Tim Green - Ambición

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Thane Coder lleva una existencia que muchos envidiarían: un buen trabajo en la poderosa compañía King Corp, una mujer hermosa, un generoso salario… Un sueño hecho realidad pero que, como él mismo confiesa, no es suficiente. Cuando el dueño de la compañía anuncia que cederá el mando de la empresa a su hijo Scott, Thane decide que el puesto ha de ser suyo al coste que sea. Espoleado por la ambición de su esposa y cómplice, recurre al asesinato, al engaño, a los contactos con criminales… Matar le resulta cada vez más fácil, incluso tanto como engañar al FBI y a la mafia, pero pronto queda claro que Thane ha entrado en una espiral de locura para la que sólo hay un final.

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Éramos los invitados de Mike Allen, y él nos presentó a todos los grandes nombres. Hombres canosos que exhibían a sus esposas como trofeos, e incluso algunos que conservaban a sus primeras mujeres. Tipos nerviosos cuyos ojos revoloteaban alrededor de Jessica como si fueran mosquitos. Bebimos, comimos y sonreímos, charlamos de tonterías hasta que perdimos a Mike en la multitud, en algún lugar cercano a la mesa donde se servía el cordero.

Por encima de nosotros, un humo de colores danzaba en torno a las luces giratorias. Un mimo apareció colgado en un trapecio y empezó a balancearse suspendido en el espacio. Dio dos volteretas y acabó en la postura del cisne. Preveías que la siguiente pirueta no le saldría bien. Noté que el corazón se me aceleraba y oí las respiraciones contenidas de los otros antes de que el mimo se agarrara al trapecio con los dientes.

Un aplauso esporádico salpicó el rumor de miles de personas que hablaban de sí mismas. Jessica tenía la cabeza inclinada, el vestido de Vera Wang dejaba al aire su cuello y la línea de sus senos. Sus cabellos, sujetos con una simple diadema de concha, le enmarcaban la cara.

Cuando me miró y levantó una copa de champán, recordé las palabras de Mike Allen: «una esposa estupenda». Lo era. Me sentía como si flotara, y el alcohol sólo tenía parte de culpa en ello. La cogí de la mano, la atraje hacia mí y la besé en los labios. Cuando nos separamos, vi a Johnny G enseñando los dientes a través de una sonrisa. A su lado había una rubia platino, con el cabello recogido en un moño alto y unos pechos hinchados como globos gracias a la silicona.

La cara de Johnny G estaba casi tan roja como su corbata torcida y la faja arrugada. Emitió un gruñido y me abrazó, dándome palmadas en la espalda y rascándome las mejillas con su barba de la mañana. Nos presentó a su esposa, Tina. Jessica la saludó, pero miraba a Johnny con esa sonrisa que ambos compartían.

– La vida es genial, ¿eh? -dijo Johnny, guiñándome el ojo. Me dio un leve puñetazo en el hombro, y al hacerlo derramó unas gotas de vino de su copa-. ¿Qué me dices de esto? ¿Has probado las colas de langosta?

Abrazó a su esposa por sus desnudos hombros.

– Me encantan las buenas colas, ¿sabes?

Tina le dio una palmada en la mano y le tiró de las orejas.

– ¿Te gusta la langosta? -preguntó a Jessica.

– Por supuesto -dijo ésta antes de dar un sorbo de champán.

Bostezó.

– Entonces tenéis que acompañarme -dijo él mientras señalaba la puerta con la cabeza.

Se lamió el dedo y se lo pasó por el cuello.

– Estamos con la gente de King Corp y con los banqueros inversores -dije, pinchando un pedazo de carne-. Pero gracias.

– Bueno, llegaste con ellos, te vas con nosotros -dijo él, con un gesto de despreocupación-. Conozco un sitio que os va a encantar. Más tranquilo que esto. Un pequeño restaurante del East Side. El auténtico Nueva York. Montones de estrellas de la tele van allí. Envuelven las colas de langosta en lechuga, les echan unas gotas de aceite de oliva y las rocían de grapa.

Se besó los dedos.

– Vamos -insistió Johnny-. Seréis mis invitados. Anthony Congemi estará allí.

– ¿Quién? -pregunté.

J ó venes e inquietos -explicó Jessica.

– Exacto -dijo Johnny-. Ese tío.

– Estamos acompañados -me excusé, soltando el hueso de la costilla en el plato y cogiendo otra copa de champán de una bandeja. Le guiñé un ojo-. Pero gracias.

El rostro de Johnny se ensombreció. Miró a su alrededor.

– Ni que fueran a echarte de menos. Vamos.

