El centinela apenas miró el documento; como siempre, el uniforme del SD y las insignias de grado eran suficientes. Stern pasó la puerta en menos tiempo del necesario para encender un cigarrillo.
– Standartenführer.
Stern puso una mano sobre su Schmeisser al mismo tiempo que se volvía.
– Esto le hará falta.
El centinela le ofrecía una linterna de pilas. Stern la aceptó con un gesto de agradecimiento y entró en la cuadra.
El recinto estaba totalmente oscuro. Encendió la linterna, extendió un brazo y apuntó la luz a su propia cara.
– Soy el hijo del zapatero -susurró-. He vuelto. ¿Está mi padre aquí?
– ¡Hijo mío! -respondió un susurro jubiloso.
– Enciendan la vela -ordenó Jonas-. ¡Rápido!
Oyó crujidos de ropa en la oscuridad. Un tenue resplandor amarillo dibujó un círculo en el piso. Una sombra pasó frente a la luz y un par de brazos estrecharon a Stern con fuerza. La emoción fue tan fuerte que estuvo a punto de desfallecer. A su mente acudió la imagen de su madre, sola en su diminuto apartamento en Palestina.
– ¿Cómo lo haces? -preguntó Avram Stern-. ¿Cómo pasas la guardia?
– No importa. Debemos hablar. Que todos formen un círculo a mi alrededor. De prisa.
– ¡Rachel! -exclamó Avram-. Reúna el círculo.
Stern tuvo una sensación de gran movimiento alrededor, como de hojas en un bosque nocturno. A medida que se acercaban las mujeres, retrocedió hacia la puerta. Trató de hacerlo con naturalidad, pero su intención era impedir la fuga de cualquiera que tratase de huir por un ataque de pánico.
Su padre y Rachel Jansen se aproximaron. Los demás rostros, jóvenes y viejos, formaban un mapa humano de toda Europa.
– Escuchen -dijo en idish -. Debo hablarles, pero tenemos muy poco tiempo. No les dije toda la verdad. Vine de Palestina, pero no para verificar los informes sobre las atrocidades de los nazis. Vine para ayudar a preparar un gran ataque contra Hitler.
"Todos ustedes saben qué fabrican los nazis en este campo. Lo han experimentado con amigos y familiares suyos. Saben que es un gas mortífero. No es necesario explicarles la catástrofe que provocaría si lo usaran contra las tropas que ya se aprestan a desembarcar en Francia para liberar Europa. Es por eso que los Aliados piensan matar a Herr Doktor Brandt y destruir su laboratorio.
El coro de susurros pasó sobre él como una brisa. Stern contempló los rostros aturdidos. Por más que lo deseara, no podía revelar la verdad a esas mujeres.
– Dentro de unos cuarenta minutos, el campo de Totenhausen sufrirá un ataque aéreo.
Un nuevo coro, esta vez de exclamaciones apenas contenidas.
– Las bombas que caerán serán armas químicas, cargadas con un gas muy similar al que se fabrica aquí. -Stern dio un paso hacia las mujeres. En ese momento se dio cuenta de que las había contado. Eran cuarenta y cuatro, sin contar a su padre. -Quien no esté protegido, probablemente morirá durante el ataque. He venido a sugerir una manera para que muchas de ustedes sobrevivan.
– ¿Por qué no nos dice la verdad? -preguntó una voz desde el fondo-. A los Aliados no les importa si vivimos o no.
Stern alzó las manos:
– Yo soy judío. No soy un soldado aliado sino del Haganá en Palestina. Peleo por Israel. Arriesgué mi vida para venir aquí. ¿Me escucharán?
– Escuchamos -dijo Rachel.
– La única manera de protegerse del gas es aislarse totalmente de él. Las bombas caerán a las ocho. Diez minutos antes, ustedes deberán trasladarse a la Cámara E y encerrarse en ella. Es indispensable…
– ¿ La Cámara E? -preguntó alguien-. En este campo hay más de doscientos prisioneros. La Cámara E no tiene espacio suficiente ni siquiera para los que estamos aquí.
– Eso lo sé -respondió Stern cautelosamente.
Las mujeres se miraron desconcertadas.
