Thatcher dejó escapar un gruñido al tiempo que prácticamente se echaba sobre el regazo de Nell para mirar a través de la ventanilla.
– ¿De verdad?
– ¿Podría explicar eso? -dijo Geoffrey.
– Algunas aves marinas emigran hasta aquí para reproducirse -contestó Cato.
– Las plantas se comen a los padres y las crías rompen el cascarón y dejan su marca en sus nuevas madres -añadió Nell-. Más tarde regresan aquí ya como adultos para anidar, poner sus huevos y ser comidos por las plantas. El círculo de la vida.
Nell sonrió sombríamente a Geoffrey, quien volvió a mirar a través de la ventanilla sin poder articular palabra.
– Incluso hemos descubierto subespecies de fragatas que han adaptado su pico infantil para que se ajustara a los pezones de esas cosas -dijo el doctor Cato-. De modo que, aparentemente, esas criaturas han sido unas madres excelentes durante mucho tiempo.
– ¡Dios mío! -musitó Geoffrey-. ¿Una relación depredador-presa en la que la presa evoluciona para aprovechar las posibilidades del depredador? Creo que me estoy mareando. Esas cosas han secuestrado la selección natural de la fragata. ¡Están criando su propia comida!
– Exactamente igual que hacemos nosotros -dijo Thatcher arrastrando las palabras-. ¿Acaso no han visto un pollo? La diferencia es que esa criatura ha evolucionado en tándem con su presa para preservar sólo lo que necesita para sobrevivir y no expandirse más allá de sus recursos. Uno podría dedicar toda la vida a estudiar cualquiera de los organismos de esta isla.
– Una vida corta -musitó Zero.
El sargento Cane sonrió amargamente mientras pasaban junto a los ruidosos criaderos que bordeaban el risco.
Zero lo estaba grabando todo atentamente. Cuando un chorro de jugo espeso roció la ventanilla, y oscureció la toma, soltó una maldición.
El sargento Cane se echó a reír.
– Las enredaderas que rodean los nidos lanzan un jugo de sal concentrado a los ojos. Pueden alcanzar avispas en pleno vuelo a cinco metros de distancia.
Geoffrey observó que un pájaro adolescente volaba fuera de uno de los nidos. Cada vez que intentaba regresar, una planta provista de una suerte de muelle se lo impedía.
Thatcher estaba extasiado.
– ¡Fantástico! -canturreó, tendiéndose sobre Nell para poder mirar a través de la ventanilla.
– Muy bien, ya es suficiente -dijo ella, empujando a Thatcher de nuevo hacia su asiento.
La rampa de estratos expuestos descendía desde el borde de la isla mientras continuaba rodeándola. Cane avivó la marcha y los tres Humvee aceleraron por la rampa natural.
Geoffrey se aferró al respaldo del asiento de Zero y miró a Nell, quien mantenía la mirada fija a través del parabrisas mientras la sombra que proyectaba el borde de la isla llegaba a las colinas y extinguía la señal de luz.
Finalmente llegaron a estrato inferior llano. Continuaron rodeando la concavidad en dirección norte, dejando huellas marrones en los tréboles, que gradualmente recuperaban su coloración verde detrás de ellos.
Los escalones de las laderas más elevadas estaban fundidos por la erosión como las terrazas escalonadas de los Andes peruanos, salpicados de tréboles verdes, dorados y púrpuras.
Delante de ellos, los segmentos de jungla coronaban la sucesión de salientes rocosos que surgían de la ladera.
– ¿Ven esa cornisa allí arriba? -dijo Cane, señalando a través del parabrisas.
– Sí, allí es donde pude refugiarme -dijo Zero.
– Bien, en esa cornisa no hay selva. -Cane habló por la radio-: Azul Dos y Tres, empezaremos por la terraza más elevada. Chicos, sugiero que vosotros busquéis al superviviente en las dos inferiores. Cambio.
– Aquí Azul Dos, recibido, Azul Uno.
– Aquí Azul Tres, suena bien.
– Parece que tenemos un enjambre, muchachos -dijo la primera voz.
– Recibido, gracias.
Cane hizo girar la manija de un válvula empotrada en el techo de la cabina mientras un enjambre de avispas atacaba la caravana de Humvee.
