Hizo una pausa cortés, por si acaso yo quería aportar algo a la conversación. Lo miré fijamente. Me parecía increíble no haber previsto que aquello pudiera ocurrir.
– Y luego, por supuesto -continuó cuando fue obvio que yo no iba a añadir nada-, pasó lo de la otra noche. Tal como ya sabrás, o quizá no, en algunas ocasiones, tú y yo… bueno, en cualquier caso, Lexie y yo habíamos… Bueno, baste decir que un beso puede ser tan personal e inconfundible como una risa. Cuando nos besamos la otra noche me quedó más o menos claro que no eres Lexie.
Me miró con insulsez, desde los pies de la cama. Estaba intentando derribarme por todos los flancos, aprovechando todas las bazas que tenía en su haber: con mi jefe, con el novio que había adivinado que tenía, con los jefazos que no aprobarían que una agente encubierta anduviera besuqueándose con un sospechoso. Aquéllas eran sus nuevas armas de control remoto. De haber seguido conectado mi micrófono, yo habría estado a apenas unas horas de un lúgubre viaje a casa y de un billete sin retorno a un escritorio de una comisaría en medio de la nada.
– Por absurdo que pueda sonar -continuó Daniel con parsimonia-, me gustaría ver esa supuesta herida de arma blanca. Simplemente para asegurarme de que eres realmente quien afirmas ser.
– Claro -contesté alegremente-, ¿por qué no? -y divisé la chispa asustada en sus ojos. Me levanté la camisa del pijama y me solté el vendaje para mostrarle que el micrófono estaba desconectado del paquete de las baterías-. Buen intento -lo felicité-, pero te ha salido el tiro por la culata. Además, ¿qué crees que ocurrirá si consigues que me saquen de aquí? ¿Crees que me iré con el rabo entre las piernas? No tengo nada que perder. Aunque sólo me queden cinco minutos, los utilizaré para explicarles a los demás quién soy y que hace semanas que tú lo sabes. ¿Cómo crees que se lo tomará, por poner un ejemplo, Rafe?
Daniel se inclinó hacia delante para inspeccionar el micrófono.
– Vaya -suspiró-. Bueno, merecía la pena intentarlo.
– De todas maneras, mi tiempo en este caso está a punto de finalizar -le aclaré. Hablaba aceleradamente: Frank habría empezado a sospechar en el preciso instante en que el micrófono se había desconectado y no creía que me quedara más de un minuto antes de que montara en cólera-. Sólo dispongo de unos días. Pero quiero esos días. Si intentas arrebatármelos, dispararé a quemarropa. En caso contrario, aún tienes alguna oportunidad de que no consiga nada útil y podemos apañárnoslas para que los demás nunca sepan quién soy.
Me observó, inexpresivo, con aquellas manos grandes y cuadradas entrelazadas con fuerza en su regazo.
– Mis amigos son responsabilidad mía. No voy a apartarme y dejarte que los arrincones para interrogarlos.
Me encogí de hombros.
– Muy bien. Intenta deternerme si puedes; anoche no tuviste ningún problema. Simplemente no me fastidies los últimos días. ¿De acuerdo?
– ¿Cuántos días exactamente? -quiso saber Daniel.
Sacudí la cabeza.
– Eso no forma parte del trato. En cuestión de diez segundos voy a volver a conectar el micrófono para que parezca que se ha desconectado por accidente y vamos a tener una conversación insustancial sobre mi mal humor durante la cena. ¿De acuerdo?
Asintió con aire ausente, sin dejar de examinar el micrófono.
– Fantástico -dije yo-. Allá vamos. No me apetece -volví a acoplar la clavija a mitad de la frase, para aportar un toque adicional de realismo- hablar sobre ello. Estoy hecha un lío, todo me parece un peñazo y lo único que quiero es que me dejen en paz, que me dejéis en paz. ¿De acuerdo?
– Probablemente sólo sea la resaca -apuntó Daniel atentamente-. El vino tinto siempre te ha sentado mal, ya lo sabes.
Todo me sonaba a trampa.