– ¿Qué quieres decir, hijo? -preguntó Avram.
– Que es imposible salvar a todos.
El silencio invadió la cuadra.
– ¿Qué pasa con el refugio antiaéreo? -preguntó alguien-. Allá hay lugar para todos.
Jonas meneó la cabeza:
– Ante un ataque, los SS correrán al refugio. Matarían sin contemplaciones a cualquier prisionero que tratara de entrar.
Se abstuvo de agregar que si todo resultaba bien, el refugio sería una trampa mortal.
Una mujer madura se alzó en el centro del grupo:
– ¿Quién se arroga un derecho que sólo pertenece a Dios? ¿Quién se atreve a seleccionar a los que han de vivir o morir?
Stern aferró su Schmeisser. Era el momento de la locura, aquel en que la situación se hacía carne en todas.
– Qué suerte que no haya rabinos aquí -dijo una mujer muy anciana que estaba sentada en el piso-. Habría una discusión interminable. En ocasiones hay que seguir los dictados del corazón. Y también del sentido común.
– ¿Y qué dice el sentido común en este caso? -preguntó la mujer que se había parado.
– Es muy sencillo -dijo la anciana con serena certeza-. El campo es un barco que se hunde. La Cámara E es el bote salvavidas. Existe una ley, tácita pero sagrada. Todos la conocen. La prioridad la tienen las mujeres y los niños. Las jóvenes antes que las viejas. Las que aún están en edad de tener hijos.
Las palabras de la anciana enmudecieron a todos.
– Eres sabia -dijo por fin Avram-. No es una decisión fácil. Pero es necesaria.
Bruscamente se levantó otra:
– ¿Qué es esto? -preguntó con acento francés-. ¿Nos salvaremos nosotras y dejaremos que mueran las gentiles?
– Ellas nunca se ocuparon de nosotras -dijo una voz cargada de amargura.
– ¿Y los niños? ¿Dejaremos que mueran los niños cristianos? ¿Y los hombres no tienen derecho a vivir?
– Claro que sí -dijo la anciana-. Pero no tienen el deber de decidir, que ha recaído sobre nosotras. No podemos preguntar la opinión de cada prisionero. Sería imposible mantener el secreto. El joven actuó sabiamente al esperar hasta el último momento.
– ¿Usted estaba enterado del ataque cuando vino la primera vez? -preguntó la francesa.
– Claro que estaba enterado -dijo otra.
Una de las mujeres que Rachel llamaba las flamantes viudas se levantó, vacilante.
– Mi hija está en la cuadra de los niños -murmuró con voz casi inaudible-. Si hemos de morir, quiero estar con ella.
– Podemos salvar a los niños y algunas de ustedes -dijo Jonas-. Pero debemos resolver rápidamente.
– ¿Algunas? -exclamó la francesa-. ¿No pueden salvar a todos los niños, pero pretenden condenar a algunas de nosotras?
– Baje la voz -dijo Jonas perentoriamente.
– ¿Cuántas? -preguntó una voz que ya conocía. Era Rachel Jansen. -¿Cuántas personas caben en la Cámara E? La conozco, es muy pequeña.
– La Cámara E fue diseñada para realizar experimentos con diez hombres, como máximo -explicó Jonas-. El número depende del espacio y la cantidad de oxígeno. Deberán permanecer ahí durante dos horas, por lo menos.
– ¿Cuántas? -insistió Rachel-. No necesitamos saber más.
Stern asintió, impresionado por su sentido práctico.
– Cincuenta niños -dijo-. Todos los de la cuadra de niños judíos.
– ¿Y mujeres?
Vaciló:
– Treinta y cinco.
En medio del silencio sepulcral miró su reloj: las 19:23. El tiempo se agotaba. Sacó el silenciador inglés de la caña de su bota y lo enroscó en la Schmeisser.
– Decidan entre ustedes -dijo-. Debo hablar a solas con mi padre. Pero les advierto que si alguna trata de salir, tendré que matarla. No tengo alternativa.
Tomó a su padre de la mano y lo llevó a un lugar oscuro, apartado del círculo de mujeres. Se sentó sobre un camastro.
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