Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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– Sí, señor. Estas montañas me recuerdan las de mi estado natal.

– ¿Cuál es?

– Georgia. Estas colinas tienen la misma bruma y las mismas laderas arboladas que los Apalaches.

– Me han hablado de esas montañas. Muchos norteamericanos vienen aquí. En busca de sus raíces, dicen. Muchos Cameron perdieron sus tierras durante las grandes evacuaciones. Unos cuantos se fueron a Estados Unidos. Incluso a sus montañas.

A medida que se acercaban al arco, su luz parecía atenuarse.

– ¿De veras? -dijo McConnell-. Cuando me dijeron su nombre, fue una sorpresa para mí.

– ¿Por qué le sorprende, muchacho? Los Cameron poseen esta tierra desde hace setecientos años.

McConnell oyó el ruido del agua torrencial.

– Justamente por eso. Mi segundo apellido es Cameron.

El laird no dejó de caminar, pero se volvió para mirarlo:

– No me diga. ¿Cuál es su apellido?

– McConnell.

– Aja, un irlandés.

– Mi abuela era Cameron.

– Bien, hay dos familias Cameron por aquí. Los de Lochiel y los de Erracht. -Sir Donald le guiñó un ojo. -Esperemos que su abuela fuera una Lochiel, ¿eh?

Salieron de la Milla Negra a la suave luz invernal. El aire estaba impregnado de un rocío helado. El laird lo condujo a un puente peatonal de piedra y señaló las dos cascadas que caían al fondo del lago bajo los arcos. Aspiró el aire profundamente y con satisfacción.

– Parece que los muchachos han estado acosándolo por este asunto de su pacifismo, ¿no?

McConnell vaciló:

– Un poco.

– ¿No se cree apto para la batalla?

– Sólo creo que hay mejores maneras de hacer las cosas.

El laird sonrió melancólico.

– Sí, así parece después de todo lo que ha pasado. Pero los hombres son animales sanguinarios.

La luz cambiaba rápidamente, la espuma blanca de las cascadas se tornaba plateada en el crepúsculo.

– Cuando el príncipe Carlos Eduardo quiso iniciar la rebelión -dijo Cameron-, mi antepasado, a quien llamaban el Pacífico Lochiel, fue a hablar con él para que desistiera. Le dijo al príncipe que el momento no era oportuno.

– ¿Lo convenció?

– Lamentablemente, no. Empezó la rebelión y Lochiel combatió como cualquiera. Pero sabía que estaba condenada a fracasar. Todo terminó en la masacre de Culloden. -Sir Donald lo miró y asintió lentamente. -Lo que quiero decir, muchacho, es que uno no es más hombre por pavonearse y golpearse el pecho. El sabio prefiere la paz a la guerra. -Alzó el índice: -Y el sabio elige el momento de pelear. Al menos, cuando se puede.

McConnell se sorprendió al oír semejantes conceptos en boca de un jefe de montañeses, una verdadera estirpe guerrera.

– Las vueltas de las cosas -murmuró el laird-. En 1746, los casacas rojas quemaron el viejo castillo. Ahora Charlie Vaughan y sus comandos ingleses requisaron el nuevo. No me gusta, pero comprendo que es por una buena causa. No me gusta Hitler. La verdad, no me gusta ningún alemán. Usted irá a Alemania, ¿no?

McConnell no podía creerlo. Le parecía imposible que el general Smith revelara el blanco de la misión a un civil, aunque fuera el dueño de casa.

– No se sorprenda, muchacho. Es difícil ocultarme algo. Si no, ¿por qué habría de entrenarse junto con un judío alemán? Y no se preocupe. No soy de los que abren el pico.

– Es verdad -dijo McConnell. Se sentía tan aliviado como si acabara de confesarse.

– Será importante. -Los ojos azules del laird taladraron los de McConnell. -Ir al campo enemigo significa que habrá derramamiento de sangre. Creo que lo sabe.

– Estoy pensando en eso.

– Bueno… Si lo eligieron es porque debe de ser el hombre adecuado.

Mark apoyó los codos sobre la baranda de piedra. -Al principio no lo pensaba. Pero ahora tengo una sensación rara. Casi como… si fuera mi destino, o qué sé yo. Por ejemplo, el nombre Cameron. En este momento tal vez esté pisando la tierra de mis antepasados, y sólo gracias a la misión.

