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Jeff Abbott: Pánico

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Jeff Abbott Pánico

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El vértigo y la incontenible alegría que sintió al despertar aquella mañana eran para Evan Casher la mejor prueba de que estaba profundamente enamorado. Sí, sin duda aquél era el inicio de una nueva y feliz vida que compartiría junto a Carrie, la joven responsable de aquel cambio sustancial en él. Sin embargo, un solo instante puede cambiar toda una vida: una llamada de su madre, apremiándolo a reunirse con ella de inmediato, iba a provocar un vuelco radical en la hasta entonces tranquila existencia de Evan. Para su horror, descubrirá que su madre ha sido asesinada, y sin tiempo siquiera para asumirlo, a punto estará de ser asesinado él también. Sólo la súbita intervención de un misterioso personaje, aparentemente surgido de la nada, le permitirá salvar la vida, al menos por esta vez… No obstante, esto es sólo el principio de un peligroso viaje sin retorno, durante el cual Evan descubrirá que su vida hasta entonces no ha sido más que una sucesión de engaños y artificios donde nadie era quien aparentaba ser: empezando por sus propios padres y por la adorable Carrie, a la que, como pronto averiguará, en realidad no conocia en absoluto. Perseguido por un implacable traficante de información convencido de que posee unos valiosos documentos, Evan deberá salvar su vida y descubrir la verdad, consciente de que, esta vez, no tendrá una segunda oportunidad.

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Subió al porche delantero de un salto, se apoyó en el timbre, y aporreó la puerta, gritando que alguien llamara a emergencias.

El Ford azul pasó a toda velocidad.

Un hombre mayor con aspecto de militar abrió la puerta con el teléfono inalámbrico en la mano.

Evan volvió corriendo hacia el jardín chillando a los vecinos que llamasen a emergencias e intentando apuntar la matrícula del Ford.

Pero el coche había desaparecido.

Capítulo 3

– Volvamos a esta mañana una vez más -dijo Durless, el detective de homicidios. Tenía una cara delgada y afable, con el aspecto demacrado de un corredor de fondo-, si es que puede, hijo.

Los investigadores habían mantenido a Evan alejado de la cocina, pero lo habían traído de vuelta a la casa para que identificara cualquier cosa que faltase o estuviese fuera de su sitio. Ahora se encontraba en la habitación de sus padres. Estaba hecha un desastre. Había cuatro maletas contra la pared, todas abiertas, y su contenido estaba esparcido por el suelo. Las fotos favoritas de su madre, que antes colgaban en las paredes, estaban rotas, pisoteadas sobre la alfombra. Se quedó mirando las fotos tras la telaraña de cristales rotos: el tono anaranjado del golfo de México al amanecer, la soledad de un roble retorcido en una extensión vacía en la pradera, Trafalgar Square, las sombras de la nieve al caer. Todo su trabajo, roto. Su vida, acabada. Aquello no podía estar sucediendo, pero sí era real; la ausencia de su madre parecía invadir la casa, el aire, sus mismos huesos.

«Ahora no puedes permitirte dejarte llevar por tus sentimientos. Tienes que ayudar a la policía a atrapar a esos tipos. Deja los lloros para más tarde. Reacciona.»

– ¿Evan? ¿Me ha oído? -preguntó Durless.

– Sí. Haré cuanto me pidan.

Evan intentó tranquilizarse. Sentado fuera en la entrada, encogido por el dolor, le había dado al oficial una descripción del hombre calvo y de su coche. Llegaron más oficiales que precintaron la casa con eficiencia: habían colocado cinta de prohibido el paso alrededor de la puerta principal y de la entrada junto a la ventana de la cocina, hecha añicos, a la que el hombre había disparado con su escopeta. Evan se había sentado en el cemento frío y llamaba por teléfono a su padre, una y otra vez. No respondía. No había buzón de voz. Su padre trabajaba solo, era asesor independiente, sin empleados. Evan no conocía a nadie a quien pudiese llamar para ayudarle a localizarlo en Sidney.

Le había dejado un mensaje a Carrie en el móvil. Intentó llamarla a su apartamento. No tuvo respuesta.

Al llegar, Durless había entrevistado primero al oficial de la patrulla y al equipo de la ambulancia que había respondido a la llamada inicial. Se había presentado a Evan y le había tomado la primera declaración antes de pedirle que volviese a la casa. Lo acompañó a la habitación de su madre.

– ¿Falta algo? -preguntó Durless.

– No.

Sumido aún en la conmoción, Evan se arrodilló junto a una de las maletas abiertas: estaban atiborradas de pantalones caqui de hombre planchados, camisas de botones, mocasines de piel nuevos y zapatillas de deporte. Todo de su talla.

– No toque nada -le recordó Durless, y Evan recogió la mano hacia atrás.

