Glenn Cooper - La Biblioteca De Los Muertos

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Bretaña, año 777. En la abadía de Vectis crece Octavus, un niño sobre el que pesa una maldición: es el séptimo hijo engendrado por un séptimo hijo y la leyenda le vaticina poderes diabólicos. Octavus comienza a escribir una lista con fechas y nombres sin sentido. Cuando uno de los nombres y su fecha coinciden con una muerte en la abadía, el miedo se apodera de los monjes. Siglos después, los miembros de la Orden de los Nombres, descendientes todos de aquel niño, siguen escribiendo sin descanso para completar un misterioso listado de nombres y fechas… Hasta que empiezan a suicidarse.
Estados Unidos, en la actualidad. Nueve personas han aparecido muertas en Nueva York, desconocidos que nada tenían en común. Solo una cosa les unía: todas las víctimas recibieron postales de ataúdes, que anunciaban el día en que morirían, poco antes de su fallecimiento. Son las aparentes víctimas de un asesino en serie difícil de atrapar, cuyas muertes desafían toda lógica…

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Cuando las puertas del edificio se cerraron tras él, oyó unos gritos amortiguados que provenían de la zona del bungalow. Estaban a punto de desatarse todos los infiernos. Las sirenas se acercaban. «En los distritos de postín los tiempos de respuesta son rápidos», pensó. Necesitaba tomar una decisión. Podía intentar llegar hasta el coche o quedarse donde estaba y esconderse a la vista de todos. Esa táctica le había funcionado en el salón de belleza, así que decidió que eso haría; además, temblaba demasiado para hacer mucho más.

El mostrador de recepción era un caos. Los huéspedes estaban dando parte del tiroteo, se estaban llevando a cabo los protocolos de seguridad. Miró por la puerta entreabierta de la habitación 315 y vio a una chica de la limpieza pasando la aspiradora.

– ¡Hola! -dijo de la manera más despreocupada que pudo. La chica sonrió.

– Buenos días, señor. Enseguida acabo.

Había maletas y ropa de hombre en el armario.

– He vuelto pronto de una reunión -dijo Will-.Tengo que hacer una llamada.

– No se preocupe, señor. Llame al servicio de habitaciones cuando quiera que vuelva.

Estaba solo.

Miró por la ventana que daba al jardín y vio a la policía y los servicios médicos. Se dejó caer en una silla y cerró los ojos. No sabía de cuánto tiempo disponía. Tenía que pensar rápido.

Había vuelto a la barca de pescar de su padre, Phillip Weston Piper, que estaba poniéndole un cebo al sedal en silencio. Siempre había pensado que era un nombre muy altisonante para un hombre de manos recias y piel carcomida por el sol que se había ganado la vida deteniendo borrachos y poniendo multas de velocidad. Su abuelo había sido profesor de Estudios Sociales en el instituto de Pensacola y puso grandes esperanzas en ese hijo recién nacido, así que pensó que con un nombre pijo se comería el mundo. Era un factor discutible. Su padre se convirtió en un juerguista pendenciero con más alcohol que sangre en las venas, un matón miserable que había sometido a su madre a una constante metralla de malos tratos.

Aun así, como padre era medio decente, y a pesar de ser taciturno a más no poder Will siempre había tenido la sensación de que se esforzaba en hacer lo correcto por su hijo. Tal vez la relación entre ellos habría mejorado si Will hubiera sabido que su padre moriría durante su último año de estudios. Tal vez entonces habría hecho el primer movimiento para tener una conversación con el viejo y averiguar qué pensaba de su vida, de su familia, de su hijo. Pero esa conversación había quedado enterrada junto a Phillip Weston Piper, y él tendría que pasar por la vida sin ella.

Will nunca pensaba demasiado en religión ni en filosofía. Su trabajo estaba relacionado con el trabajo de la muerte, y su enfoque en la investigación de los asesinatos se basaba en hechos.

Unas personas vivían, otras personas morían; sitio equivocado, momento equivocado. Todo dependía terriblemente del azar.

Su madre había sido una beata; y cuando él la visitaba, la acompañaba diligentemente a la Primera Iglesia Baptista de Panamá City. Allí la velaron cuando se la llevó el cáncer. Will oyó hablar hasta la saciedad de la voluntad del Señor y los planes divinos. En la escuela había leído sobre el calvinismo y la predestinación. Siempre había pensado que todo eso eran paparruchas. El caos y el azar gobernaban el mundo. No había ningún plan maestro.

Al parecer se había equivocado.