Apartó los ojos de mi cara, y se volvió hacia la puerta, rodeando a su esposa con el brazo.

Jessica sonreía como una niña pequeña. Enarcó las cejas y me apretó la mano.

– Oh, venga. El auténtico Nueva York. A un millón de kilómetros de la mierda de vaca.

Negué con la cabeza, pero cuando ella me cogió del brazo, la seguí.

Johnny tenía una limusina fuera, un Mercedes imponente con dos hombres del tamaño de una casa. Nos sentamos en el asiento frente al mueble bar. Johnny se repantigó y extendió las piernas; sus pies apuntaban en direcciones distintas y distinguí el vello de sus piernas por encima de los calcetines. Su mujer se tapó con un chal de piel de zorro rojo y se tumbó encima de Johnny.

– Tomad lo que queráis -dijo Johnny, señalando el bar.

– ¿Qué se bebe en un sitio así? -preguntó Jessica.

– Grey Goose -dijo él-. Hay vasos helados en la nevera. Yo me tomaré otro.

Tina hizo un mohín con el labio inferior y miró a Jessica de reojo mientras las dos brindaban en silencio.

El trayecto fue rápido. Era un lugar acristalado de la calle Tres; era muy tarde, así que había poco tráfico y la limusina aparcó justo en la puerta. Antes de que pudiéramos salir, dos moscones más vestidos de esmoquin salieron del restaurante y abrieron la puerta del vehículo.

Era un sitio estrecho, largo y atestado. El humo se entrelazaba hasta el techo, contribuyendo a espesar la atmósfera. El resplandor de los puros iluminaba unas mandíbulas pesadas, gemelos de oro, anillos y relojes de diamantes. La risa era gutural, al igual que los saludos que los hombres brindaron a Johnny, levantándose de la mesa para darle un beso en la mejilla y abrazarle con fuerza.

– Parece que estén en el retrete -dije a Jessica al oído.

Ella arrugó la nariz.

– ¿Estáis con Johnny? -preguntó una mujer con el peinado alto, rizado, y gruesas gafas. Asentimos y ella cogió nuestros abrigos con un brazo que parecía de pájaro, acercándolos a su cuerpo como si fueran leña-. Por aquí.

En la parte trasera había una gran mesa redonda con un cartel de «reservado» sobre el mantel blanco. Ella lo quitó, y desapareció por una puertecilla llevándose consigo el abrigo de lana de Johnny y el zorro muerto de Tina. Pedimos bebidas a un camarero joven que tenía el dedo puesto en uno de los botones de la camisa. Tres personas esperaban detrás de la barra para prepararlas y enviarle de vuelta con ellas.

Aquellos que no habían sido abrazados por Johnny al entrar formaron una fila en el pasillo principal para pasar unos segundos con él en nuestra mesa. Me los presentó a todos: un juez que no era juez; un contable sujeto a investigación federal; el actor llamado Congemi, conocido por todos menos por mí, que besó la mano de Jessica; un recaudador de fondos para la inminente campaña del gobernador, y un montón de hombres más jóvenes con el pelo engominado, relojes Rolex, fuertes acentos de Nueva York y corbatas de Hermès de cuatrocientos dólares.

Yo estaba borracho, Jessica también, y la escena tenía algo de surrealista.

No pedimos nada, pero la comida empezó a llegar. Nos sirvieron bandejas de calamar, zuchinis fritos, champiñones rellenos, pimientos asados, hígados de pollo, langostinos, mozzarella con tomate; en cuanto se acababan, eran reemplazadas por otras. Cada plato era mejor que el anterior. Me desabroché el pantalón y seguí comiendo. Se descorcharon botellas de vino, los vasos se llenaron a la luz de las velas, era un vino con cuerpo, fragante, con aroma a especias, madera y fruta.

Después llegaron las langostas. Cuatro bandejas en llamas con dos colas en cada una, envueltas en capicolla y jamón. Los camareros sofocaron las llamitas azules y se fueron. Me llevé una mano al estómago, respiré hondo y saqué el aire. Tina había cambiado el tenedor por un cigarrillo hacía rato, un cigarrillo fino, del tamaño de un mondadientes, pero Jessica y Johnny se enseñaron los dientes mutuamente y pusieron manos a la obra.

Cogí el tenedor, pinché un trozo, lo sumergí en la mantequilla y me lo puse en la boca. Por primera vez desde hacía días sentía hambre y los manjares eran demasiado buenos para contenerse. Me terminé una cola entera y parte de la otra. Jessica sólo comió un poco, pero masticó despacio y parecía disfrutar de la conversación que manteníamos Johnny y yo sobre los Yankees.

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