Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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Rachel sintió que se le erizaba la piel bajo el camisón de arpillera. Cada vez que miraba a su hija la embargaba una sensación de paz casi sobrenatural. Era como mirarse a sí misma. No era una imagen especular sino un reflejo en el agua, como si un artista creativo y halagador hubiera retratado a Rachel niña, con ojos más grandes, labios un poco más gruesos, la frente un poco más alta. Y cada frase, cada pregunta de Hannah reflejaba los mismos interrogantes de Rachel. Jan se parecía a Marcus: un caballerito discreto.

La sobresaltó la voz de Avram Stern en la oscuridad. Corría el tiempo. Por un instante pensó en tomar la peonza dreidl y hacerla girar sobre las tablas toscas del piso. Asignaría dos de sus cuatro letras hebreas a Jan, las otras dos a Hannah y que Dios tomara la decisión. Pero no lo hizo. La decisión debía ser suya, no de Dios.

En ese momento Rachel comprendió quién era y dónde estaba. No era como la madre de Moisés, que ocultó a su hijo en una arquilla de juncos y la echó a flotar en el río para salvarlo de los soldados del Faraón. Era una mujer atrapada en una isla poblada por una raza condenada, una isla que se hundía rápidamente en el mar. Se le concedía la oportunidad de lanzar uno de sus hijos al mar: un mensaje inconcluso dentro de una botella, su único mensaje al mundo.

Alzó la manta y estrechó a su bebé contra su seno.

Ariel Weitz estaba encantado consigo mismo. Durante los últimos cuarenta minutos había cometido una gran cantidad de maldades, y cada una le causaba una profunda y maligna satisfacción. A lo largo de varios años en Totenhausen había obtenido las llaves de casi todas las puertas del campo. Algunas se las habían dado los SS para facilitar sus tareas. Otras las robaba.

Con una de ellas abrió el depósito detrás del cuartel general donde se guardaban los excedentes del arsenal principal. De allí retiró seis granadas de mano, dos minas terrestres y una metralleta, que embaló en un cajón rotulado SULFADIAZINA. Llevó el cajón a la morgue en el sótano del hospital y con otra llave abrió la puerta del refugio antiaéreo de los SS. Una larga hilera de bombillas que pendían del techo iluminaba una rampa que descendía a un túnel cincuenta metros bajo tierra. El túnel terminaba en otra puerta que daba a la cuadra de los soldados. Olía a cerrado, y los estantes y bancos estaban cubiertos de polvo.

Tomó una mina y dos granadas y corrió hasta la puerta de la barraca. En el centro del túnel, frente a la puerta, colocó la mina en el suelo y la armó. Tomó las dos granadas, sacó unos hilos de sus bolsillos y los tendió a lo ancho del túnel, sujetándolos a los estantes. Cuando las piernas aterradas tropezaran con ellos, detonarían las granadas y desencadenarían en el túnel un huracán de metralla. Al volver hacia la morgue, Weitz fue desenroscando las bombillas, sin poder contener una risita maligna.

Instaló una trampa cazabobos idéntica en la entrada de la morgue, y como detalle final desenroscó las bombillas en ésta. Los SS que lograran llegar a la entrada del refugio antiaéreo difícilmente verían los explosivos que los matarían.

Sí, tenía motivos para sentirse satisfecho.

– ¡Se acabó el tiempo! -dijo Avram a las mujeres. Se paró de espaldas a la puerta de la cuadra junto a su hijo. -No pueden dejar de decidir, porque condenarían a todos.

Nuevamente se paró la francesa y gesticuló con furia:

– ¡Lo diré una vez más! Ninguno de los presentes puede decidir imparcialmente .

Avram dio un paso hacia ella:

– Yo seré imparcial.

– ¡Tú! Tu propio hijo será quien nos mate. Claro que te salvarás.

– ¿Qué, no soy hombre? La Cámara E estará llena de mujeres y niños. Durante el ataque yo iré con los demás hombres. Por eso soy el único imparcial entre los presentes.

– ¿Morirás con los otros? -preguntó la francesa, incrédula.

– Si es nuestro destino, sí. Bien, escuchen, por favor.

