Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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Desapareció en la noche.

Anna se apartó un mechón de la frente.

– Cuando salió, parecía un muchachito.

– Es un muchachito -dijo McConnell-. Y lo más probable es que no sobreviva a esta noche.

– También es un asesino. Capaz de vérselas con Sturm o cualquiera de ellos.

McConnell asintió:

– Si no lo fuera, no podría hacer este trabajo.

El piloto Peter Bottomley contempló el pequeño monoplano que bajaba del cielo nocturno de Suecia a la pista desierta. Carreteó hasta colocarse junto al bombardero Junker y se detuvo sin apagar el motor. Se abrió la puerta lateral y un hombre manco saltó a la pista. Vestía un sobrio traje negro. Agitó la mano al piloto. El avión ligero se alejó y el hombre fue rápidamente hacia donde lo esperaba Bottomley.

– ¿Qué tal estaba Estocolmo, mi general?

– Como siempre -dijo Smith-. Lleno de intrigas que no llegarán a nada. ¿Novedades de Butler y Wilkes?

– Sin novedad, mi general. Pero en Bletchley recibieron un informe no confirmado de que los Wojik están desaparecidos.

– ¿Desaparecidos? -preguntó Smith con un gesto de contrariedad.

– Parece que la red PASTOR informó que Scarlett llamó a los Wojik a una reunión de emergencia. Los Wojik fueron a la reunión, pero no volvieron.

Smith se tironeó una punta del bigote gris.

– Quién sabe si Schörner no descubrió a Weitz y a la Kaas y los usó para atraer a los Wojik. Tal vez Butler y Wilkes también cayeron. -Smith miró su traje severo. -Parece que estoy bien vestido para la ocasión.

– Qué mala suerte, mi general.

Smith resopló y miró hacia el sur, a las aguas heladas del Báltico. El canal abierto en el hielo costero ya se llenaba de pequeños témpanos.

– No hay seguridad sobre nada -dijo-. ¿No hay mensajes Ultra que indiquen algún suceso extraordinario en Totenhausen? ¿O que hablen de un asalto comando fallido, o algo por el estilo?

– Nada, mi general.

– Bueno, es la cuarta noche. Estoy seguro de que el viento se calmó lo suficiente para atacar, pero Butler y Wilkes no han atacado. El gas ya tiene casi cien horas. Por las razones que fuera, parece que fallaron. -Palpó sus bolsillos en busca de la pipa. -En fin… con un poco de suerte en la navegación, GENERAL SHERMAN borrará todo rastro de la misión. Como si Butler y Wilkes nunca hubieran estado allá. Pobres infelices.

– ¿Lo que el viento se llevó, mi general? -dijo Bottomley con humor sombrío.

– Más respeto, Bottomley.

– ¿Quiere que monitoree la frecuencia de emergencia de Butler? Los Mosquito van a mantener silencio de radio a partir de que se separen de la fuerza principal. No podríamos detenerlos aunque quisiéramos hacerlo. Si cree que Butler y Wilkes están liquidados…

– ¡Claro que debe monitorear la frecuencia! Hasta el momento en que empiecen a caer las bombas. -Había furia en la voz de Duff Smith. -Aunque parezca que todo está perdido, nunca se sabe. Tal vez nos enteremos de por qué fracasó la misión.

– Sí, mi general.

Smith tironeó otra vez de su bigote.

– Pensé que Stern tenía pasta para la misión -murmuró-. Joder.

– ¿Perdón, mi general?

– No importa, Bottomley. Llevemos el radio a esa choza en la playa. Nunca se sabe qué puede salir del mar.

– Entendido, mi general.

Jonas Stern llegó al portón de entrada de Totenhausen en el Mercedes de Sabine como Lucifer en un carro de guerra negro. A más de mil quinientos metros del campo ya había visto los reflectores que penetraban en el bosque como dedos blancos, y había comprendido que era imposible entrar furtivamente.

Tendría que intentarlo a cara descubierta.

Mientras uno de los seis SS apostados en el portón se acercaba al Mercedes, Stern rogó para sus adentros que la información de Anna Kaas sobre la estructura de mandos fuera exacta. Bajó la ventanilla y esperó al centinela.