Abrió los ojos y miró por encima de su hombro. Todas las fuerzas policiales de Beverly Hills estaban abajo, en el jardín. Seguían llegando médicos forenses y sanitarios de urgencias. Cogió el portátil y lo abrió. Estaba en modo descanso. Cuando se reinició, apareció la ventana de registro de la base de datos de Shackleton pidiéndole la contraseña. Will escribió «Pitágoras» mal tres veces antes de conseguir entrar. Para que luego hablen de la educación de Harvard.

Apareció una pantalla de búsqueda: introducir nombre, introducir fecha de nacimiento, introducir fecha de fallecimiento, introducir ciudad, introducir código postal, introducir domicilio. Todo muy cómodo para el usuario. Tecleó su nombre y su fecha de nacimiento, y el ordenador dijo: FDR. «Bien -pensó-. Confirmado.» Esperaba que no fuera FDR en el sentido en que lo era Mark Shackleton, pero al menos tenía dieciocho años por delante, toda una vida.

Las siguientes entradas no serían tan fáciles. Dudó, consideró la opción de cerrar el ordenador, pero se oían más sirenas, más gritos desde el jardín. Respiró hondo y luego tecleó: «Laura Jean Piper, 7-8-1984», y tras esto le dio al enter.

FDR

Exhaló y musitó en silencio: «Gracias a Dios». Entonces respiró de nuevo y tecleó: «Nancy Lipinski, White Plains, NY», y le dio al enter.

FDR

Uno más para darle solidez a su plan: «Jim Zeckendorf, Weston, Massachusetts».

FDR

«Eso es todo lo que quiero saber, es todo lo que necesito», pensó. Estaba temblando.

Al estar sentado allí, la lógica parecía innegable. Su hija, Nancy y él sobrevivirían a pesar de los operativos cuya tarea era asesinar para conservar el secreto de Área 51. Eso significaba que él iba a tomar una decisión que evitaría sus muertes.

¡Era una locura! Era coger el libre albedrío y tirarlo por la ventana, pensó. El Río del Destino se lo llevaba corriente abajo. Ya no era el dueño de su destino, el capitán de su alma. Por primera vez desde que murió su padre, lloraba.

En tanto que los equipos de emergencias trasladaban a los heridos del bungalow a las ambulancias, Will, sentado al escritorio de la habitación 315, escribía una carta en papel del hotel. La terminó y la releyó. Había un espacio en blanco que debía rellenar antes de echarla al buzón.

Un bonito sábado al mediodía en Beverly Hills echado a perder por el ruido y el pestazo a diesel de las docenas de vehículos de los servicios de emergencia y las furgonetas de los periodistas que llenaban de humo Sunset Bulevard. Caminó hacia ellos con la cabeza gacha, los dejó atrás y llamó a un taxi.

– ¿Qué demonios pasa aquí? -preguntó el conductor.

– Que me aspen si lo sé -contestó Will.

– ¿Adónde vamos?

– Lléveme a una tienda de informática, a la biblioteca pública de Los Ángeles y a una oficina de correos. En ese orden. Esto es de propina. -Alargó el brazo por encima del asiento y tiró un billete de cien dólares en su regazo.

– Usted ordene, señor, que yo obedezco -dijo el taxista con entusiasmo.

Will compró un almacenador de memoria en una tienda de electrónica. Una vez en el taxi, copió con rapidez la base de datos de Mark en el dispositivo y se la metió en el bolsillo de la camisa.

El taxi le esperaba a las puertas de la Biblioteca Central, un palacete blanco de estilo art déco cerca de Pershing Square, en el centro de Los Ángeles. Tras una parada en el mostrador de información, se internó en las entrañas de las estanterías. A la mortecina luz del fluorescente de una de las plantas inferiores, en una zona subterránea que rara vez recibía pisadas humanas, pensó en el loco Donny y le agradeció en silencio que le hubiera dado la idea del escondite perfecto.

Había todo un estante destinado a los gruesos volúmenes mohosos de los códigos municipales del distrito de Los Ángeles con décadas de antigüedad. Cuando estuvo seguro de que no había nadie más por allí, se puso de puntillas para llegar a la balda más alta y tiró del volumen correspondiente a 1947, un mamotreto que se deslizó pesadamente hasta la palma de su mano.

Mil novecientos cuarenta y siete. Un toque de ironía para un día sombrío. El libro olía a viejo y a no usado, y a menos que algo fuera tremendamente mal, confiaba en que él sería la última persona que lo usaría en mucho tiempo. Lo abrió por el medio. La encuadernación del lomo se ahuecó apenas unos centímetros, el espacio donde metería el dispositivo de memoria. Cuando cerró el tomo, la cubierta se estiró, crujió y se tragó el diminuto soporte, bien escondido.

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