John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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También era peligroso ese hombre, tan letal como sus dos acompañantes, aunque la letalidad de éstos formaba parte de su naturaleza, y ambos se habían adaptado a ella, en tanto que el tercero luchaba contra la suya. Había sido policía, pero su mujer y su hija murieron asesinadas, asesinadas de la peor manera posible. Luego él encontró al culpable, lo encontró y acabó con él. Después acabó también con otros, hombres y mujeres abyectos y perversos, a juzgar por lo que Willie sabía, y Ángel y Louis lo ayudaron. Con ello, todos sufrieron. Hubo dolor, heridas, tormento. Louis tenía una lesión en la mano izquierda, los huesos aplastados por un balazo. Ángel pasó meses en el hospital soportando injertos en la espalda, y se le fue parte de la vida en aquella experiencia. Moriría antes de tiempo a causa de ello, a Willie no le cabía la menor duda. El tercero había perdido la licencia de detective privado hacía no mucho y aún no había arreglado las cosas con su novia, ni las arreglaría nunca probablemente, por lo que no veía a su hija con la frecuencia que habría deseado. Por lo último que Willie había sabido, trabajaba de camarero en un bar de Portland. No seguiría así mucho tiempo, no un hombre como él. Tenía un imán para los problemas, y quienes acudían a él en busca de ayuda llegaban seguidos de dragones.

En su compañía, Willie lo llamaba Charlie, y Arno lo llamaba señor Parker. En otro tiempo la gente lo llamaba Bird, pero ése fue un apodo de su época en el cuerpo de policía, y Ángel le había dicho a Willie que no le gustaba. Sin embargo, cuando él no estaba presente, Willie y Arno siempre se referían a él como «el Detective». Nunca lo habían planteado de modo explícito, nunca se habían puesto de acuerdo en que debían llamarlo así. Simplemente, con el tiempo, surgió de manera natural. Así era como Willie pensaba siempre en él como el Detective, con «d» mayúscula. El término tenía el tono justo de respeto. De respeto, y quizás un poco de temor.

El Detective no ofrecía un aspecto muy amenazador, no a primera vista. En eso se diferenciaba de Louis, que incluso rodeado de hadas danzarinas y pajaritos le habría parecido amenazador a cualquiera. El Detective era sólo un poco más alto que la media, en torno al metro setenta y cinco, quizá. Tenía el pelo oscuro, casi negro, asomando ya el gris en las sienes. Presentaba cicatrices en el mentón y junto al ojo derecho. Aparentaba una complexión media, pero debajo escondía una buena musculatura. En sus ojos azules, con las pupilas siempre pequeñas y oscuras, se advertía un matiz verde según como les diera la luz. Incluso cuando se lo veía relajado, como ahora en la fiesta de Willie, parte de él permanecía reservada y oculta, tan reconcentrada que ni siquiera sus ojos permitían el paso de la luz. Eran unos ojos, pensó Willie, que inducían a los demás a desviar la mirada. Al mirar a ciertas personas a los ojos, uno sonreía instintivamente, porque lo que había en su corazón -si de verdad, como decían, los ojos eran el espejo del alma- era en esencia bueno, y eso se transmitía de algún modo a quienes conocían a aquellas personas. El Detective no era así. No es que no fuese un buen hombre: Willie había oído lo suficiente sobre él para saber que era de los que no daban la espalda al dolor ajeno, de los que no podían taparse los oídos con una almohada para ahogar los gritos de los desconocidos. Las cicatrices de su cara eran insignias de valor, y Willie sabía que tenía otras escondidas bajo la ropa, y aun en lugares debajo de la piel y en lo más hondo del alma. No, era más bien que en él la bondad coexistía con la rabia y el dolor y la pérdida. El Detective luchaba contra la corrupción de esa bondad a manos de elementos más oscuros, pero no siempre vencía, y a sus ojos asomaba el testimonio de esa lucha.

– Eh. -Era Arno-. ¿Y a ti qué demonios te pasa esta noche? Se diría que acabas de recibir una llamada de Hacienda.

Willie se encogió de hombros.

– Supongo que es por llegar a una edad con un cero al final. Es un toque de atención.