Cuando el soldado de chaquetón pardo vio el uniforme del SD y la insignia de grado, reaccionó tal como esperaba Stern. Se irguió rápidamente y lo miró con ojos grandes como cápsulas servidas.

– Acérquese a la ventanilla, Schütze -dijo Stern en tono despreocupado.

Zu befehl, Standartenführer!

– Soy el Standartenführer Ritter Stern, de Berlín. He venido a detener a una persona. Tal vez a varias.

El rostro del soldado, antes pálido, se puso directamente blanco.

– Nadie que no sea personal del SD podrá entrar o salir por este portón durante la próxima hora. Eso incluye al Sturmbannführer Wolfgang Schörner. ¿Entendido?

Jawohl, Standartenführer!

– No grite. No dirá nada a los demás centinelas. Tampoco informará al Hauptscharführer Sturm. Hablaré con Herr Doktor Brandt y con nadie más. Quien trate de impedir este operativo irá a parar al sótano de la Prinz-Albrechtstrasse antes del amanecer. ¿Está perfectamente claro?

Demasiado aturdido para responder, el soldado chocó los talones y asintió.

– Vuelva a su puesto y ábrame el portón.

El soldado corrió a unirse a sus camaradas y obedeció.

Stern puso la primera y entró lentamente en Totenhausen. El edificio del cuartel general parecía desierto. Lo bordeó y entró en la Appellplatz. Delante de él estaba el hospital y a la izquierda las cuadras de prisioneros. A su derecha, dos camiones de gran porte permanecían estacionados junto al alambrado que rodeaba un gran galpón. Según los informes del general Smith, el galpón alojaba el laboratorio de Brandt y la fábrica de gas. Hombres de camisa blanca cargaban baúles en los camiones.

Stern fue derecho al hospital y estacionó del lado opuesto a la fábrica. Según su reloj eran las 19:16. La hora justa. Quitó el silenciador preparado por el SOE de la Schmeisser, lo deslizó en la caña de su bota derecha, bajó del Mercedes y bordeó el hospital. El callejón estaba desierto.

A mitad de camino giró a la izquierda y fue sin vacilar a los cuatro escalones que bajaban a la semisubterránea Cámara E. La puerta tenía una rueda de acero similar a la de la escotilla de un submarino. Pudo hacerla girar fácilmente; tal como había dicho Anna, la puerta estaba abierta. Al entrar, una bocanada de aire cálido le agitó el pelo. Una tenue luz azulada entraba por los ojos de buey instalados en las paredes de acero cerca del techo. En ese momento adquirió plena conciencia de lo desesperado de su plan. La sensación en el interior era exactamente la que correspondía al lugar: era una cámara de muerte. Lo irónico era que, en cuarenta minutos más, sería el único lugar de Totenhausen donde se podría sobrevivir.

Si el gas británico conservaba su efectividad, pensó.

Cetro la puerta, verificó que el callejón estuviera desierto, subió los escalones cubiertos de hielo y se dirigió a las cuadras de prisioneros. Se preguntó qué habría dicho el centinela a sus camaradas sobre el hombre del Mercedes. En circunstancias normales, la noticia sobre la presencia de un coronel SD correría rápidamente de boca en boca. Pero esas circunstancias no eran normales. ¿Cuánto tardaría en enterarse Wolfgang Schörner?

Había un centinela apostado en la puerta del alambrado que rodeaba las seis cuadras. Al acercarse, Stern advirtió que sobre su cabeza pendía el cuerpo mutilado y desnudo de una mujer. Greta Müller. Borró la imagen goyesca de su mente, sacó la cartera de cuero que contenía su documento de identidad falsificado y la abrió antes de llegar al puesto del centinela.

– Debo hablar con una prisionera -dijo con lacónica cortesía-. Una judía. Es asunto de seguridad del Reich. Pienso que no habrá problemas, así que permanezca en su puesto. Si oye gritos de mujeres, no haga caso. Si un hombre pide ayuda, seré yo. En ese caso, venga sin demora.

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