La anciana que había comparado la Cámara E con un bote salvavidas se levantó y encaró a la francesa:

– Ya cantaste bastante, pajarito. El zapatero sabe qué hacer. Siéntate y cierra el pico.

Las demás mujeres asintieron. Jonas se preguntó si callaban impresionadas por la promesa de su padre de autoinmolarse o simplemente porque él había asumido la responsabilidad de tomar la decisión.

– Ésta es mi decisión -dijo Avram-. La Cámara E será para mujeres y niños judíos. Nadie fuera de esta cuadra debe estar enterada.

Hubo algunos cuchicheos que cesaron rápidamente.

– Las mujeres con hijos tendrán prioridad. Alcen las manos, por favor.

Quince mujeres alzaron las manos.

– Manténganlas así. Ahora, ¿cuántas de las quedan tienen hasta treinta años?

Se alzaron ocho manos más.

– Son veinticinco adultas contando a Rachel Jansen y la mujer sefardí que duerme en la cuadra de los niños. Alcen las manos las que tienen entre treinta y uno y cuarenta años.

Catorce mujeres lo obedecieron.

– Treinta y nueve. Hay lugar para treinta y cinco adultos. No bajen las manos, por favor.

– Por Dios -dijo una de las que habían alzado las manos-. Cuatro de más no son tantas.

– Podrían significar la muerte de todas -le hizo notar Jonas-. Todo depende de cuánto tiempo deban permanecer ahí para sobrevivir. Me dijeron que llevara a no más de veinticinco adultos. Ya llevo diez de más.

Avram miró a las mujeres que no habían alzado las manos. Algunas miraban fijamente el piso. Otras lloraban. La anciana que había hablado del salvavidas trataba de consolarlas.

Jonas parpadeó al ver que bajaba una mano. Se levantó una mujer que parecía tener algo menos de treinta.

– Me quedaré -dijo.

– Pero, ¿por qué? -objetó una mujer mayor-. Algún día tendrás hijos. Debes escapar.

La voluntaria meneó la cabeza:

– No puedo tener hijos. Me esterilizaron en Auschwitz. Mataron a las otras chicas, pero a mí me enviaron aquí. No sé por qué ni me importa. Me quedaré.

– Dios te bendiga -dijo la anciana.

– Quedan treinta y ocho -dijo Avram, inmutable.

Cayeron otras dos manos.

– Mis hijos murieron hace mucho -dijo una-. A mi esposo lo mataron en la última selección.

– Lo mismo digo -declaró la otra-. Además, qué importa dónde nos ocultemos. He visto los bombardeos. Si cayera una bomba sobre la Cámara E, morirían todos los ocupantes. Prefiero correr el riesgo.

Stern sintió una punzada de remordimiento por haberles mentido, pero no había nada que hacer. Miró al fondo de la cuadra. No había señales de Rachel Jansen. Iba a llamarla, cuando una mujer rapada se levantó de un salto y señaló a una que había alzado la mano.

– ¡Ella miente! Tiene cuarenta y dos años. ¿Cómo te atreves, Shoshona?

La mujer señalada no bajó la mano:

– Tengo treinta y nueve.

La acusadora meneó la cabeza con vehemencia:

– ¡Éramos vecinas en Lublin! ¡Tiene cuarenta y dos!

La acusada se levantó de un salto.

– ¡Sí, tengo cuarenta y dos! -exclamó aterrada-. ¿Les parezco tan vieja? ¿Por qué me niegan la oportunidad de vivir? ¡Miren mis caderas! ¡Puedo tener hijos!

Meneó las caderas en una exhibición casi obscena de sus encantos sexuales. Jonas vio que las demás mujeres excluidas empezaban a alterarse. Dio un paso hacia la histérica para contenerla si fuera necesario.

– Si tienes tantas ganas de vivir, te cedo mi lugar. -La mujer que habló estaba demacrada y casi calva. Su piel parecía un pergamino, pero sin duda era menor de treinta años.

– Soy de Varsovia -dijo-. Toda mi familia ha muerto. Toma mi lugar.

– ¡No! -protestaron varias mujeres-. Eres joven. Mereces vivir.

La joven alzó las manos en un gesto patético de resignación:

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