– Daniel no sabía que todo saldría bien -lo interrumpió Abby con aspereza-. ¿Qué crees que habría hecho? Creía que Lexie estaba muerta, Rafe.
Rafe se encogió de hombros.
– O eso dice.
– ¿Qué quieres decir?
– Simplemente digo lo que pienso. ¿Recuerdas cuando aquel imbécil se presentó a informarnos de que Lexie había salido del coma? Nosotros tres -me indicó a mí- nos sentimos tan aliviados que estuvimos a puntos de desfallecer; de hecho, pensé que Justin iba a desmayarse de verdad.
– Gracias de nuevo, Rafe -dijo Justin, volviendo a coger la botella.
– Pero ¿vosotros tuvisteis la sensación de que Daniel se sentía aliviado? ¡Nada de eso! Parecía como si alguien le hubiera apaleado con una porra en pleno estómago. Por favor, si hasta el propio policía se dio cuenta. ¿Os acordáis?
Abby se encogió de hombros, con frialdad, y agachó la cabeza sobre la muñeca, mientras buscaba a tientas la aguja.
– Eh -exclamé, al tiempo que daba una patadita en el sofá para llamar la atención de Rafe-. Yo no me acuerdo. ¿Qué ocurrió?
– Fue el capullo ese de Mackey -explicó Rafe. Le arrebató la botella de vodka a Justin y se llenó el vaso hasta arriba, prescindiendo de la tónica-. A primera hora de la mañana del lunes se presentó en la puerta, tenía buenas noticias que comunicarnos. Preguntó si podía entrar. Yo, personalmente, lo habría enviado a la porra, había visto bastantes agentes de policía aquel fin de semana para el resto de mi vida, pero Daniel abrió la puerta porque tenía esa teoría chiflada de que no debíamos enemistarnos con la policía. En verdad, Mackey ya estaba enemistado, nos detestaba desde el primer momento en que nos vio, así que ¿qué sentido tenía tratar de quedar bien con él? Sea como fuere, Daniel lo dejó entrar. Yo salí de mi dormitorio para comprobar de qué iba aquella historia, y Justin y Abby estaban saliendo de la cocina. Mackey permaneció de pie en el zaguán, nos repasó a todos con la mirada y dijo: «Vuestra amiga va a sobrevivir. Está consciente y ha pedido el desayuno».
– Nos pusimos como locos de alegría -dijo Abby, que ya había encontrado la aguja y apuñalaba el vestido de la muñeca con puntadas cortas y furiosas.
– Bueno -la contradijo Rafe-. No todos… Justin estaba agarrado al pomo de la puerta sonriendo como un bobo y hundiéndose como si las rodillas le hubieran flaqueado de manera irremisible, Abby empezó a reír y saltó sobre él y le dio un gran abrazo, y yo creo que emití algún tipo de sonido extraño y convulsivo. Pero Daniel… simplemente se quedó allí impertérrito. Parecía…
– Parecía un niño -lo interrumpió Justin de repente-. Parecía un niño muerto de miedo.
– Bueno, no es que tú estuvieras en situación de apreciar nada -le recriminó Abby con acritud.
– Pues sí lo estaba. Estuve observándolo muy atentamente. Estaba tan pálido que parecía enfermo.
– Luego giró sobre sus talones, entró aquí -continuó Rafe- y se apoyó en el marco de la ventana, con la vista perdida en el jardín. Ni una sola palabra. Mackey nos miró con la ceja arqueada y preguntó: «¿Qué le ocurre a vuestro amigo? ¿Es que no está contento?».
Frank no me había mencionado nada de aquello. Yo debería estar rabiosa, al fin y al cabo era él quien me había advertido que no jugara sucio, pero en aquellos momentos se me antojaba una persona neblinosa de otro mundo, a una galaxia de distancia.
– Abby se desenmarañó de Justin e hizo un comentario acerca de lo sensible que es Daniel…
– Es que lo es -replicó Abby y cortó el hilo con los dientes.
– Pero Mackey se limitó a sonreír con esa sonrisita suya de cinismo y se fue. En cuanto me aseguré de que se había ido de verdad (es de los que se quedarían escuchando a hurtadillas entre los matorrales), me acerqué a Daniel y le pregunté qué problema tenía. Seguía junto a la ventana; no se había movido. Se apartó el pelo de la cara (estaba sudando) y dijo: «No hay ningún problema. Ese poli miente, por supuesto; debería haberme dado cuenta de inmediato, pero me ha sorprendido con la guardia baja». Me lo quedé mirando atónito. Pensé que había perdido definitivamente el juicio.
