– ¿ Te creaste una ficci ó n? -pregunta.
Entrelazo los dedos detr á s de la nunca y me hundo en la silla, levantando las patas delanteras.
– La pareja feliz. Horatio Alger. Controlando…
Dejo que la silla caiga hacia delante con un ruido contundente y me apoyo en la mesa
– Ve í a muertos, joder. Johnny G me pisaba los talones. El FBI ten í a a Bucky sujeto con una correa, sigui é ndome el rastro como si yo fuera un animal sangrando.
– Una descripci ó n interesante.
– ¿ Cu á l? -pregunto.
– Animal sangrando.
– ¿ Por qu é ? ¿ Se refiere a que ten í a las manos manchadas de sangre?
– ¿ De verdad estaba con el FBI?
– Todos iban a por m í . Por eso Ben ten í a que desaparecer.
Revuelve sus papeles, los estudia con el ce ñ o fruncido y luego levanta la vista y dice:
– ¿ Todos? ¿ Juntos? Esto es nuevo.
– Para m í no.
Ben encaró el paseo, dobló por la curva y vio el Suburban azul de Bucky aparcado frente a los escombros de la vivienda. La casa de troncos parecía una escultura de palillos aplastada. Astillas de madera sobresalían de la masa retorcida de tuberías, cables y láminas de metal.
Distinguió una cabeza entre el desastre. Ojos oscuros y un bigote espeso y caído, bajo la visera de una gorra de camuflaje. Ben apagó los faros y se apeó del coche.
– ¡Bucky! -gritó.
Bucky desapareció un momento y luego salió de los escombros armado con una escopeta y una cabeza de gacela. Sostenía la cabeza disecada por uno de sus cuernos. El otro estaba roto, pero aun así Bucky abrió la ventanilla trasera del Suburban y la arrojó dentro.
– ¿Queréis que me largue? -preguntó Bucky, mirándolo fijamente. Aunque la escopeta que llevaba en la mano no apuntaba hacia Ben, el cañón estaba orientado más o menos en dirección a él-. Muchas de estas cosas son mías.
Ben negó con la cabeza.
– No lo entiendes. Adam me ha contado lo que pasó. No tenía ningún derecho.
– James ya no está, ¿no? Ahora tú y él dirigís el cotarro.
– Buck -dijo Ben, negando con la cabeza y con la mirada puesta en sus ojos-, no tengo nada que ver con esto. Intenté que me pusieran al mando. Dios, ha metido al sindicato en la obra del Garden State. Hemos luchado contra ellos durante quince años y ahora están allí, jugando una partida de póquer en la caseta.
– Supongo que todos tenemos nuestros problemas -dijo Bucky.
Señaló con una inclinación de cabeza la casa derruida.
– Estamos en el mismo bando, Bucky -sentenció Ben.
– ¿Qué bando? -preguntó Bucky.
Caminó hacia los escombros con el arma apuntando al suelo.
Ben le siguió.
– ¿No me crees?
– Os trataron a ambos como si fuerais miembros de la familia -dijo Bucky, apartando una viga para rescatar un radio-reloj y una lámpara de mesa.
– Mira esto.
Ben se sacó una tarjeta del bolsillo y se la mostró a Bucky.
Éste dejó el reloj en el suelo y cogió la tarjeta. Se la acercó a los ojos para leerla.
– Ya, ¿y qué? Ya he hablado con ellos. Creen que fue Scott. ¿Tú también?
– He charlado con ellos -dijo Ben-. He intentado convencerlos de lo que de verdad está pasando aquí.
– ¿Y qué es?
– El sindicato -confirmó Ben-. Con ayuda de Thane, quizá.
– ¿Quién si no habría podido entrar? -preguntó Bucky. Recogió el reloj y se lo llevó al maletero de la furgoneta-. Vi las pisadas de un hombre. Del número de Thane. Entraron por la entrada baja, la de la sala de armas. Tienes que pasar un escáner para poder entrar.
