es estupidez. Lo que usted llama coraje, para él es debilidad. Creo que algunos hombres no están hechos para la guerra. Eso es bueno, ¿no? -Lo miró. -¿Por qué lo enviaron a esta misión? Me parece ilógico.

– Dicen que me eligieron porque no soy inglés y porque soy especialista en gases neurotóxicos. La idea es que entre Stern y yo conformamos un soldado perfecto. Un asesino con la mente de un científico. ¿Usted es enfermera civil?

– Sí. Dicen que hay escasez de médicos militares, pero me parece que Brandt prefiere rodearse de civiles.

– Yo soy civil.

Asintió:

– Químico, si no me equivoco.

– Secundariamente -dijo con una sonrisa-. En realidad soy doctor en medicina.

La expresión de Anna sufrió una alteración sutil, pero profunda. Parecía mirarlo con otros ojos.

– ¿Es médico?

– Lo fui hasta que empezó la guerra.

– ¿Atendía pacientes?

– Por poco tiempo.

Meditó en silencio antes de preguntarle:

– ¿Es por eso que le disgusta matar?

– Es una de las razones -declaró McConnell, evasivo.

– Es por eso, entre otras razones, que hago lo que hago.

– ¿En qué sentido?

Anna echó una mirada a la ventana de la cocina.

– Es peligroso seguir aquí. Schörner podría disponer una búsqueda casa por casa.

– ¿Quiere que baje al sótano?

Se levantó, sirvió más café y tomó la botella semivacía de vodka del aparador.

– Bajaré con usted -dijo-. Creo que los dos esperamos lo mismo.

– ¿Qué?

– Las sirenas de Totenhausen. Si Stern ataca las oiremos, incluso desde el sótano.

McConnell bajó las escaleras y encendió la lámpara de gas. Se sentaron en el sofá que le había servido de cama la noche anterior, semioculto detrás de las cajas y los repuestos de maquinaria agrícola.

– Quiero hacerle una pregunta -dijo-. Desde luego, no está obligada a contestar, pero siento curiosidad sobre usted.

Ella miró al piso y sonrió con tristeza:

– Usted quiere saber por qué milito contra los nazis. ¿Es así?

– Sí. Reconozca que pocos alemanes lo hacen.

– Claro que lo reconozco. Los pocos que tuvieron el coraje de combatirlos fueron aniquilados en los primeros tiempos. Los demás se dividen en dos grupos: los que aman el nuevo orden y los que buscan la salida más sencilla. Este último es un rasgo muy desarrollado de la personalidad política de los alemanes.

– Pero no de la suya.

Anna echó una buena medida de vodka en su café.

– Podría haberlo sido. -Bebió. -Pero no sucedió. ¿Qué es lo que me hizo cambiar? Lo recordé hace un instante, cuando me habló sobre usted y Stern, y cómo entre los dos conforman un soldado completo.

– No entiendo.

– ¿Por qué soy distinta de la mayoría de los alemanes? Por culpa de un hombre, claro está.

– ¿Un hombre como yo y Stern: No puedo creer que exista semejante cosa.

Rió:

– Se parecía a usted más que a Stern. Y era doctor.

– ¿Médico?

– Sí. Pero también era judío.

Lo dijo con un tono desafiante, y lo tomó completamente por sorpresa. No sabía qué decir. Pero quería conocer la historia.

– ¿Lo conoció aquí en Dornow?

– No, en Berlín. Nací en Bad Sülze, no muy lejos de aquí. Mis padres eran campesinos. Acomodados, pero muy provincianos. Mi hermana y yo teníamos grandes ambiciones. A los diecisiete años me fui a Berlín con toda la idea de convertirme en una chica mundana de la gran ciudad. Cuando me recibí de enfermera, fui a trabajar con un clínico de Charlottenburg. Franz Perlman. Era 1936, las leyes de Nuremberg ya habían sido sancionadas, pero yo era una tonta. No tenía la menor idea de lo que significaba todo eso. Las restricciones a los judíos entraban en vigencia en distintos momentos según el campo de actividad, y los médicos estuvieron entre los últimos que las sufrieron. Franz estaba tan ocupado que no se daba cuenta de nada. Trabajaba de la mañana a la noche y atendía a todo el mundo: judíos, cristianos, cualquiera que lo necesitara.

Sorbió su café y miró la suave luz de la lámpara de gas.

– Éramos tres en el consultorio: Franz, la recepcionista y yo. Imagine lo que sucedió. Un médico y su enfermera, en fin, no es nada raro, ¿no? Yo tenía veinte años. A la tercera semana estaba perdidamente enamorada de él. No era de extrañar. Era un hombre considerado, y muy trabajador. Al principio trató de desalentarme. Era viudo y mayor que yo. Cuarenta y cuatro años. A mí no me importaba su edad ni mucho menos que fuera judío. Antes de que pasara un año dejó de desalentarme, pobre. Yo era una desvergonzada. Quería casarme, pero él se negaba rotundamente. Jamás permitía que nos vieran juntos fuera del consultorio. En todo ese tiempo fue sólo dos veces a mi apartamento, y jamás me permitió visitarlo en el suyo.

Entonces me puse furiosa con él. No entendía por qué se negaba a casarse conmigo, siquiera en secreto. Era una idiota. Por fin, un día se me cayeron las vendas de los ojos. Me habló de sus amigos obligados a abandonar sus actividades, o que habían desaparecido. No le creí.

Vivía en… in einem Traum . Como en un sueño. Las facultades de medicina ya habían cesanteado a los profesores judíos. Franz recibía cartas amenazantes. Me las mostró. Entonces comprendí por qué se había negado a formalizar nuestra relación: temía por mi seguridad. Estaba loco por casarse conmigo.

La voz de Anna se quebró, pero sólo por un instante.

– El consultorio recibía casi tantos pacientes como antes. Muy pocos dejaron de ir. No son muchos los médicos que se desvelan por los pacientes. En general prefieren ir derecho al bisturí, ¿no? O sólo piensan en ellos mismos.

– Sí, conozco a unos cuantos -convino McConnell con una sonrisa.

– Franz era distinto. Para él no había nada más importante que los pacientes. Por eso no dejaba de trabajar. Por fin, los nazis lo dejaron sin margen de acción. Prohibieron a los judíos el ejercicio de la medicina. Era la ley. La recepcionista renunció, pero yo no. Durante cinco semanas hice el trabajo de las dos. Y Franz hacía el trabajo de diez. Visitaba a los viejos, asistía a partos… era uno de los últimos. Lo extraño es que conservó a muchos de sus pacientes arios. ¡Y los recibía! -Tomó aliento. -Perdóneme por extenderme tanto. Es que… nunca he podido hablar sobre esto. No podía decírselo a nadie. Ni a mis padres ni a mi hermana. A ella menos aún.

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