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Glenn Cooper: La Biblioteca De Los Muertos

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Glenn Cooper La Biblioteca De Los Muertos

La Biblioteca De Los Muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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Bretaña, año 777. En la abadía de Vectis crece Octavus, un niño sobre el que pesa una maldición: es el séptimo hijo engendrado por un séptimo hijo y la leyenda le vaticina poderes diabólicos. Octavus comienza a escribir una lista con fechas y nombres sin sentido. Cuando uno de los nombres y su fecha coinciden con una muerte en la abadía, el miedo se apodera de los monjes. Siglos después, los miembros de la Orden de los Nombres, descendientes todos de aquel niño, siguen escribiendo sin descanso para completar un misterioso listado de nombres y fechas… Hasta que empiezan a suicidarse. Estados Unidos, en la actualidad. Nueve personas han aparecido muertas en Nueva York, desconocidos que nada tenían en común. Solo una cosa les unía: todas las víctimas recibieron postales de ataúdes, que anunciaban el día en que morirían, poco antes de su fallecimiento. Son las aparentes víctimas de un asesino en serie difícil de atrapar, cuyas muertes desafían toda lógica…

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Estaba tomando notas.

Chapman empezó el análisis.

– Pues tal como yo lo veo…

Will alzó la mano y lo interrumpió a media frase.

– Agente especial Lipinski, ¿por qué no nos dice lo que ha pasado aquí?

Nancy se ruborizó y sus mejillas parecieron hincharse. El rubor se extendió por el cuello y desapareció bajo su blusa blanca. Tragó saliva y se mojó los labios con la punta de la lengua.

Comenzó con calma y fue cogiendo ritmo a medida que ponía orden en sus pensamientos.

– Bien, el asesino probablemente había estado aquí antes, no necesariamente dentro del apartamento pero sí cerca del edificio. El pestillo de seguridad de una de las ventanas de la cocina se abrió de manera premeditada. Tendría que echarle otro vistazo, pero yo diría que el marco de la ventana estaba podrido. Aun así, aunque se escondiera en el callejón de al lado, no se habría arriesgado a hacer todo el trabajo en una sola noche si lo que quería era tener la seguridad de que coincidiera con la fecha de la postal. Volvió anoche, entró por el callejón y acabó de sacar el pestillo. Luego cortó el vidrio con un cortacristales y desencajó el cerrojo desde fuera. Pisó alguna porquería en el callejón y dejó huellas en el suelo de la cocina, en la entrada, aquí mismo y allí.

Señaló dos manchas que había en la moqueta, incluido un churrete sobre el que estaba Chapman, que apartó los pies como si estuviera sobre algo radiactivo.

– Probablemente la mujer oyó algún ruido, porque se sentó e intentó ponerse las zapatillas. Antes de que pudiera hacerlo, el asesino ya estaba en la habitación y le disparó un tiro a quemarropa que le penetró por la oreja izquierda. Parece que fue una bala redonda de poco calibre, probablemente del 22. La bala está dentro del cráneo, no hay herida de salida. No creo que haya habido agresión sexual, pero tendremos que comprobarlo. También habrá que averiguar si han robado algo. El lugar no ha sido saqueado, pero no he visto el bolso por ninguna parte. Probablemente el asesino se marchó por donde entró. -Hizo una pausa y se apretó la frente-. Es todo. Eso es lo que creo que ha pasado.

Will la miró con el ceño fruncido, lo que la hizo sudar durante unos segundos, y después dijo:

– Sí, eso es justamente lo que yo pienso que ha pasado. -Nancy tenía cara de haber ganado un concurso de deletreo y miró con orgullo sus zapatos de suela de goma-. ¿Coincide usted con mi socia, detective?

Chapman se encogió de hombros.

– Podría haber sido así perfectamente. Sí, una pistola del 22, estoy seguro de que esa ha sido el arma.

«El colega no tiene ni puta idea», pensó Will.

– ¿Sabe si han robado algo?

– Su hija dice que se han llevado el monedero. Ella fue quien la encontró esta mañana. La postal estaba en la mesa de la cocina, junto a otras cartas.

Will señaló los muslos de la anciana.

– ¿Ha habido agresión sexual?

– ¡No tengo ni idea! Si no les hubiera dado una patada en el culo a los forenses tal vez lo sabríamos -se quejó Chapman.

Will se inclinó y usó su bolígrafo para levantarle el camisón con cuidado. Miró en el interior de la tienda de campaña y vio ropa interior de señora mayor que no había sido mancillada.

– No lo parece -dijo-.Veamos la postal.

Will la inspeccionó con atención por delante y por detrás y se la pasó a Nancy.