– No me imagino a Thane -dijo Ben-. Dejando entrar a alguien sí, pero no haciéndolo él. -Había sólo unas huellas -afirmó Bucky.
El sol se ponía a su espalda.
– Tal vez los dejó entrar por otra puerta.
– Y la lluvia no moja.
– ¿Podemos demostrar que entró él? -preguntó Ben-. ¿El escáner guarda algún tipo de registro de su actividad? ¿La hora y quién lo usó?
– Creo que se trata de una cerradura que se abre con el ojo, pero no estoy seguro -dijo Bucky-. No pude averiguarlo. Esa empresa. Eye Pass. No quisieron decirme nada.
– No eres un trabajador de la empresa.
– ¿Y qué?
– Yo sí -dijo Ben-. No sé si está allí, pero si está lo encontraré.
Le tendió la mano y Bucky se la estrechó.
Amanda entró en la sala alisándose la blusa. Ya estaban todos sentados en torno a la mesa de reuniones. Tomó asiento al lado de Dorothy, hizo caso omiso de las miradas y clavó los ojos en la calva de su jefe. Incluso él la observaba de un modo impropio.
Se miró el hombro y vio las manchas de Pop-Tart. Se las quitó y levantó la vista. Los ojos de su jefe aparecían magnificados por los gruesos cristales. Él carraspeó y tomó la palabra. Amanda pasó un mal rato escuchando toda la lista negra de detalles intrascendentes. Una discusión entre un hombre y su primo. Un cheque sin fondos de la esposa de un ladrón. Una cinta que solamente revelaba un romance entre adolescentes y su marca preferida de condones.
Por fin llegaron a ella. Amanda miró a Dorothy, vio su gesto de malhumor y se levantó.
– Bueno, la trama se enrarece -dijo Amanda. Todos los ojos estaban puestos en ella-. Una de nuestras fuentes declara que otra es la responsable del asesinato de James.
– ¿Qué fuente? -preguntó el supervisor, con la boca abierta.
– Ben Evans. No tenemos su foto colgada. Está convencido de que o bien Thane Coder mató a James King, o bien ayudó a alguien de la organización de Johnny a que cometiera el crimen. Pero el propio Evans podría estar implicado. Necesitamos más recursos. Para vigilarlos a todos.
– ¿Johnny G o Peter Romano se acercaron al refugio esa noche?
– Johnny estaba en un acto benéfico -dijo ella-. Pete estaba en una celda de Morristown, Nueva Jersey, por unas multas de aparcamiento impagadas.
– Mierda.
– ¿Evans es el otro amigo? -preguntó otro de los agentes de la policía de Nueva York.
– Sí, amigo del hijo de James King -confirmó Amanda.
– Quien creíamos que era el asesino -intervino otro.
– Y a quien nadie ha podido encontrar -añadió el supervisor.
– Alguien está colaborando con el sindicato -dijo Amanda, y señaló la reluciente foto de Johnny G que estaba colgada en el centro del tablero-. No sé quién. El hijo, Ben Evans. El sindicato está detrás de toda esta historia.
– Yo apostaría por nuestra ex estrella del rugby -dijo Dorothy. Se repantigó en la silla y apoyó ambas manos en la nuca-. Coder no es trigo limpio. Los impuestos son sólo el principio. Y lo mismo puede decirse de su mujer: pretende ser una animadora, pero en realidad es una víbora. De sangre fría.
Amanda lanzó una mirada de reproche hacia su compañera, aunque su intervención no supuso ninguna sorpresa: la noche anterior, mientras volvían a casa, Dorothy había expresado la misma opinión.
– ¿En qué te basas? -preguntó el supervisor.
Su mirada, intensa, no parpadeó.
– Fue a cenar con Johnny G, y no nos dijo nada al respecto. -Dorothy enumeraba las razones con los dedos-. Su única coartada para esa noche es su mujer. Y el guarda afirma haber visto una huella de bota en la nieve cerca del refugio la noche del asesinato. Del número de Coder.
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