Warren Fahy - Henders

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Un equipo de científicos llega a una desconocida isla.
La isla de Henders se separó del resto del mundo hace cientos de millones de años, y desarrolló su propio ecosistema, de una agresividad nunca vista. Si una de estas criaturas consiguiera salir de la isla…seguramente destruiría todo el planeta. Henders es un intenso bio-thriller de ciencia ficción en el que hay cabida para la aventura, el peligro, la ciencia, la tecnología, el debate, la política, los intereses económicos, la amistad y el amor. Una novela para poner a prueba nuestra idea del mundo. ¿Qué haríamos si descubriéramos una especie, o varias, que puede ser utilizada como arma de destrucción masiva? ¿O si existiera la posibilidad de que nos barriera del planeta por superioridad de adaptación?

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21.08 horas

En los monitores del centro de control del Trígono, tres operadores de radio del ejército registraron los movimientos de Azul Uno en el teatro de operaciones.

– ¡Azul Uno acaba de hacer un descenso en picado! -informó uno de ellos, volviéndose hacia el oficial al mando en la sala de comunicaciones.

El oficial al mando de guardia abrió un canal de radio.

– Azul Uno, ¿cuál es su situación, maldita sea?

– No creo que puedan responder, señor -dijo el operador con la vista fija en la pantalla-. Deben de haberse precipitado unos quince metros por el acantilado antes de caer en la selva.

– ¿Cuándo se comunicaron por última vez?

– Hace unos veintitrés minutos, señor. Estaban recogiendo especímenes.

El icono que representaba el radiofaro de respuesta del Hummer desapareció de pronto del mapa en sus pantallas.

– ¡Mierda! -exclamó el oficial-. Enviad un helicóptero de búsqueda y rescate, pero que nadie salte del aparato. No pienso dejar a ningún soldado más en esta maldita isla, ¿entendido?

– ¡Sí, señor! Pero en el Azul Uno viajaban algunos vips, señor. Veamos…, el doctor Cato, el doctor Redmond y el doctor Binswanger… y Nell Duckworth. Además de ese superviviente que recogieron.

– ¡Oh, joder! Llamaré al general Harris. ¡La mierda nos salpicará a todos por esto, muchachos! ¡Joder! Mi orden sigue en pie, teniente. Que nadie salte allí bajo ninguna circunstancia.

– ¡Sí, señor, coronel! ¡Afirmativo!

21.09 horas

Thatcher recorrió con enorme esfuerzo los últimos tres metros mientras los tres spigers acortaban la distancia detrás de él, llegando a sólo un salto de su presa. Thatcher empujó la puerta y la abrió justo cuando el spiger alfa aterrizaba en el umbral.

Thatcher alcanzó a oír el silbido de sus brazos claveteados cortando el aire detrás de su cabeza cuando cerró la puerta de la casa de Hender, jadeando en busca de aire. Retiró la etiqueta de la tapa de la caja de los especímenes y luego comenzó a subir la escalera de caracol. Mareado y tambaleándose, Thatcher pensó que su presión sanguínea haría que los ojos salieran de sus órbitas despedidos como corchos.

21.09 horas

Las señales de alarma del spiger alfa se activaron cuando percibió las feromonas del árbol y las feromonas de alarma de otras criaturas que se habían acercado hasta el lugar. Pero el spiger estaba desorientado. El flujo electromagnético generado por la actividad sísmica de la isla interfería con sus instintos y hacía que fallara el encendido en sus cerebros.

El spiger adelantó la cola y la clavó en la tierra, alzando sus gigantescas patas traseras mientras bajaba la cabeza frente a la casa de Hender.

Luego lanzó su poderoso cuerpo hacia adelante, golpeando con sus brazos claveteados, e hizo añicos la puerta con la cabeza.

Cuando se introdujo en el fuselaje, las fosas nasales del spiger alfa situadas en la frente olisquearon el aire y encontraron el rastro de Thatcher, que ascendía por la escalera.

21.10 horas

Nell observó a Hender, que llevaba a Copepod con cuatro manos mientras se balanceaba hacia la crujiente cesta.

– ¿Dónde está Thatcher? -preguntó Andy desde la cesta, y su voz reverberó en el risco.

– No lo sé -dijo Nell mirando a su alrededor.

– Me gustaría saber qué fue esa explosión. -Geoffrey estaba junto a Andy en la cesta.