– ¿Es el mismo tipo de letra que en las anteriores?

Nancy dijo que así era.

– Una Courier de cuerpo 12 -dijo Will.

Ella le preguntó cómo era posible que supiera eso; parecía impresionada.

– Soy erudito en tipos de letra -respondió él con guasa. Leyó el nombre en voz alta-: Ida Gabriela Santiago.

Según Chapman, la hija le había dicho que su madre jamás usaba su segundo nombre.

Will se irguió y estiró la espalda.

– Muy bien, por nosotros ya está -dijo-. Mantengan el área clausurada hasta que llegue el equipo forense. Estaremos en contacto por si necesitamos algo.

– ¿Tienen alguna pista sobre este descerebrado? -preguntó Chapman.

El teléfono móvil de Will empezó a entonar el Himno a la alegría dentro de su chaqueta. Mientras intentaba echarle mano contestó:

– Solo tenemos un montón de mierda, detective, pero es mi primer día en el caso. -Luego dijo al teléfono-: Aquí Piper…

Escuchó y sacudió la cabeza un par de veces.

– Cuando el río suena, agua lleva -dijo-. Dime, Mueller no se habrá recuperado milagrosamente, ¿verdad?… Mala suerte. -Colgó y alzó la vista-. ¿Preparada para una noche larga, socia?

Nancy asintió como esos muñecos que tienen un muelle en el cuello. Daba la sensación de que le gustaba que la llamara «socia», de que le gustaba mucho.

– Era Sánchez -dijo Will-.Tenemos otra postal, pero esta es un poco diferente. Lleva la fecha de hoy, y el tipo continúa vivo.

12 de febrero de 1941,

Londres

Ernest Bevin era el contacto, el intermediario. El único miembro del gabinete que había tenido cargos en los dos gobiernos. Para Clement Atlee, primer ministro laborista, Bevin era la opción lógica. «Ernest -le había dicho al secretario de Asuntos Exteriores estando los dos sentados ante la chimenea en Downing Street-, habla con Churchill. Dile que le pido ayuda personalmente.» El sudor perlaba la calva de Atlee, y Bevin observaba incómodo el arroyuelo que se deslizaba desde la frente hasta su nariz aguileña.

Encargo aceptado. Sin hacer preguntas ni plantear reservas. Bevin era un soldado, un líder laborista de la vieja escuela, uno de los fundadores del mayor sindicato de Gran Bretaña, el TGWU. Siempre pragmático, en los momentos previos a la guerra fue uno de los pocos políticos laboristas que cooperaron con el gobierno conservador de Winston Churchill y se alineó contra el bando pacifista de su propio partido.

En 1940, cuando Churchill preparó a la nación para la guerra y formó un gobierno de coalición con todos los partidos, nombró a Bevin ministro de Servicios Sociales y Nacionales y le asignó una amplia cartera que incluía la economía doméstica y creó su propio ejército de cincuenta mil hombres salidos de las fuerzas armadas para trabajar en las minas de carbón: los chicos de Bevin. Churchill lo ponía por las nubes.

Y entonces el mazazo. Tan solo unas semanas después del día de la victoria en Europa, disfrutando aún del triunfo, el hombre al que los rusos llamaban el Bulldog Británico, perdía las elecciones generales de 1945, por la victoria aplastante del Partido Laborista de Clement Atlee; el electorado no confiaba en su capacidad para reconstruir la nación. El hombre que había dicho «Defenderemos nuestra isla cueste lo que cueste, lucharemos en las playas, lucharemos en las pistas de aterrizaje, lucharemos en el campo y en las calles, nunca nos rendiremos», salía trastabillando del escenario principal, derrotado, deprimido, desanimado. Tras la derrota, Churchill lideró la oposición con desgana y dedicó la mayor parte de sus esfuerzos a su querida Chartwell House, donde escribía poesía, pintaba acuarelas y echaba pan a los cisnes negros.

Ahora, un año y medio después, Bevin, secretario de Asuntos Exteriores del primer ministro Adee, se encontraba en las profundidades de la tierra esperando al que fuera su anterior jefe. Hacía frío, así que Bevin se dejó abotonado el abrigo sobre su traje de invierno. Era un hombre corpulento, llevaba su escaso pelo cano peinado hacia atrás con gomina, tenía una cara mofletuda y papada incipiente. Había elegido ese lugar de encuentro con la intención de enviar un mensaje psicológico. El asunto que debían tratar era importante. Secreto. Ven ya, sin más demora.

A Churchill, que entraba en ese momento en escena, no le pasó por alto el mensaje, echó un vistazo a su alrededor sin sentimentalismos y dijo:

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