– No había visto nunca estas maletas ni esta ropa -dijo-, pero parece como si esta bolsa estuviese hecha para mí.

– ¿Adónde iba su madre?

– A ningún sitio. Estaba esperándome aquí.

– Pero había hecho cuatro maletas. Con ropa para usted. Y había metido un arma en su bolso.

Señaló una pistola situada sobre uno de los montones de ropa desparramado de una maleta.

– No puedo explicarlo. Bueno, la pistola parece la Glock de mi padre. La usa para tiro al blanco. Es su pasatiempo. -Evan se limpió la cara-. Solía ir a disparar con él, pero no soy muy bueno. -Se dio cuenta de que estaba divagando y se calló-. Mamá… seguramente no pudo coger el arma cuando llegaron los hombres.

– Debía de estar asustada cuando metió la pistola de su padre en la maleta.

– Pues no lo sé.

– Venga. Volvamos sobre ello. Ella lo llamó esta mañana. A eso de las siete.

– Sí.

Evan volvió a contarle a Durless la llamada de teléfono de su madre insistiéndole que viniese a casa, su viaje desde Houston y el ataque de esos hombres, intentando desenterrar cualquier detalle que hubiese olvidado cuando declaró por primera vez.

– Esos hombres que lo atacaron en la cocina, ¿está seguro de que eran dos?

– Oí dos voces. Estoy seguro.

– Pero en ningún momento les vio las caras.

– No.

– Y luego llegó otro hombre, les disparó, voló el techo y le cortó la cuerda. Le vio la cara.

– Sí. -Evan se pasó una mano por la frente. En la declaración inicial, aún tembloroso por la conmoción, había dicho que era un hombre calvo, pero ahora podía hacerlo mejor-. De unos cincuenta años. Labios finos, dientes muy rectos, un lunar en… -Evan cerró los ojos durante un momento, intentando reconstruir la imagen- la mejilla izquierda. Ojos marrones, constitución fuerte. Posiblemente ex militar. Sobre un metro ochenta de alto. Aspecto de latino. Sin acento. Llevaba unos pantalones negros y una camiseta verde oscura. Sin anillo de casado. Un reloj de acero. No puedo decirle nada más sobre su coche, sólo que era un Ford sedán azul.

Durless escribió los detalles adicionales y se los entregó a otro oficial.

– Da la descripción revisada por radio -dijo. El oficial se fue. Durless levantó una ceja-. Tiene buen ojo para los detalles en momentos de estrés.

– Soy mejor con las imágenes que con las palabras.

Evan oía los susurros del equipo de investigación criminal del Departamento de Policía de Austin mientras analizaban la carnicería en la cocina. Se preguntó si el cuerpo de su madre todavía estaba en la casa. Era extraño estar en su habitación, ver su ropa y sus fotos ahora que estaba muerta.

– Evan, hablemos de quién querría hacerle daño a su madre -dijo Durless.

– Nadie. Era la persona más buena que se pueda imaginar. Amable. Divertida.

– ¿Mencionó que tuviese miedo, que se sintiese amenazada por alguien? Piense. Tómese su tiempo.

– No. Nunca.

– ¿Había alguien que sintiese rencor hacia su familia?

La idea parecía ridícula, pero Evan respiró profundamente, pensó en los amigos y en los socios de sus padres, en sí mismo.

– No. Discutieron con un vecino el año pasado, pero lo arreglaron y el tipo se mudó. -Le dio a Durless el nombre del antiguo vecino-. No se me ocurre nadie que nos desease ningún mal. Esto ha tenido que ser casualidad.

– Pero el hombre calvo le salvó -dijo Durless-. Según usted, persiguió a los asesinos, le llamó por su nombre, afirmó que era amigo de su madre e intentó que se marchara con él. Eso no suena en absoluto casual.

Evan sacudió la cabeza.

– No recuerdo el nombre de su padre -dijo el policía.

– Mitchell Eugene Casher. Mi madre es Dona Jane Casher. ¿Le había dado ya su nombre?

– Sí, lo ha hecho, Evan, lo ha hecho. Hábleme de la relación entre sus padres.

– Siempre han sido un matrimonio muy unido.

Durless se quedó callado. Evan no podía soportar el silencio. El silencio acusador.

– Mi padre no ha tenido nada que ver con esto. Nada.

– De acuerdo.

– Mi padre nunca le haría daño a su familia, jamás.

– De acuerdo -dijo Durless de nuevo-, pero entienda que tenga que preguntar.

– Sí.

– ¿Qué tal se lleva usted con su familia?

– Bien. Genial. Estamos todos muy unidos.

– ¿Me dijo usted que tiene problemas para ponerse en contacto con su padre?

– No contesta al móvil.

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