– ¡Que le den a Thatcher, larguémonos! -dijo Andy.

– Iré a recoger la última caja y averiguaré qué le ha pasado -dijo Nell.

Se volvió y entonces vio a Thatcher, con el rostro encendido mientras respiraba agitadamente, abrazado a una gran caja de aluminio. Ella lo miró de arriba abajo.

– Buena sincronización, Thatcher. ¡Vamos!

Nell cogió la caja de sus manos y observó su expresión de sorpresa.

Sin perder un segundo le pasó la caja a Hender, quien se balanceó de una rama a otra y arrojó la caja a los que ya estaban dentro de la cesta antes de regresar junto a Nell.

– Es nuestro turno -le dijo Nell a Thatcher.

El zoólogo estaba de pie en el borde del acantilado, mirando la fila de escalones que se proyectaban sobre el abismo.

– ¡Dios mío! -exclamó-. No puedo hacerlo.

¡Hender! -llamó Nell.

21.10 horas

El spiger extendió sus patas delanteras llenas de púas dos metros delante de él y comenzó a subir velozmente por el túnel de escaleras en forma de espiral.

Puesto que carecía de vértebras, la enorme bestia se estiraba hacia adelante mientras las patas unidas a sus tres anillos de hueso encontraban puntos de apoyo y lo impulsaban hacia lo alto de la escalera como si de un poderoso muelle se tratara.

Los otros dos spigers se abrieron paso furiosamente como gusanos a través del sinuoso túnel detrás del primero.

21.11 horas

Las parejas de hendrópodos cogieron a Thatcher. Estaba paralizado por el pánico y eso hacía que el trabajo de las criaturas fuera mucho más difícil. Lo llevaron a través del puente en forma de escalera de mano hasta dejarlo caer finalmente sin demasiada consideración dentro de la cesta.

La puerta en el tronco del árbol saltó en mil pedazos.

Nell se volvió en el momento en que un par de púas de casi dos metros de largo atravesaban la puerta destrozada.

Un enorme spiger alfa pasó apretadamente hasta la rama que estaba a diez metros detrás de ella. La bestia plegó sus patas con púas debajo del cuerpo como una esquila de agua mientras avanzaba velozmente, estudiándola con movimientos rápidos de sus ojos multicolores. Ondas de luz anaranjada, amarilla y rosada recorrían sus rayas sinuosas en torno a sus mandíbulas.

– ¡Nell, peli-gro-so! -gritó Hender.

– ¡Venga, Nell! -gritó Andy desde la cesta unos metros más abajo.

Las mandíbulas verticales del spiger, de casi un metro de alto, se abrieron completamente y Nell pudo percibir su aliento fétido cuando se elevó sobre sus patas traseras.

– ¡Nell! ¡Salta!

Ella saltó, cogiéndose del primer peldaño horizontal. Hender estaba allí para ayudarla, pero Nell se balanceó hábilmente de un peldaño a otro mientras Hender retrocedía rápidamente delante de ella con cuatro de sus manos y sin dejar de vigilar al spiger.

La enorme criatura avanzó hasta el borde de la rama a la que había saltado, olisqueando a Nell, los ojos de la cabeza y las ancas fijos en su presa… Luego se impulsó con las seis patas y la cola a través del aire en pos de Nell.

Hender cogió a la joven con las piernas y dos de sus brazos, tirando de ella hacia adelante justo cuando las púas del spiger rasgaban el aire a escasos centímetros de su cabeza.

El spiger cayó a plomo más allá de la cesta, cerrando las fauces delante de la cara de Thatcher, y continuó la caída con un aullido penetrante que se prolongó durante los doscientos metros hasta el mar.

Hender dejó a Nell en la cesta y saltó dentro detrás de ella.

El grueso cable de cuerda había sido tejido aparentemente con alguna clase de fibra de color verde claro. La cesta estaba hecha de la misma fibra amarrada a grandes placas de esqueleto de alguna criatura, quizá de una megaesquila de agua. La cesta crujía y se tensaba, peligrosamente sobrecargada.

– ¡Muy bien! -dijo Hender.

Los otros hendrópodos entonaron una cacofonía musical mientras los dos spigers más pequeños atisbaban por encima del borde de la rama, tratando de calcular la distancia que los separaba de la cesta que se balanceaba como un festín delante de ellos.

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