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Barry Eisler: Sicario

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Barry Eisler Sicario

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John Rain, de profesión asesino, está especializado en hacer trabajitos finos en los que sus víctimas parecen morir de forma natural. Aquel que le contrata sabe que es un hombre fiel a sus principios: trabaja en exclusiva; liquida únicamente al protagonista del juego, no a sus familiares, y no asesina a mujeres. Por eso, cuando tras finalizar un trabajo le piden wque se encargue de la hija del objetivo, empieza a sospechar que hay gato encerrado y decide investigar por qué quieren matar a Midori. La investigación le hará descubrir peligrosas conexiones entre el gobierno nipón y la yakuza, que comprometerán su anonimato y complicarán su vida.

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Pero, ¿y un coche? Empecé a llamar a los teléfonos gratuitos de las compañías de alquiler de automóviles más importantes. Era William Holtzer y llamaba para ampliar mi contrato. En Avis no les constaba ese nombre, pero en Hertz sí. El empleado fue tan amable que me dijo el número de matrícula del coche, ya que le dije que lo necesitaba para un seguro complementario que quería contratar a través de la compañía de mi tarjeta de crédito. Esperaba que me preguntara por qué no extraía la información del llavero o del propio coche, pero no lo hizo. Después de eso sólo tuve que buscar en una base de datos del Departamento de Tráfico para saber que Holtzer conducía un Ford Taurus blanco.

Otra vez en círculos concéntricos, aquella noche recorrí en coche los aparcamientos de los hoteles próximos a Langley, pasando muy lentamente ante todos los Ford Taurus que vi para comprobar la matrícula.

Hacia las dos de la mañana encontré el coche de Holtzer en el aparcamiento del Ritz Carlton de Tyson's Corner. Tras confirmar la matrícula me dirigí al Marriott, cerca de allí, donde me hice con las placas de matrícula de un coche aparcado. En un extremo del aparcamiento de la Tyson's Corner Galleria, que estaba desierto, cambié las placas. La matrícula nueva y el ligero disfraz que llevaba bastarían para despistar a cualquier testigo imprevisto o a cualquier cámara de seguridad.

Conduje de nuevo hasta el Ritz. Las plazas contiguas al Taurus estaban ocupadas, pero había una plaza libre detrás, a un lado. De cualquier modo era mejor no aparcar al lado. Cuando eres consciente de cómo funciona mi mundo, o simplemente de dónde es más fácil que te atraquen, te preocupa ver una furgoneta aparcada junto a tu coche, especialmente un modelo con las ventanillas traseras ahumadas, como el mío. Aparqué de cara, de modo que la puerta corredera de la furgoneta quedara orientada hacia Holtzer.

Comprobé el equipo. Un «Thunder Blaster» de 250.000 voltios, suficientes para provocar desorientación al contacto y la pérdida de conciencia en menos de cinco segundos. Una «Bola Loca» de goma rosa y tamaño medio de las que se encuentran prácticamente en cualquier colmado por 89 centavos. Un desfibrilador portátil como los que empiezan a llevar algunas líneas aéreas en los aviones comerciales, lo suficientemente pequeño como para poder transportarlo en un maletín corriente y considerablemente más caro que la Bola Loca.

Matar a alguien mediante una descarga por fibrilación ventricular es algo complicado. Trescientos sesenta julios es una dosis de electricidad brutal. Si se aplica una descarga así en el punto más alto de la onda T del corazón -es decir, entre latidos- se provoca una arritmia letal. Por ello los desfibriladores modernos tienen sensores que detectan automáticamente el complejo QRS del latido, que es el único instante en que se puede aplicar la descarga con seguridad.

Por supuesto, la misma aplicación informática diseñada para evitar la onda T puede modificarse para buscarla.

Recosté el asiento electrónico unos grados y me relajé. Sin duda Holtzer se dirigiría al campus de la CIA en algún momento de la mañana, de modo que confiaba no tener que esperar más que unas horas.

A las seis y media, aproximadamente una hora y media antes del amanecer, caminé hasta el extremo del aparcamiento y oriné en un seto. Estiré las piernas unos minutos y regresé a la furgoneta, donde desayuné los restos de café frío y los Nuggets de pollo de McDonald's que me habían sobrado de la noche anterior, las delicias culinarias propias de la vigilancia.

