Glenn Cooper - La Biblioteca De Los Muertos

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Bretaña, año 777. En la abadía de Vectis crece Octavus, un niño sobre el que pesa una maldición: es el séptimo hijo engendrado por un séptimo hijo y la leyenda le vaticina poderes diabólicos. Octavus comienza a escribir una lista con fechas y nombres sin sentido. Cuando uno de los nombres y su fecha coinciden con una muerte en la abadía, el miedo se apodera de los monjes. Siglos después, los miembros de la Orden de los Nombres, descendientes todos de aquel niño, siguen escribiendo sin descanso para completar un misterioso listado de nombres y fechas… Hasta que empiezan a suicidarse.
Estados Unidos, en la actualidad. Nueve personas han aparecido muertas en Nueva York, desconocidos que nada tenían en común. Solo una cosa les unía: todas las víctimas recibieron postales de ataúdes, que anunciaban el día en que morirían, poco antes de su fallecimiento. Son las aparentes víctimas de un asesino en serie difícil de atrapar, cuyas muertes desafían toda lógica…

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– ¿Ve? Ahí hay un hueco, profesor -intervino Timothy-. ¿Puede ser que ahí hubiera una puerta?

– Bueno, tal vez. Es posible. -Atwood bajó por una escalerilla-. Me preguntaba si podrías rebajar un poco esta área. -Señaló a una zona polvorienta-. Si el muro interior se extiende hacia el exterior perpendicularmente, diría que se trata de una pequeña habitación. ¿No sería estupendo?

Los tres jóvenes se pusieron de rodillas para darle a la paleta. Dennis trabajó cerca del muro exterior; Martin, junto al interior, y Timothy, en el medio. Unos minutos después todos habían llegado a la piedra.

– ¡Tenía razón, profesor! -dijo Martin.

– Bueno, hace unos cuantos años que me dedico a esto. Se te despierta una sensibilidad especial ante estas cosas. -Estaba contento, así que encendió su pipa para celebrarlo-. Después del almuerzo cavaremos hasta el nivel del suelo y veremos si podemos averiguar para qué se usaba esta pequeña habitación.

Los jóvenes almorzaron rápido; estaban deseando llegar al suelo del yacimiento. Se zamparon los sándwiches de queso y la limonada y volvieron a saltar al hoyo.

– ¡No impresionáis a nadie, estúpidos lameculos! -gritó Reggie tras ellos mientras se recostaba sobre un montón de polvo y encendía uno de sus cigarrillos liados.

– Cierra tu bocaza, Reg -dijo Beatrice-. Déjales en paz. Y líanos un piti a nosotros también.

Una hora después los jóvenes llamaban a los demás. Los tres estudiantes estaban de pie rodeando los límites de una pequeña habitación; parecían impresionados de lo que habían conseguido.

– ¡Mirad! ¡Hemos encontrado el suelo! -exclamó Dennis.

Una superficie de suaves piedras oscuras, talladas de manera experta para que encajaran con otras, había quedado a la vista. Pero lo que atrajo la mirada de Atwood fue otra cosa.

– ¿Qué es esto? -preguntó mientras bajaba para verlo de cerca.

En la esquina sudoeste de la pequeña habitación había una piedra muy grande, que parecía fuera de sitio. Las losas del suelo eran de pizarra, pero ese trozo más grande era un bloque de piedra caliza de unos dos metros por uno y medio, y bastante grueso. Sobresalía casi treinta centímetros del nivel del suelo y tenía unos bordes irregulares.

– ¿Alguna idea? -preguntó Atwood a los suyos mientras escarbaba alrededor con su paleta.

– No parece que forme parte del conjunto, ¿verdad? -dijo Beatrice.

Ernest hizo algunas fotografías.

– Alguien se tomó muchas molestias para meter esto aquí. -Deberíamos intentar moverlo -dijo Atwood-. Reg, ¿quién dirías que tiene la espalda más fuerte?

– Beatrice -contestó Reggie.

– Que te den, Reg -replicó ella-.Vamos a ver cuánta fuerza tienen tus famosos musculitos.

Reggie cogió una barra e intentó encontrar un hueco bajo la caliza donde pudiera meterla y hacer palanca. Usó una roca como punto de apoyo, pero a pesar de eso el bloque no se movía.

– ¡Vale! -Sudaba-.Voy a por la maldita excavadora.

Tardó una hora en hacer una rampa con la excavadora mecánica para bajar hasta el bloque de forma segura.

Una vez situado, lo bastante cerca para alcanzar la roca con la pala y lo bastante lejos del borde del tajo como para evitar un desplome, gritó desde la cabina que ya estaba listo. Sobre el petardeo del motor diesel las campanas llamaron al servicio de la hora nona.

