Tim Green - Ambición

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Thane Coder lleva una existencia que muchos envidiarían: un buen trabajo en la poderosa compañía King Corp, una mujer hermosa, un generoso salario… Un sueño hecho realidad pero que, como él mismo confiesa, no es suficiente. Cuando el dueño de la compañía anuncia que cederá el mando de la empresa a su hijo Scott, Thane decide que el puesto ha de ser suyo al coste que sea. Espoleado por la ambición de su esposa y cómplice, recurre al asesinato, al engaño, a los contactos con criminales… Matar le resulta cada vez más fácil, incluso tanto como engañar al FBI y a la mafia, pero pronto queda claro que Thane ha entrado en una espiral de locura para la que sólo hay un final.

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Finalmente nos trajeron panacotta, fruta y café, y nos aplicamos a todo ello provistos de cucharillas. Cajas de madera repletas de puros, cubanos, y una botella de oporto añejo. Jessica cogió un puro y dejó que Johnny le diera fuego desde el otro lado de la mesa. Enarqué una ceja y sacudí la cabeza. Más sonrisas. El humo, las risas, las copas y los gruñidos de los hombres empezaban a formar un remolino en mi cabeza. Si yo estaba borracho, seguro que Jessica también.

Me giré hacia ella y le susurré al oído:

– Ya es hora.

– ¿De qué? -dijo ella.

Se apartó de mí, sonriente, y dio una calada al puro.

– De irse -respondí en voz baja.

– Está cansado -dijo ella en voz alta, dirigiéndose a Johnny y exhalando una nube de humo.

Tina se rió. Johnny me dio una palmada en la espalda. Tina siguió riéndose y después se tiró un pedo. Johnny se reía tanto que su rostro parecía a punto de explotar.

– Venga, chico, en el SoHo hay un club que a las chicas les va a encantar. ¿Necesitas un poco de ánimo?

Del bolsillo de la chaqueta sacó una cajita dorada y la puso delante de mí. Sujeta a la tapa había una cucharilla.

– Ya tengo bastante -dije, y la rechacé con un gesto. Me senté más erguido-. Tengo que hacer sonar el timbre mañana. Abrimos Wall Street.

Johnny se echó a reír y sus carcajadas rociaron la mesa de gotas de oporto mezcladas con saliva; casi se atragantó y golpeó la mesa con la mano.

– Lo siento -dijo él mientras se secaba los ojos con el extremo de la servilleta de lino y se dirigía a su esposa-. Me ha encantado como lo has dicho. Como si fueras a jugar en la Super Bowl o algo así. Me encanta.

Jessica también sonreía: sus ojos centelleaban y se tapaba la boca con la servilleta. Me uní a sus risas y negué con la cabeza.

– Estoy borracho -dije-. Ya lo sé. ¿Qué pasa?

Me levanté, di un paso y tuve que agarrarme al respaldo de la silla de Jessica para mantenerme en pie. Con el rabillo del ojo vi cómo Jessica cogía la cajita de manos de Johnny y se la guardaba detrás de la espalda. Todo era difuso. Yo veía como a través de una neblina.

– Tengo que irme.

– De acuerdo -dijo Johnny. Le dio una calada al puro y exhaló una humareda en mi dirección. Guiñó un ojo-. Nosotros cuidaremos de la dama.

Jessica me miró, sonriendo, y se quejó:

– Venga, Thane, no seas aguafiestas. Será divertido.

– Nos vamos.

– No, no… -dijo ella.

Se llevó el puro a los labios y me hizo un gesto de despedida con la mano.

La cogí de la muñeca sin pensarlo dos veces y la levanté de la silla de un tirón. Le rodeé la cintura con el otro brazo y la arrastré hacia la puerta. El puro se le cayó al suelo, entre una lluvia de chispas anaranjadas. Oí gritar a Johnny. Ya estábamos a medio camino cuando el actor se interpuso entre nosotros. Una mano enorme cayó sobre mi nuca y otras dos me cogieron del brazo. Solté a Jessica y tomé impulso para dar media vuelta.