– Da igual -lo corté, con un encogimiento de hombros de adolescente irritable, mientras me apretaba el vendaje-. Quizá fuera el ponche. Quizá Rafe le echara un poco de alcohol de quemar. Últimamente bebe mucho, supongo que ya te habrás percatado.
– Rafe está bien -contestó Daniel con frialdad-. Y espero que tú también lo estés después de un sueño reparador.
Pasos rápidos escaleras abajo, una puerta abriéndose.
– ¿Lexie? -preguntó Justin con nerviosismo desde el piso superior-. ¿Va todo bien?
– Daniel me está molestando -grité a modo de respuesta.
– ¿Daniel? ¿Por qué la molestas?
– No lo hago.
– Quiere saber por qué estoy rara -expliqué-. Ya le he explicado que estoy rara porque sí y que haga el favor de dejarme en paz.
– ¿Por qué estás rara?
Justin había salido de su habitación y se encontraba ahora al pie de las escaleras; lo imaginaba, con su pijama a rayas, agarrado al pasamanos y mirando hacia arriba, con sus ojos miopes. La mirada fija y pensativa de Daniel me puso los nervios a flor de piel.
– ¡Silencio! -chilló Abby, lo bastante furiosa como para que la oyéramos sin necesidad de abrir la puerta-. Algunos intentamos dormir.
– ¿Lexie? ¿Por qué estás rara?
Un ruido sordo: Abby había lanzado algo.
– Justin, ¡he dicho que os calléis! ¡Por favor!
Vagamente, desde la planta baja, Rafe gritó con irritación algo que sonó a:
– ¿Qué diantres sucede?
– Ahora bajo a explicártelo, Justin -contestó Daniel-. Todo el mundo a la cama. -Se volvió hacia mí-: Buenas noches -me deseó. Se puso en pie y alisó de nuevo el edredón-. Que duermas bien. Espero que te encuentres mejor por la mañana.
– Sí -contesté-. Gracias. Pero no te hagas ilusiones.
El ritmo acompasado de sus pasos descendiendo las escaleras, luego murmullos debajo de mi habitación: acelerados al principio, procedentes de Justin en su mayoría, con alguna interjección esporádica por parte de Daniel, hasta que lentamente se cambiaron las tornas. Salí de la cama con cuidado y pegué la oreja al suelo, pero hablaban en susurros y no lograba descifrar sus palabras.
Veinte minutos después, Daniel subió de nuevo las escaleras, con cautela, y se detuvo unos instantes en el descansillo. No empecé a temblar hasta que la puerta de su dormitorio se cerró tras él.
Aquella noche permanecí en vela durante horas, hojeando las páginas de un libro, fingiendo leer, removiendo las sábanas, respirando hondo y fingiendo estar dormida, desenchufando el micrófono unos breves segundos o durante unos minutos de vez en cuando. Creo que conseguí transmitir con bastante credibilidad la idea de que una clavija andaba floja, que se desconectaba y se reconectaba sola en función de mis movimientos, pero eso no sirvió para apaciguarme. Frank no tiene un pelo de tonto y no estaba de humor para concederme el beneficio de ninguna duda.
Frank a mi izquierda, Daniel a mi derecha y yo atrapada en el medio, con Lexie. Invertí el tiempo, mientras jugaba a mi jueguecito personal con la clavija del micro, en intentar descifrar cómo me las había apañado, logísticamente, para acabar en el lado opuesto de absolutamente todas las personas involucradas en aquel caso, incluidas aquellas que se encontraban en flancos opuestos entre ellas mismas. Antes de dormirme finalmente, levanté la silla del tocador de Lexie por primera vez en semanas y la usé para atrancar la puerta.
El sábado transcurrió rápidamente, en una especie de aturdimiento dantesco. Daniel había decidido que nos convenía pasar el día lijando suelos, en parte, se suponía, porque hacer bricolaje siempre los había sosegado y en parte para mantener a todo el mundo en la misma estancia, donde él pudiera controlarnos.
– El suelo del comedor está hecho un asco -comentó a la hora del desayuno-. Empieza a tener un aspecto terriblemente gastado, como el del salón. Opino que estaría bien que empezáramos a lijarlo. ¿Os parece?
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