Reggie golpeó los dientes de la pala contra el borde de la piedra caliza y lo pilló a la primera. Replegó la pala sobre su brazo y el bloque de piedra se levantó.

– ¡Para! -gritó Atwood. Reggie detuvo la máquina-. ¡Traed una palanca!

Martin saltó al agujero e introdujo la barra de hierro en el hueco entre la piedra caliza y las losas de piedra. Apoyó todo su cuerpo contra la barra pero no consiguió moverla ni un centímetro.

– ¡Pesa demasiado! -gritó.

Mientras Martin hacía una presión continua, Reggie volvió a mover la pala; la piedra se deslizó un poco, después otro poco. Martin iba guiándola con la palanca, y cuando se había corrido lo justo para que tuviera estabilidad, empezó a agitar los brazos como un loco.

– ¡Para! ¡Para! ¡Venid aquí! ¡Venid!

Reggie detuvo el motor y todos se abrieron paso hasta el agujero.

Dennis fue el primero en verlo.

– ¡Hostia!

Timothy meneó la cabeza.

– Madre mía, lo que hay aquí…

Mientras los demás miraban muertos de curiosidad, Reggie encendió una colilla que se había guardado en el bolsillo de la camisa y dio una larga calada.

– Joder… ¿Se suponía que eso tenía que estar ahí, profe?

Atwood se alborotó su cada vez menos poblada cabellera.

– Vamos a necesitar algo de luz -dijo.

Todos miraban el interior de un agujero negro y profundo; los rayos oblicuos del sol vespertino revelaban lo que parecían unas escaleras de piedra que se adentraban en la tierra.

Dennis corrió al campamento a por todas las linternas que pudiera encontrar. Volvió, colorado y resoplando, y las repartió entre sus compañeros.

Reggie sentía que debía proteger a su antiguo jefe, así que insistió en ir delante. En su día había limpiado unos cuantos búnkeres subterráneos de Rommel y sabía cómo apañárselas en un espacio estrecho. Todos los demás siguieron al hombretón en fila india; Beatrice había dejado a un lado su habitual bravuconería y cerraba la marcha con timidez.

Cuando todos terminaron de bajar por esa estrecha escalera de caracol que, según las estimaciones de Atwood, descendía de doce a quince metros dentro de la tierra, se encontraron apiñados en una habitación no mucho mayor que el interior de dos taxis londinenses. El aire estaba estancado, y Martin, que tenía predisposición a la claustrofobia, se agobió de inmediato.

– Esto está un poco cerrado -gimió.

Todos movían sus linternas alrededor y los haces de luz se cruzaban cual reflectores durante un bombardeo aéreo.

Reggie fue el primero en percatarse de que había una puerta.

– ¡Vaya! ¿Qué haces tú aquí? -Inspeccionó con la linterna la superficie agujereada por los gusanos. Una enorme llave de hierro sobresalía del ojo de una cerradura.

Atwood dirigió su luz hacia ella.

– De perdidos, al río. ¿Os animáis?

El joven Dennis se acercó.

– ¡Por supuesto!

– Perfecto -dijo Atwood-.Tú primero, Reggie.

Beatrice, desde atrás, no podía ver qué estaba sucediendo.

– ¿Qué? ¿Qué vamos a hacer? -preguntó con voz tensa.

– Vamos a abrir un portón del copón -explicó Timothy.

– Bueno, daos prisa o me voy arriba -dijo Martin-, aquí no puedo respirar.

Reggie giró la llave y se oyó el sonido metálico de un mecanismo en funcionamiento. Apretó la palma de la mano contra la fría superficie de la madera, pero la puerta no se movió. Resistió a sus esfuerzos hasta que apoyó todo el peso de su hombro contra ella.

Crujió y se abrió lentamente.

Pasaron uno a uno como si fueran una cadena de presidiarios y barrieron con los haces de sus linternas el nuevo espacio.

Esa sala era mayor que la primera, mucho más grande.

Sus cerebros intentaban crear algo coherente con esa mezcla de imágenes estroboscópicas, pero ver no es lo mismo que creer, al menos al principio.

Nadie se atrevía a hablar.

Estaban en una cámara con una alta cúpula de las dimensiones de una sala de conferencias o un teatro pequeño. El aire era frío, seco y estanco. El suelo y las paredes eran de grandes bloques de piedra. Atwood tomó nota de estas características estructurales, pero lo que llamó su atención fue una larga mesa de madera y un banco. La recorrió de izquierda a derecha con la linterna y calculó que la mesa medía más de seis metros de largo. Se acercó más, hasta que sus muslos la rozaron. Iluminó su superficie. Había un cacharro de barro cocido del tamaño de una taza de té, con un poso negro. Un poco más abajo, en el banco, había otro cacharro, y otro, y otro.

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