Golpeé una nariz y oí un ruido. Algo húmedo corría por mis nudillos. Perdí pie y el suelo subió a toda prisa, golpeándome en la nuca. Una mujer gritó. Alguien me apuntó con una pistola a la cara.

29

No dice nada, pero respira hondo y echa el aire por la nariz, despacio, mientras asiente con la cabeza como si por fin lo comprendiera todo.

– Mi padre sol í a encargarse de los pozos de residuos de Allied Chemical -digo-. Yo sol í a presumir de é l, ya sabe, como hacen todos los críos, diciendo lo importante que era. Mi pasaporte a la fama radicaba en que mi padre ten í a que ponerse uno de esos trajes espaciales, provisto de mascarilla de ox í geno y casco y botas de goma. Yo siempre le ped í a que me llevara a su trabajo y me dejara poner una de esas mascarillas.

» De manera que un s á bado, despu é s de que mi madre interviniera por fin y se lo ordenara, é l me llev ó , me consigui ó un traje que enroll ó y remeti ó dentro de unas botas y caminamos por entre aquellos pozos llenos de sustancias verdosas. Se lo juro: estaba aterrado, pero al mismo tiempo tan alegre como unas casta ñ uelas. Hac í a un d í a precioso. Ve í as los retazos de nubes blancas reflejados en la superficie de la masa de residuos. Estuvimos un rato andando, respirando a trav é s de esas m á scaras, mientras é l golpeaba las paredes de los contenedores con un largo palo met á lico, y al final me calm é lo bastante para advertir que, alrededor de su hombro y atada a la cintura, llevaba una vieja cuerda trenzada.

» Era una de esas cuerdas por las que sub í amos en las clases de gimnasia, y que ol í an a pelo de caballo, grasienta, á spera y gastada a la vez, y le pregunt é para qu é serv í a.

» "Si caes en uno de esos fosos -me dijo-, no podr á s salir si no llevas una cuerda."

» Le pregunt é si no pod í a lanz á rtela alguien una vez estuvieras dentro del pozo, y é l me dijo: "Una vez est á s dentro, ya es demasiado tarde. La masa se te pega. No puedes sujetarte a nada y no podr í as coger una cuerda si te la tiraran. Tienes que llevarla contigo".

» "Bueno -dije-, yo no tengo cuerda." Mir é aquel foso turbio, agitado, aquella sustancia que se mov í a como una piel de serpiente dispuesta a atacar, y retroced í .

» "Es verdad", contest ó , como si fuera la primera vez que pensaba en ello. Se volvi ó y se encaram ó al foso. Casi le derribo en mis prisas por alejarme de all í .

El psiquiatra inclina la cabeza y frunce el ce ñ o.

¿ Alguien le ha apuntado a la cara con una pistola alguna vez? -pregunto.

É l niega con la cabeza y dice algo en voz baja.

¿ Eh? -pregunto.

– A la cara no.

– Yo estaba hundido en los residuos. ¿ Lo pilla? Hasta el fondo. Sin cuerda. Sin ayuda. Lo ú nico que pod í a hacer era intentar mantener la cabeza a flote.

Noté que la cara me ardía de vergüenza ante sus risas. Se burlaban, como si ponerle a alguien una pistola en la cara no tuviera importancia. Jessica también se calmó. Volvimos al hotel y al día siguiente hicimos sonar el timbre en Wall Street, aunque ninguno de los dos nos encontrábamos muy bien.

Mike Allen nos llevó en su limusina a Teterboro, donde nos aguardaba el Citation X. Jessica se despidió de él con un beso en la mejilla. Yo me agarré a la baranda para subir.

– ¿Puedo hablar un minuto contigo? -preguntó Mike.

Me protegí los ojos del sol para poder verle el rostro y volví a bajar a la pista.

– ¿Qué pasa?

– Estás muy callado -comentó.

– La noche ha sido dura.

– Mira -dijo él, apoyando una mano en mi hombro-, sé lo difícil que es todo esto. Sé lo mucho que él significaba para ti y sé que todo esto debe de parecerte un poco frío.

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