Tim Green - Ambición

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Thane Coder lleva una existencia que muchos envidiarían: un buen trabajo en la poderosa compañía King Corp, una mujer hermosa, un generoso salario… Un sueño hecho realidad pero que, como él mismo confiesa, no es suficiente. Cuando el dueño de la compañía anuncia que cederá el mando de la empresa a su hijo Scott, Thane decide que el puesto ha de ser suyo al coste que sea. Espoleado por la ambición de su esposa y cómplice, recurre al asesinato, al engaño, a los contactos con criminales… Matar le resulta cada vez más fácil, incluso tanto como engañar al FBI y a la mafia, pero pronto queda claro que Thane ha entrado en una espiral de locura para la que sólo hay un final.

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– El refugio posee un sistema de seguridad que escanea la retina -dijo Amanda-. Hemos pedido una orden para ver si queda algún registro de quién accedió al sistema y cuándo.

– ¿Monte? -preguntó el supervisor, dirigiéndose al agente en quien confiaba el equipo tecnológico.

Monte se encogió de hombros y dijo:

– Depende del nivel del sistema. Algunos lo tienen, otros no.

– ¿Por qué no lo comprobamos desde el principio? -preguntó el supervisor.

– Teníamos el cuchillo ensangrentado del hijo, que para colmo había huido -contestó Dorothy-. Nadie pensó en un intruso. El hijo ya estaba dentro.

– Se nos pasó por alto -reconoció Amanda.

– A nosotras no -dijo Dorothy.

– ¿Tenéis algún problema vosotras dos? -preguntó el supervisor, escrutándolas con la mirada.

– Bucky Lanehart, el guía de caza del refugio -dijo Amanda-. Juraría que es capaz de decir cualquier cosa para ayudar a Scott King. Nadie más vio esas huellas. Se fundieron, para conveniencia de todos.

– Número cuarenta y dos -remachó Dorothy-. El mismo de Coder.

– Eso dice él.

– Las huellas son una de las especialidades de un guía de caza, ¿no?

Amanda vio las sonrisas de los asistentes. Resultaba obvio que se alegraban de que fuera ella quien tuviera que escuchar la basura de Dorothy.

– Estamos investigando a Coder -dijo Amanda-. Mi instinto dice que está limpio. No lo sé. Si Coder quedara desacreditado, Ben Evans sería su sucesor en la dirección de la empresa. Si Evans es el malo de la película, estoy segura de que el sindicato preferiría que fuera él quien dirigiera la compañía en lugar de Coder.

Su intervención levantó una oleada de murmullos y especulaciones, hasta que Dorothy dijo en voz alta:

– Tu instinto es una mierda.

El silencio se apoderó de la sala.

El supervisor carraspeó y ordenó: -Conseguid esa orden. Veamos qué dice el escáner y no tendremos que contar con la intuición de nadie. Si Coder estuvo allí aquella noche, miente.

40

Al principio pensé que la casa estaba en llamas. El cielo estaba cubierto de una humareda densa y oscura, que ensombrecía los últimos rayos del sol de la tarde. Cuando crucé la verja, vi que la casa seguía en pie. El humo procedía del terreno de al lado y no era ningún incendio. Cinco grandes excavadoras arrojaban los restos de gasóleo al aire. La tierra estaba abierta en canal. Los escombros se amontonaban. Una larga fila de camiones llenos de cascotes partía hacia la carretera principal, entre el rumor de los motores y una sombría nube de polvo.

Entré en el garaje y rodeé la casa. Habían quitado un trozo de valla, y entre el nivel bajo de la casa y la obra se apreciaba un sendero de hierba pisoteada. A través de las puertas correderas de cristal vi una mesa, dispuesta sobre dos caballetes, cubierta de planos. Junto a la mesa, y provistos de cascos duros de color naranja, estaban Jessica y dos obreros con las botas embarradas.

Observé la obra. Las máquinas atronadoras sacudían el aire y el aroma fresco a tierra húmeda se mezclaba con el del cansancio. Me percaté de que las máquinas llevaban el emblema de Con Trac. Di dos pasos hacia la obra, atraído por su inmensidad, y luego me retiré hacia la caseta donde se hallaban los planos.

– ¿Qué coño es esto? -pregunté, antes de que pudieran percibir mi presencia.

– ¡Thane! -exclamó Jessica. Vino hacia mí y me plantó un beso en la mejilla. También llevaba botas de trabajo y una cazadora tejana-. Ya hemos empezado.

– ¿La casa? -pregunté, mirando de reojo a los encallecidos obreros vestidos con monos Carhartt.

