Finalmente nos trajeron panacotta, fruta y café, y nos aplicamos a todo ello provistos de cucharillas. Cajas de madera repletas de puros, cubanos, y una botella de oporto añejo. Jessica cogió un puro y dejó que Johnny le diera fuego desde el otro lado de la mesa. Enarqué una ceja y sacudí la cabeza. Más sonrisas. El humo, las risas, las copas y los gruñidos de los hombres empezaban a formar un remolino en mi cabeza. Si yo estaba borracho, seguro que Jessica también.
Me giré hacia ella y le susurré al oído:
– Ya es hora.
– ¿De qué? -dijo ella.
Se apartó de mí, sonriente, y dio una calada al puro.
– De irse -respondí en voz baja.
– Está cansado -dijo ella en voz alta, dirigiéndose a Johnny y exhalando una nube de humo.
Tina se rió. Johnny me dio una palmada en la espalda. Tina siguió riéndose y después se tiró un pedo. Johnny se reía tanto que su rostro parecía a punto de explotar.
– Venga, chico, en el SoHo hay un club que a las chicas les va a encantar. ¿Necesitas un poco de ánimo?
Del bolsillo de la chaqueta sacó una cajita dorada y la puso delante de mí. Sujeta a la tapa había una cucharilla.
– Ya tengo bastante -dije, y la rechacé con un gesto. Me senté más erguido-. Tengo que hacer sonar el timbre mañana. Abrimos Wall Street.
Johnny se echó a reír y sus carcajadas rociaron la mesa de gotas de oporto mezcladas con saliva; casi se atragantó y golpeó la mesa con la mano.
– Lo siento -dijo él mientras se secaba los ojos con el extremo de la servilleta de lino y se dirigía a su esposa-. Me ha encantado como lo has dicho. Como si fueras a jugar en la Super Bowl o algo así. Me encanta.
Jessica también sonreía: sus ojos centelleaban y se tapaba la boca con la servilleta. Me uní a sus risas y negué con la cabeza.
– Estoy borracho -dije-. Ya lo sé. ¿Qué pasa?
Me levanté, di un paso y tuve que agarrarme al respaldo de la silla de Jessica para mantenerme en pie. Con el rabillo del ojo vi cómo Jessica cogía la cajita de manos de Johnny y se la guardaba detrás de la espalda. Todo era difuso. Yo veía como a través de una neblina.
– Tengo que irme.
– De acuerdo -dijo Johnny. Le dio una calada al puro y exhaló una humareda en mi dirección. Guiñó un ojo-. Nosotros cuidaremos de la dama.
Jessica me miró, sonriendo, y se quejó:
– Venga, Thane, no seas aguafiestas. Será divertido.
– Nos vamos.
– No, no… -dijo ella.
Se llevó el puro a los labios y me hizo un gesto de despedida con la mano.
La cogí de la muñeca sin pensarlo dos veces y la levanté de la silla de un tirón. Le rodeé la cintura con el otro brazo y la arrastré hacia la puerta. El puro se le cayó al suelo, entre una lluvia de chispas anaranjadas. Oí gritar a Johnny. Ya estábamos a medio camino cuando el actor se interpuso entre nosotros. Una mano enorme cayó sobre mi nuca y otras dos me cogieron del brazo. Solté a Jessica y tomé impulso para dar media vuelta.
Golpeé una nariz y oí un ruido. Algo húmedo corría por mis nudillos. Perdí pie y el suelo subió a toda prisa, golpeándome en la nuca. Una mujer gritó. Alguien me apuntó con una pistola a la cara.
No dice nada, pero respira hondo y echa el aire por la nariz, despacio, mientras asiente con la cabeza como si por fin lo comprendiera todo.
– Mi padre sol í a encargarse de los pozos de residuos de Allied Chemical -digo-. Yo sol í a presumir de é l, ya sabe, como hacen todos los críos, diciendo lo importante que era. Mi pasaporte a la fama radicaba en que mi padre ten í a que ponerse uno de esos trajes espaciales, provisto de mascarilla de ox í geno y casco y botas de goma. Yo siempre le ped í a que me llevara a su trabajo y me dejara poner una de esas mascarillas.
» De manera que un s á bado, despu é s de que mi madre interviniera por fin y se lo ordenara, é l me llev ó , me consigui ó un traje que enroll ó y remeti ó dentro de unas botas y caminamos por entre aquellos pozos llenos de sustancias verdosas. Se lo juro: estaba aterrado, pero al mismo tiempo tan alegre como unas casta ñ uelas. Hac í a un d í a precioso. Ve í as los retazos de nubes blancas reflejados en la superficie de la masa de residuos. Estuvimos un rato andando, respirando a trav é s de esas m á scaras, mientras é l golpeaba las paredes de los contenedores con un largo palo met á lico, y al final me calm é lo bastante para advertir que, alrededor de su hombro y atada a la cintura, llevaba una vieja cuerda trenzada.
» Era una de esas cuerdas por las que sub í amos en las clases de gimnasia, y que ol í an a pelo de caballo, grasienta, á spera y gastada a la vez, y le pregunt é para qu é serv í a.
» "Si caes en uno de esos fosos -me dijo-, no podr á s salir si no llevas una cuerda."
» Le pregunt é si no pod í a lanz á rtela alguien una vez estuvieras dentro del pozo, y é l me dijo: "Una vez est á s dentro, ya es demasiado tarde. La masa se te pega. No puedes sujetarte a nada y no podr í as coger una cuerda si te la tiraran. Tienes que llevarla contigo".
» "Bueno -dije-, yo no tengo cuerda." Mir é aquel foso turbio, agitado, aquella sustancia que se mov í a como una piel de serpiente dispuesta a atacar, y retroced í .
» "Es verdad", contest ó , como si fuera la primera vez que pensaba en ello. Se volvi ó y se encaram ó al foso. Casi le derribo en mis prisas por alejarme de all í .
El psiquiatra inclina la cabeza y frunce el ce ñ o.
– ¿ Alguien le ha apuntado a la cara con una pistola alguna vez? -pregunto.
É l niega con la cabeza y dice algo en voz baja.
– ¿ Eh? -pregunto.
– A la cara no.
– Yo estaba hundido en los residuos. ¿ Lo pilla? Hasta el fondo. Sin cuerda. Sin ayuda. Lo ú nico que pod í a hacer era intentar mantener la cabeza a flote.
Noté que la cara me ardía de vergüenza ante sus risas. Se burlaban, como si ponerle a alguien una pistola en la cara no tuviera importancia. Jessica también se calmó. Volvimos al hotel y al día siguiente hicimos sonar el timbre en Wall Street, aunque ninguno de los dos nos encontrábamos muy bien.
Mike Allen nos llevó en su limusina a Teterboro, donde nos aguardaba el Citation X. Jessica se despidió de él con un beso en la mejilla. Yo me agarré a la baranda para subir.
– ¿Puedo hablar un minuto contigo? -preguntó Mike.
Me protegí los ojos del sol para poder verle el rostro y volví a bajar a la pista.
– ¿Qué pasa?
– Estás muy callado -comentó.
– La noche ha sido dura.
– Mira -dijo él, apoyando una mano en mi hombro-, sé lo difícil que es todo esto. Sé lo mucho que él significaba para ti y sé que todo esto debe de parecerte un poco frío.
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