– ¿De atención? ¿A partir de ahora serás más atento? ¿Me prepararás café por las mañanas y me preguntarás cómo he dormido?

Willie le dio un puñetazo en el brazo.

– No, pedazo de adoquín. Cuando digo «toque de atención», me refiero a la necesidad de empezar a pensar en ciertas cosas, a recordar.

– Pues déjalo ya. Hasta la fecha no te ha servido de nada, y ya eres demasiado viejo para que ahora de pronto se te dé bien.

– Sí, supongo que tienes razón.

Le plantaron una cerveza en la mano, una rubia Brooklyn. Había empezado a beber esa marca recientemente. Le gustaba la idea de que hubiese otra vez una pequeña cervecera independiente en Williamsburg, y se sentía obligado a darle apoyo. Contribuía, además, el hecho de que sabía bien, y por tanto Willie no tenía que hacer grandes concesiones.

Echó una última mirada a los tres hombres del rincón. Ángel se la devolvió y levantó el vaso en un gesto de saludo. A su lado, Louis lo imitó, y Willie alzó la botella en reconocimiento. Lo invadió una sensación de calidez y gratitud tan intensa que se le encendieron las mejillas y se le empañaron los ojos. Sabía lo que habían hecho esos hombres en el pasado, y lo que aún eran capaces de hacer. Sin embargo, algo había cambiado en la vida de esos dos. Quizá fuera por influencia del tercero, pero ahora eran, a su modo, los «buenos». Intentó recordar algo que le habían dicho sobre ellos en una ocasión, algo sobre los ángeles.

Ah, sí. Que estaban del lado de los ángeles, aun cuando los ángeles no tuvieran muy claro si eso era para bien o para mal.

Y entonces recordó quién lo había dicho: fue el tercer hombre, Parker. El Detective. Como en respuesta a una señal, el Detective volvió la cabeza, y Willie se sintió atrapado en su mirada. El Detective sonrió, y Willie le devolvió la sonrisa. Ni siquiera al sonreír pudo sacudirse del todo la sensación de que el Detective le había leído el pensamiento.

Willie se estremeció. Había mentido a Arno al decirle que su comportamiento anómalo se debía al cumpleaños. Eso sólo era una parte, no todo. No, durante los últimos dos días Willie tenía la impresión de que algo andaba mal, algo que era incapaz de precisar. El día anterior había visto un Chevrolet Malibú aparcado en la calle frente al taller, con dos hombres en los asientos delanteros, y le pareció que lo vigilaban, porque en cuanto empezó a fijarse en ellos se marcharon. Más tarde le restó importancia, diciéndose que eran paranoias suyas, pero tenía la certeza de haber visto de nuevo el coche ese mismo día, aparcado en esta ocasión calle abajo, con los dos mismos hombres en los asientos delanteros. Pensó en comentárselo a Louis, pero desechó la idea. No era el momento ni el lugar. Quizá simplemente se sentía raro porque acababa de entrar en la séptima década de la vida. Así y todo, no podía dejar de pensar que algo se había torcido ligeramente. Era como cuando su mujer presentó la demanda de divorcio, e iban a quitarle el taller, ese presentimiento de que una grieta había aparecido en su existencia, de que su mundo estaba a punto de verse transformado por algo exterior, algo hostil y peligroso.

Y Willie no podía hacer nada para impedirlo.

4

Era la una de la madrugada pasada. La mayoría de los invitados se habían ido, y del grupo principal sólo quedaban Arno, Willie y un hombre a quien apodaban «el Feliz Saúl». De niño, el Feliz Saúl sufrió una lesión en un nervio de la cara y debido a ello se le quedó la boca contraída en una mueca permanente. En los funerales nadie se sentaba al lado del Feliz Saúl. Causaba mala impresión. Contra lo habitual -ya que a menudo individuos con apodos como «Feliz» o «Sonrisas» tendían a ser seriamente depresivos e iracundos, de esos que siempre que veían un campanario se imaginaban a sí mismos en lo alto eliminando a transeúntes con un rifle-, el Feliz Saúl era un hombre ufano y una grata compañía. En ese preciso momento contaba a Willie y Arno un chiste tan inconcebiblemente verde que Willie supo a ciencia cierta que iría de cabeza al infierno sólo por oírlo.

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