Tim Green - Ambición

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Thane Coder lleva una existencia que muchos envidiarían: un buen trabajo en la poderosa compañía King Corp, una mujer hermosa, un generoso salario… Un sueño hecho realidad pero que, como él mismo confiesa, no es suficiente. Cuando el dueño de la compañía anuncia que cederá el mando de la empresa a su hijo Scott, Thane decide que el puesto ha de ser suyo al coste que sea. Espoleado por la ambición de su esposa y cómplice, recurre al asesinato, al engaño, a los contactos con criminales… Matar le resulta cada vez más fácil, incluso tanto como engañar al FBI y a la mafia, pero pronto queda claro que Thane ha entrado en una espiral de locura para la que sólo hay un final.

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¿ Te creaste una ficci ó n? -pregunta.

Entrelazo los dedos detr á s de la nunca y me hundo en la silla, levantando las patas delanteras.

– La pareja feliz. Horatio Alger. Controlando…

Dejo que la silla caiga hacia delante con un ruido contundente y me apoyo en la mesa

– Ve í a muertos, joder. Johnny G me pisaba los talones. El FBI ten í a a Bucky sujeto con una correa, sigui é ndome el rastro como si yo fuera un animal sangrando.

– Una descripci ó n interesante.

¿ Cu á l? -pregunto.

– Animal sangrando.

¿ Por qu é ? ¿ Se refiere a que ten í a las manos manchadas de sangre?

¿ De verdad estaba con el FBI?

– Todos iban a por m í . Por eso Ben ten í a que desaparecer.

Revuelve sus papeles, los estudia con el ce ñ o fruncido y luego levanta la vista y dice:

¿ Todos? ¿ Juntos? Esto es nuevo.

– Para m í no.

38

Ben encaró el paseo, dobló por la curva y vio el Suburban azul de Bucky aparcado frente a los escombros de la vivienda. La casa de troncos parecía una escultura de palillos aplastada. Astillas de madera sobresalían de la masa retorcida de tuberías, cables y láminas de metal.

Distinguió una cabeza entre el desastre. Ojos oscuros y un bigote espeso y caído, bajo la visera de una gorra de camuflaje. Ben apagó los faros y se apeó del coche.

– ¡Bucky! -gritó.

Bucky desapareció un momento y luego salió de los escombros armado con una escopeta y una cabeza de gacela. Sostenía la cabeza disecada por uno de sus cuernos. El otro estaba roto, pero aun así Bucky abrió la ventanilla trasera del Suburban y la arrojó dentro.

– ¿Queréis que me largue? -preguntó Bucky, mirándolo fijamente. Aunque la escopeta que llevaba en la mano no apuntaba hacia Ben, el cañón estaba orientado más o menos en dirección a él-. Muchas de estas cosas son mías.

Ben negó con la cabeza.

– No lo entiendes. Adam me ha contado lo que pasó. No tenía ningún derecho.

– James ya no está, ¿no? Ahora tú y él dirigís el cotarro.

– Buck -dijo Ben, negando con la cabeza y con la mirada puesta en sus ojos-, no tengo nada que ver con esto. Intenté que me pusieran al mando. Dios, ha metido al sindicato en la obra del Garden State. Hemos luchado contra ellos durante quince años y ahora están allí, jugando una partida de póquer en la caseta.

– Supongo que todos tenemos nuestros problemas -dijo Bucky.

Señaló con una inclinación de cabeza la casa derruida.

– Estamos en el mismo bando, Bucky -sentenció Ben.

– ¿Qué bando? -preguntó Bucky.

Caminó hacia los escombros con el arma apuntando al suelo.

Ben le siguió.

– ¿No me crees?

– Os trataron a ambos como si fuerais miembros de la familia -dijo Bucky, apartando una viga para rescatar un radio-reloj y una lámpara de mesa.

– Mira esto.

Ben se sacó una tarjeta del bolsillo y se la mostró a Bucky.

Éste dejó el reloj en el suelo y cogió la tarjeta. Se la acercó a los ojos para leerla.

– Ya, ¿y qué? Ya he hablado con ellos. Creen que fue Scott. ¿Tú también?

– He charlado con ellos -dijo Ben-. He intentado convencerlos de lo que de verdad está pasando aquí.

– ¿Y qué es?

– El sindicato -confirmó Ben-. Con ayuda de Thane, quizá.