Sir Donald asintió:

– Escuche, muchacho. Cuando llegue el momento, cuando esté en el filo de la navaja, sabrá qué hacer. Me hablaron de cómo salvó al franchute junto al río.

– Estaba preparado porque soy médico. Pero no estoy preparado para esto.

– ¡Tonterías! -exclamó Cameron con un destello en sus ojos-. Si tiene la sangre de los Cameron, tiene la voluntad. Hará lo que deba hacer cuando llegue el momento.

Apoyó su bastón contra el parapeto y sacó un cuchillo de desollador de su media derecha. Miró a McConnell a los ojos.

– Juro por Dios que quisiera ir con ustedes. Pero ya estoy viejo. Mi hijo tiene más o menos su edad. Revista en los Exploradores de Lovat. Sea como fuere, usted pertenece a alguna rama de los Cameron y tiene derecho a usar el tartán.

Para asombro de McConnell, el laird cortó un retazo de su gruesa falda de lana.

– Llévelo, doctor. Tal vez le dé suerte cuando esté en aprietos. -Guardó el cuchillo bajo su media. -No hay alemán en el mundo capaz de vérselas con un Cameron cuando tiene la sangre caliente. Recuérdelo.

McConnell se irguió, plegó cuidadosamente la tela verde, roja y amarilla y la guardó en un bolsillo de su pantalón militar.

– Gracias, señor. Lo tendré siempre conmigo.

– Eso es, muchacho.

Ya era casi de noche. McConnell oyó una explosión sorda, un nuevo preludio al gran cataclismo que en poco tiempo reduciría a escombros lo que quedaba de Europa.

Se apoyó en la baranda del puente y contempló las cascadas. Era un ruido que envolvía todo pensó. Con él y el olor de la piedra mojada y el humo y la bruma uno perdía la noción del tiempo. Un gran salmón saltó del agua oscura al pie de la cascada. Sus flancos brillaban como peltre aceitado y su cola era una mancha oscura.

– ¡Mire eso! -exclamó, mirando a su derecha.

No había nadie. El puente de piedra y la senda hacia el túnel de la Milla Negra estaban desiertos. El Laird de Achnacarry había desaparecido. Aunque era una tontería, McConnell buscó el retazo de tartán en el bolsillo para asegurarse de que no había sufrido una gran alucinación.

El roce de la lana burda contra sus dedos lo reconfortó. Mientras volvía al castillo pensaba en la conversación con Lochiel. Elige las batallas. Ésa no la había elegido él sino Duff Smith. Qué extraño. En la guerra, los que daban las órdenes eran los generales pragmáticos como Smith, que evaluaban las pérdidas con la frialdad de un corredor de seguros. ¿Por qué no combatía a las órdenes de un hombre como Sir Donald Cameron? Un hombre de carne y hueso y compasión. Un inspirador, no un manipulador.

Echó la mochila al hombro y empezó a trotar. La furia impotente le hacía latir las sienes. Estaba harto del entrenamiento. Era hora de partir.

Mientras McConnell cenaba a solas en la casilla aislada detrás del castillo, Jonas Stern se encontraba en la oficina del coronel Vaughan. Temía recibir una fuerte reprimenda por haber robado la bicicleta. Sin embargo, quien apareció en la puerta no fue Charles Vaughan sino el general Smith. El jefe del SOE vestía un grueso impermeable y su gorra de cazador. Esa noche no traía mapas. Se dejó caer en la silla de Vaughan, sacó de un armario una botella de whisky de malta y dos vasos y sirvió una medida en cada uno.

– Beba -ordenó.

– ¿Qué pasa? -preguntó Stern sin tomar el vaso-. ¡No me diga que se canceló la misión!

– ¡Pero no! De ninguna manera. En este preciso instante McShane y sus hombres están volando hacia Alemania.

– Entonces, ¿qué?

Había en la voz de Smith un tono que Stern jamás había oído. Era casi… compasión.

– Vine de despedirlos a ellos directamente aquí, a hablar con usted. Acabamos de recibir información de Alemania. Creo que le interesará.

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