Holtzer apareció una hora más tarde. Le vi salir del ascensor y acercarse. Llevaba un traje gris, camisa blanca y corbata oscura. El típico atuendo de oficinista, lo normal en la CIA.

Estaba distraído. Lo noté por la expresión, la postura y el hecho de que no comprobara los puntos clave del aparcamiento, sobre todo alrededor de su coche. Debería avergonzarse por ser tan poco precavido en un entorno tan apto para un crimen como es una zona de aparcamiento.

Me enfundé un par de guantes de cuero negro. Probé el interruptor del Thunder Blaster, que creó un arco de chispas azules y un chisporroteo eléctrico. Ya estaba listo.

Escruté el aparcamiento y me alegré de que por el momento estuviera vacío. Acto seguido, me deslicé hasta la parte posterior de la furgoneta y observé cómo se dirigía hacia el lado del conductor del Taurus, donde se detuvo para quitarse la americana. «Muy bien -pensé-. Así no te arrugaremos el traje fúnebre.»

Esperé hasta que tuvo la americana justo por debajo de los hombros, momento en que le costaría más reaccionar; abrí de golpe la puerta de la furgoneta y me abalancé sobre él. Alzó la vista al oír la puerta, pero no tuvo ocasión de hacer nada más que abrir la boca en señal de sorpresa. Al cabo de un momento estaba encima de él, con la mano derecha apretándole el Thunder Blaster contra la barriga y agarrándole con la izquierda por la garganta mientras la descarga le sacudía el sistema nervioso central.

Tardé menos de seis segundos en arrastrar su cuerpo aturdido hasta el interior de la furgoneta y cerrar la puerta. Lo empujé hasta colocarlo en el amplio asiento trasero y le di otra descarga con el Thunder Blaster para asegurarme de que quedaba incapacitado el tiempo suficiente para terminar el trabajo.

Los movimientos eran rutinarios y no me llevaron mucho tiempo. Le ceñí el cinturón de seguridad de la cintura y el del hombro, estirando de éste último hasta colocarlo en su sitio y luego aflojándolo. Lo más difícil fue abrirle la camisa y aflojarle la corbata para aplicarle los electrodos directamente sobre el torso, donde la crema conductora evitaría cualquier quemadura reveladora. El cinturón de seguridad lo mantenía inmóvil mientras yo trabajaba.

Mientras le aplicaba el segundo electrodo, abrió los ojos parpadeando. Miró hacia abajo y se vio el pecho al descubierto. Luego levantó la mirada y me vio.

– Espe… espe… -balbució.

– ¿Espera? -pregunté.

Emitió un gruñido que supuse de afirmación.

– Lo siento, no puedo hacerlo -dije, mientras fijaba el segundo electrodo con esparadrapo.

Abrió la boca para decir algo más y le introduje la Bola Loca en el interior. No quería que se mordiera la lengua por efecto de la descarga; podría parecer sospechoso.

Me aparté un poco para asegurarme de no tocarlo mientras aplicaba la descarga. Me miró mientras me hacía a un lado con los ojos bien abiertos.

Su cuerpo dio una sacudida hacia delante hasta que se trabó el cinturón de seguridad y arqueó la cabeza hacia atrás, por lo que la hundió en el protector cervical. Hoy día los coches son increíblemente seguros.

Esperé un minuto y luego le tomé el pulso para asegurarme de que estaba muerto. Satisfecho, le quité la pelota y los electrodos, limpié los restos de crema conductora con un algodón empapado en alcohol y le coloqué bien la ropa. Le miré los ojos inertes y me sorprendió no sentir apenas nada. Quizá alivio. No mucho más.

Abrí la puerta del Taurus con su llave y luego la introduje en el contacto del coche. Volví a escrutar el aparcamiento. Una mujer con traje chaqueta, que probablemente se dirigía a una reunión, salió del ascensor. Esperé a que entrara en el coche y se marchara.

Me eché el cuerpo al hombro, lo llevé hasta el coche y lo coloqué en el asiento del conductor. Cerré la puerta y me detuve un momento para examinar mi obra.

«Va por Jimmy -pensé-. Y por Cu Lai. Todos llevan mucho tiempo esperándote en el infierno.»

Y esperándome a mí. Me pregunté si bastaría con Holtzer para dejarlos satisfechos. Entré en la furgoneta y me alejé de allí.

Veintiséis

Me faltaba otra parada. Séptima Avenida sur 178, Manhattan. The Village Vanguard.

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