Desde el interior del vehículo pudieron oír el chirrido y el siseo de los surtidores que comenzaban a lanzar chorros de agua salada.
Las cabezas de los aspersores se elevaron a modo de telescopios en los techos de los Humvee y una fina sombrilla de agua cayó sobre cada vehículo.
El sargento Cane sonrió.
– A esos cabrones no les gusta el agua salada.
Zero se volvió y miró a Nell con expresión impasible.
– Veo que ya nos hemos adaptado a este medioambiente -dijo Thatcher irónicamente-, y lo hemos dominado con nuestras defensas tecnológicas.
Cane hizo una mueca.
– Como dicen los marines, hay que «improvisar, adaptarse, vencer».
– Exactamente -se burló Thatcher.
Cane cerró los rociadores del Hummer cuando las avispas se retiraron y Azul Uno afirmó sus cuatro mattracks, ascendiendo la pendiente junto a los gigantescos escalones.
El resto de los Humvee lo seguían a corta distancia, cada uno de ellos examinando la cornisa asignada. Azul Uno avanzó poderosamente, ascendiendo otros veinte metros hasta alcanzar la cornisa más alta, un estrato de rocas curvo que sobresalía de la escarpada ladera.
El Hummer giró hacia el reborde de roca plano. A la izquierda se mecían las copas de los árboles similares a palmeras que se elevaban desde el estrato inferior. A la derecha se alzaba una pared de piedra que la cornisa abrazaba, curvándose al llegar a un recodo y perdiéndose de vista más adelante. Por encima de ese acantilado de unos diez metros, los campos verdes se elevaban sin solución de continuidad hasta el reborde de la isla.
Un árbol caído les impedía continuar avanzando por la cornisa.
Cane intentó pasar por encima del tronco, pero era demasiado grueso, demasiado incluso para que los mattracks pudieran superarlo. Parecía más el cuello de Godzilla que el tronco de un árbol.
– Es la cutícula exterior de un artrópodo gigante -explicó el doctor Cato-. Los árboles, de hecho, están relacionados con los bichos voladores de la isla.
– ¡Dios mío! -exclamó Thatcher.
– Parece como si un desprendimiento de rocas lo hubiera traído hasta aquí. -Geoffrey señaló hacia un trozo rocoso que faltaba del risco unos metros más arriba-. ¿Esta isla es muy inestable?
– Sí. Ha habido bastante actividad sísmica -dijo Nell.
Cane apagó el motor y todos oyeron algo tan incongruente que, al principio, no pudieron identificarlo: eran los ladridos de un perro.
– ¿Qué diablos es eso? -dijo Cane.
Un bull terrier apareció en la cornisa desde el otro lado del risco, ladrando salvajemente. Luego se volvió y desapareció detrás del recodo.
– ¡Copey! -gritó Nell.
– ¡No me lo puedo creer! -dijo Zero mientras afirmaba la mano sobre la cámara.
El bull terrier volvió a salir corriendo desde el recodo del risco, ladrando furiosamente, y luego se alejó hasta perderse de vista.
Nell apretó el hombro de Cane.
– Está tratando de que lo sigamos. ¡Vamos!
Cane intentó pasar una vez más por encima del tronco, pero luego detuvo el vehículo meneando la cabeza.
– No podemos pasar por encima de ese árbol con el Hummer. Y de ninguna manera abandonaremos el vehículo. No con la selva tan cerca de nosotros.
– ¡Alguien nos hizo señales y necesita ayuda, sargento! ¡Si Copey pudo sobrevivir aquí, nosotros también podremos hacerlo!
– Imposible. Yo no pienso salir ahí fuera.
– Zero -dijo Nell-, tú conseguiste sobrevivir. ¿Podríamos correr de prisa, echar un vistazo al otro lado del recodo y luego regresar?
Zero frunció el ceño.
– ¿Tenemos armas?
– Superremojadores -respondió Cane. Se produjo un momento de silencio-. Es verdad. Están llenos de agua salada. Y si abandonan el Hummer tendrán que calzarse botas estériles. Están en esos paquetes. Antes de volver a entrar en el Hummer, quítenselas y arrójenlas bien lejos. -El sargento miró a Nell y meneó la cabeza-. Pero este asunto no me gusta nada. Esa selva está demasiado cerca de nosotros.
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