– Johnny me dijo que disponía de un par de máquinas que podían excavar los cimientos en un par de días -aseguró-. No nos cuesta nada.

– Ah, es gratis, ¿no? -pregunté, alzando la voz.

Ella me miró fijamente. Hice un gesto con la cabeza y nos fuimos arriba. Jessica cerró la puerta sin hacer ruido y se volvió hacia mí, con cara de pocos amigos.

– Creía que te alegrarías.

– ¿De ver un agujero en el terreno?

– Nos estamos ahorrando al menos cien mil dólares. Johnny dijo que podíamos aprovechar la maquinaria mientras hacían otras cosas en la obra. No sé por qué te pones así.

– ¿Johnny? -dije. Busqué su mirada-. ¿Cuándo diablos has hablado con él?

– Por teléfono.

Jessica apretó la mandíbula, en señal de advertencia.

– Uno no excava unos cimientos en un momento. Cuesta treinta mil dólares trasladar esas máquinas hasta aquí. Allí fuera hay un equipo de trabajo valorado en diez millones. Nada es gratuito.

– Bueno, desde un punto de vista técnico, no están aquí -dijo ella.

Levanté las manos y me giré hacia el ventanal. Al otro lado los monstruos de acero rojo destrozaban el suelo con sus palas dentadas.

– Genial. Es genial -exclamé, volviéndome hacia ella-. Voy con dos semanas de retraso según el plan previsto y tenemos un equipo valorado en diez millones de dólares en nuestro patio trasero. No tienes ni idea de lo que estás haciendo. -Deja que te prepare una copa.

– No quiero beber. Quiero que dejes de presionar.

– Mi presión nos ha traído hasta aquí -dijo ella. Cogió una botella de vino y la descorchó-. Quizá tú deberías haber presionado más la noche que nuestro bebé murió.

La miré: advertí sus pupilas enrojecidas, la amarga agudeza de su enfoque.

– ¿Vas a empezar con eso? -dije, con voz rota.

– ¿Quieres jugar al Xbox?

Los dos nos giramos. Tommy estaba allí; llevaba una gorra naranja de Siracusa.

– ¿Por qué no lo dejamos para cuando lleguemos a casa? -dije-. Iremos a cenar fuera. Cámbiate, ¿vale, colega? Y deja esa gorra.

Se encogió de hombros y volvió arriba. Jessica y yo nos miramos.

– ¿Sigues tomando el Vicodin? -le pregunté, bajando la voz.

– ¿Porque digo lo que ya sabemos los dos?

– Porque actúas de una forma descontrolada.

Hizo una mueca; luego se relajó. Sonrió.

– Todo saldrá bien, ¿eh? -dijo ella-. Ahora ya están aquí. Terminarán la excavación y volverán a la obra. Iré a decirles que se den prisa. ¿Por qué no te cambias de ropa y nos vamos a cenar? Tommy está hambriento.

Con un suspiro y un gesto de resignación subí a mi cuarto para ponerme unos tejanos. Entré en el cuarto de baño y fui a mirarme al espejo. Había desaparecido. Sólo había una pared, donde se apreciaban los pegotes de cola que habían sujetado el espejo. Jessica tenía otro espejo en la parte trasera de la puerta de su armario. Me dirigí allí. No estaba. Entré en el dormitorio de invitados y en el baño. Nada.

– Tommy -llamé.

Mi hijo sacó la cabeza de su cuarto, sonriente.

– ¿Hay espejo en tu cuarto de baño?

Se le ensombreció la cara y se encogió de hombros. Entré, pasé por delante del gran televisor, con sus cables y mandos a distancia, y entré en el cuarto de baño. No había espejo. Abajo, el espejo decorativo que colgaba en el vestíbulo había sido reemplazado por un cuadro.

Entré en la biblioteca. Desde allí, a través de las dos ventanas, veía la sala principal de la planta baja. Allí estaba ella, planeando el trabajo con los obreros. Le brillaba el rostro; llevaba el cabello oscuro recogido detrás de las orejas; señaló las máquinas y todos se rieron.

Me senté a mi mesa de trabajo y me perdí en las joyas de luz que centelleaban en la orilla, apagándose poco a poco. El lago se oscureció y las máquinas se callaron, una por una, hasta que el silencio se me hizo insoportable. La oí despedirse y luego subir las escaleras. Estaba detrás de mí.

– ¿Listo para salir? -preguntó ella, aún enojada.

– ¿Vamos al Rosalie's? -pregunté, mientras me levantaba.

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