– Igual eras tú quien lo había perdido -intervino Abby crispada-. Yo no recuerdo nada de todo esto.
– Tú y Justin estabais demasiado ocupados bailando por el comedor entre abrazos y grititos, parecíais un par de Teletubbies. Daniel me miró irritado y dijo: «No seas ingenuo, Rafe. Si Mackey estuviera diciendo la verdad, ¿crees que nos anunciaría buenas noticias? ¿No se te ha ocurrido lo serias que podrían haber sido las consecuencias de lo ocurrido?». -Le dio un trago largo a su bebida-. Dímelo tú, Abby. ¿Tú dirías que eso puede describirse como «volverse loco de alegría»?
– Por todos los santos, Rafe -se quejó Abby. Estaba sentada muy recta, pestañeando con fuerza: se estaba enfadando-. ¿De qué te quejas? ¿Acaso has perdido la cabeza? Nadie quería que Lexie muriera.
– Tú no querías, yo no quería y Justin no quería. Quizá Daniel tampoco quisiera. Yo sólo digo que no tengo manera de saber qué sintió él cuando comprobó el pulso de Lexie, porque yo no estaba allí. Y tampoco puedo jurar saber qué habría hecho Daniel en caso de haber descubierto que seguía con vida. Y tú, Abby, ¿lo sabes con certeza? Después de estas últimas semanas, ¿podrías jurar, con la mano en el corazón, que estás absolutamente segura de lo que Daniel habría hecho?
Algo frío se deslizó por mi nuca, onduló las cortinas y se aposentó lenta y delicadamente en los rincones del techo. Cooper y la policía científica habían dictaminado que la habían trasladado después de muerta, pero no cuánto tiempo después. Durante al menos veinte minutos, Daniel y Lexie habían permanecido juntos, solos, en aquella casucha. Pensé en los puños de Lexie, apretados con fuerza («estrés emocional extremo», había descrito Cooper) y en Daniel sentado tranquilamente junto a ella, sacudiendo con cuidado la ceniza dentro del paquete de cigarrillos, mientras gotas de la tenue lluvia salpicaban su cabello oscuro. De haber habido algo más que aquello, tal vez una mano moviéndose, un grito ahogado, unos grandes ojos pardos asustados mirándolo, un susurro casi demasiado leve para escucharse, nadie lo sabría jamás.
El largo viento de la noche barría las montañas, el ulular de las lechuzas se desvanecía.
La otra cosa que había mencionado Cooper era que los médicos podrían haberla salvado. Daniel podría haber hecho que Justin permaneciera en la casita, si así lo hubiera querido. Habría sido lo lógico. El que se quedaba no tenía nada que hacer, si Lexie estaba muerta, salvo permanecer allí quieto, sin tocar nada; en cambio, el que regresara a casa tenía que dar la noticia a los otros dos, encontrar el monedero, las llaves y la linterna, mantener la compostura y actuar con celeridad. Daniel había enviado a Justin, que apenas se tenía en pie.
– Hasta la víspera del día en que regresaste -me explicó Rafe- insistía en que estabas muerta. Según él, los policías se estaban marcando un farol al afirmar que estabas viva para que creyéramos que tú les estabas contando lo ocurrido. Daniel dijo que debíamos limitarnos a no perder la cabeza y, antes o después, regresarían con algún cuento acerca de que habías tenido una recaída y habías muerto en el hospital. No fue hasta que Mackey telefoneó para preguntar si podía traerte al día siguiente, si estaríamos en casa, cuando Daniel pensó que, ¡mira por dónde!, quizá no hubiera ninguna conspiración mundial en contra de nosotros, que quizá todo aquel asunto fuera más sencillo de lo que parecía. Fue un momento Eureka. -Dio otro trago largo a su bebida-. Muerto de alegría, y un cuerno. Yo te diré cómo estaba: se quedó petrificado. Sólo pensaba en si Lexie habría perdido la memoria o en si se lo habría hecho creer a la policía y en tu proceder una vez regresaras a casa.
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