– ¿Quién si no habría podido entrar? -preguntó Bucky. Recogió el reloj y se lo llevó al maletero de la furgoneta-. Vi las pisadas de un hombre. Del número de Thane. Entraron por la entrada baja, la de la sala de armas. Tienes que pasar un escáner para poder entrar.

– No me imagino a Thane -dijo Ben-. Dejando entrar a alguien sí, pero no haciéndolo él. -Había sólo unas huellas -afirmó Bucky.

El sol se ponía a su espalda.

– Tal vez los dejó entrar por otra puerta.

– Y la lluvia no moja.

– ¿Podemos demostrar que entró él? -preguntó Ben-. ¿El escáner guarda algún tipo de registro de su actividad? ¿La hora y quién lo usó?

– Creo que se trata de una cerradura que se abre con el ojo, pero no estoy seguro -dijo Bucky-. No pude averiguarlo. Esa empresa. Eye Pass. No quisieron decirme nada.

– No eres un trabajador de la empresa.

– ¿Y qué?

– Yo sí -dijo Ben-. No sé si está allí, pero si está lo encontraré.

Le tendió la mano y Bucky se la estrechó.

39

Amanda entró en la sala alisándose la blusa. Ya estaban todos sentados en torno a la mesa de reuniones. Tomó asiento al lado de Dorothy, hizo caso omiso de las miradas y clavó los ojos en la calva de su jefe. Incluso él la observaba de un modo impropio.

Se miró el hombro y vio las manchas de Pop-Tart. Se las quitó y levantó la vista. Los ojos de su jefe aparecían magnificados por los gruesos cristales. Él carraspeó y tomó la palabra. Amanda pasó un mal rato escuchando toda la lista negra de detalles intrascendentes. Una discusión entre un hombre y su primo. Un cheque sin fondos de la esposa de un ladrón. Una cinta que solamente revelaba un romance entre adolescentes y su marca preferida de condones.

Por fin llegaron a ella. Amanda miró a Dorothy, vio su gesto de malhumor y se levantó.

– Bueno, la trama se enrarece -dijo Amanda. Todos los ojos estaban puestos en ella-. Una de nuestras fuentes declara que otra es la responsable del asesinato de James.

– ¿Qué fuente? -preguntó el supervisor, con la boca abierta.

– Ben Evans. No tenemos su foto colgada. Está convencido de que o bien Thane Coder mató a James King, o bien ayudó a alguien de la organización de Johnny a que cometiera el crimen. Pero el propio Evans podría estar implicado. Necesitamos más recursos. Para vigilarlos a todos.

– ¿Johnny G o Peter Romano se acercaron al refugio esa noche?

– Johnny estaba en un acto benéfico -dijo ella-. Pete estaba en una celda de Morristown, Nueva Jersey, por unas multas de aparcamiento impagadas.

– Mierda.

– ¿Evans es el otro amigo? -preguntó otro de los agentes de la policía de Nueva York.

– Sí, amigo del hijo de James King -confirmó Amanda.

– Quien creíamos que era el asesino -intervino otro.

– Y a quien nadie ha podido encontrar -añadió el supervisor.

– Alguien está colaborando con el sindicato -dijo Amanda, y señaló la reluciente foto de Johnny G que estaba colgada en el centro del tablero-. No sé quién. El hijo, Ben Evans. El sindicato está detrás de toda esta historia.

– Yo apostaría por nuestra ex estrella del rugby -dijo Dorothy. Se repantigó en la silla y apoyó ambas manos en la nuca-. Coder no es trigo limpio. Los impuestos son sólo el principio. Y lo mismo puede decirse de su mujer: pretende ser una animadora, pero en realidad es una víbora. De sangre fría.

Amanda lanzó una mirada de reproche hacia su compañera, aunque su intervención no supuso ninguna sorpresa: la noche anterior, mientras volvían a casa, Dorothy había expresado la misma opinión.

– ¿En qué te basas? -preguntó el supervisor.

Su mirada, intensa, no parpadeó.

– Fue a cenar con Johnny G, y no nos dijo nada al respecto. -Dorothy enumeraba las razones con los dedos-. Su única coartada para esa noche es su mujer. Y el guarda afirma haber visto una huella de bota en la nieve cerca del refugio la noche del asesinato. Del número de Coder.

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