– ¿Cómo?
El general sacó una hoja del bolsillo interior de su chaqueta.
– Tres días atrás, el SOE rescató a un polaco de un témpano de hielo en el Báltico. Una maravilla de agente, pero lo habían delatado. Pudo conseguir algo de información antes de escapar. Entre sus papeles había varias listas de nombres. Muertos en distintos campos. Uno de los campos era Totenhausen.
Stern asintió lentamente:
– ¿Sí?
Smith le tendió la lista, que contenía unos cincuenta nombres, cada uno con su correspondiente número. Stern la leyó rápidamente. Cerca del pie de la página, un nombre se destacaba como si estuviera grabado a fuego:
Avram Stern (87052).
Stern carraspeó:
– ¿De cuándo es esta lista? -preguntó con voz temblorosa.
– No sabemos. Semanas, meses, o quizá de la semana pasada. ¿Es su padre, muchacho?
– ¡Qué sé yo! -dijo Stern con violencia-. ¡Podría haber cien Avram Stern en los campos!
– ¿En la zona de Rostock? -murmuró Smith.
Stern alzó la diestra para suplicar que callara. Clavó los ojos en el piso.
– Se lo dije -murmuró-. Le supliqué. No quiso dejar el país. Yo tenía catorce años y lo veía venir. Pero él había combatido en el ejército del Kaiser durante la Gran Guerra. Decía que Hitler no traicionaría a los veteranos. Qué mierda. ¡Qué mierda !. -Se levantó para salir.
– Un momento -dijo Smith-. Sé que es un golpe duro para usted. No estaba seguro de mostrarle esta lista, pero tenía derecho a saberlo. Tal vez no salga de Alemania con vida.
Stern asintió, aturdido.
– Irán mañana por la noche. Casi la Luna nueva. -Smith titubeó brevemente. -Tengo que decirlo. ¿Sabe que no pueden traer a nadie con ustedes?
– No entiendo.
– Me refiero a los judíos -dijo Smith con firmeza. Los únicos que saldrán de Alemania serán McConnell y usted. Si traen a alguien más, el submarino no los recibirá. ¿Está claro? Nadie deberá enterarse de esta misión, Stern. Jamás. Y menos aún los norteamericanos.
– ¡Al diablo con los norteamericanos! ¿Cómo podría rescatar a nadie si voy a entrar en el campo después del ataque?
– Exactamente a eso iba. Asegúrese de que sea así. -Smith se miró las uñas. -¿El doctorcito sigue tratando de convencerlo de que no vaya?
– ¿Cómo? Ah, no, nada de eso. Hablar, habla, pero eso no significa nada. Pura chachara.
– Entonces, ¿está dispuesto? Aunque McConnell se acobarde o titubee, ¿llevará a cabo la misión hasta el fin?
Stern lo miró exasperado. La mirada ardiente de sus ojos negros era por demás elocuente.
– ¿Y los prisioneros?
– Sé lo que hay que hacer.
– Bien, muy bien. -Tras un gruñido de satisfacción, Smith se sirvió otra medida de whisky y la paladeó lentamente. -Falta discutir un aspecto. Es duro, lo sé, pero necesario. Sé que usted es mi hombre.
– Lo escucho.
– Usted ha estado en territorio enemigo. Sabe cómo son las cosas. No puede permitir que los tomen con vida. Sobre todo a McConnell, que sabe demasiado. No puede ser.
Stern introdujo la mano bajo su camisa y sacó una medalla redonda que tenía grabada una Estrella de David. Smith no la había visto antes. Stern manipuló la medalla de plata con los dedos y abrió la mano. En su palma apareció una píldora negra alargada.
– La tengo conmigo desde que estuve en el norte de África -dijo.
El general alzó las cejas, sorprendido.
– Muy bien. Generalmente es lo mejor, incluso para usted. Sin embargo, dudo de que el doctor McConnell comparta sus ideas sobre lo que significa ser prevenido. La verdad… aunque tuviera cianuro creo que no lo tomaría.
– Tiene razón -asintió Stern.
Duff Smith calló durante casi un minuto.
– ¿Comprende lo que quiero decir? -preguntó por fin.
Los ojos negros de Stern lo miraron sin parpadear.
– Si así ha de ser -dijo con voz inexpresiva-. Zol zayn azoy . Así sea.
Una vez que Stern salió, el general plegó la lista de nombres y la guardó en el bolsillo. Bebió el whisky que Stern no había probado. No había querido mentir, pero no tenía alternativa. Jamás había planificado una misión como esa. En la guerra, la victoria siempre exigía el derramamiento de sangre, pero jamás había visto la ecuación expuesta de manera tan severa. CRUZ NEGRA no requería el sacrificio de soldados entrenados a manos del enemigo sino el asesinato de prisioneros inocentes por uno de los suyos. Bajo la luz indiferente de la sala de planificación era un cálculo sencillo de costo en vidas en función de un beneficio potencial… un beneficio colosal. Pero Smith sabía por experiencia que al hombre sobre el terreno, al encargado de tomar esas vidas inocentes, no le bastaba el frío raciocinio. En esa situación se necesitaban convicciones ardientes como la lejía en la panza.
Eran las convicciones que acababa de inculcarle a Jonas Stern. Era verdad que tres días atrás el SOE había rescatado a un polaco frente a la costa báltica. Ese polaco traía una lista de judíos muertos. Avram Stern no estaba entre ellos. Smith no tenía la menor idea de si Avram Stern estaba vivo o muerto y no le importaba demasiado. El nombre se lo había proporcionado en Londres el mayor Dickson, que poseía un grueso legajo sobre Jonas Stern, preparado por la policía militar en Palestina. Lo más curioso, pensó, era que su mentira sobre la muerte del padre de Stern en Totenhausen probablemente se ajustara a la verdad. Y si esa mentira le diera al hijo el impulso necesario para llevar a cabo CRUZ NEGRA, el viejo judío no habría muerto en vano.
– ¡Pero qué caradura! -tronó una voz conocida-. ¡Se bebe mi whisky! ¡Te cortaré las orejas, Duff!
Smith parpadeó al ver la cara rubicunda del coronel Charles Vaughan. Se paró.
– Perdona -dijo-. Tuve que darle una mala noticia a alguien. Un trago para atenuar el golpe, ¿entiendes?
La expresión de Vaughan se trocó inmediatamente por la de un padre solícito.
– Bromeaba nada más, Duff. Bebamos unas copas más por los amigos ausentes.
– Gracias, Charles, pero no puedo. -Le palmeó el antebrazo. -Tengo que volver a mi oficina inmediatamente.
Decepcionado, Vaughan frunció el entrecejo.
– Capas y espadas, como siempre. ¿Llegó la carga especial?
– Llegó muy bien. Te agradezco que me prestaras a McShane y los demás. Esta misión dura necesita a los más duros.
– No te quepa duda de que son los mejores. Y nadie sabrá que se fueron, Duff. Pierde cuidado.
– Gracias, viejo.
Smith fue a la puerta, pero se volvió y frunció los labios, pensativo.
– Sabes, Charles, algunos judíos son tan fanáticos que me da miedo. Fríos como los gurkas a la hora de matar. Tendremos que cuidarnos en Palestina cuando termine la guerra.
Vaughan se frotó el prominente mentón.
– No me preocuparía por eso, Duff. Después de Adolf, no quedarán tantos judíos como para armar un alboroto, ni qué hablar de una guerra.
El Obersharführe r SS Willi Gauss trató de escudriñar la oscuridad entre los árboles. Luego se volvió para echar una última mirada a la casa de donde acababa de salir. En medio de la lluvia torrencial vio que Frau Kleist ya había apagado las lámparas. Con un suspiro de satisfacción, salió del bosque para tomar la senda estrecha que bordeaba las laderas arboladas hacia Totenhausen.
Tardaría cuarenta minutos en llegar al campo caminando bajo el viento y la lluvia, pero no le importaba. El cansancio causado por las visitas a Frau Kleist no tenía nada que ver con la fatiga provocada por la instrucción de orden cerrado. El esposo de Frau Kleist era el comandante del submarino U-238 apostado en el Golfo de México. Pero el "viejo" faltaba del hogar desde hacía dieciocho meses, y su esposa no era de la clase de mujer que sacrificaba su sexualidad en aras de la Armada alemana. A Willi le parecía divertido. Sybille Kleist detestaba el mar, pero se había casado con un capitán de submarinos seducida por su garboso uniforme. ¡Una alemana típica! Decía que por ser tan infrecuentes las visitas de su esposo, no tenía motivos para vivir cerca de un puerto de mar; por eso había optado por una casa de lo más cómoda en las afueras de Dornow, su aldea natal.
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