Warren Fahy - Henders

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Un equipo de científicos llega a una desconocida isla.
La isla de Henders se separó del resto del mundo hace cientos de millones de años, y desarrolló su propio ecosistema, de una agresividad nunca vista. Si una de estas criaturas consiguiera salir de la isla…seguramente destruiría todo el planeta. Henders es un intenso bio-thriller de ciencia ficción en el que hay cabida para la aventura, el peligro, la ciencia, la tecnología, el debate, la política, los intereses económicos, la amistad y el amor. Una novela para poner a prueba nuestra idea del mundo. ¿Qué haríamos si descubriéramos una especie, o varias, que puede ser utilizada como arma de destrucción masiva? ¿O si existiera la posibilidad de que nos barriera del planeta por superioridad de adaptación?

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– ¡Joder! -exclamó sir Nigel-. Le pido disculpas, señor presidente.

– Es extremadamente dudoso que también nosotros pudiéramos sobrevivir a ello, Nigel -dijo el doctor Livingstone.

Geoffrey alzó la mano.

– Aún me resisto a creer que no exista ninguna especie que no represente una amenaza en esa isla. Yo acabo de llegar, de modo que es posible que esté hablando sin conocimiento de causa, pero seguramente algo debe de ser benigno allí, y pueda ser preservado en condiciones controladas para un futuro estudio. Estoy de acuerdo con el doctor Redmond: los modelos generados por ordenador y las proyecciones algorítmicas parecen ser un parámetro de evidencia bastante endeble cuando estamos condenando a todo un ecosistema.

– Doctor Binswanger, estoy interesado en preservar cualquier forma de vida que podamos en esa isla, y ésa es una de las razones de su presencia aquí -dijo el presidente-. Damas y caballeros, lamentablemente disponemos de muy poco tiempo. Señor secretario, me gustaría que informara a los presentes de los recientes acontecimientos.

El secretario de Estado no parecía encontrarse muy cómodo con la solicitud del presidente. Se aclaró la garganta después de que su comandante en jefe le dirigió un breve gesto con la cabeza.

– Ya hemos tenido que expulsar barcos de guerra chinos y rusos de esta zona, y ambas confrontaciones han sido… desagradables, creo que ése es el término que oficialmente se me permite emplear.

Los científicos presentes mostraron su disgusto ante la arriesgada política de los militares.

Los militares presentes tenían una expresión sombría.

– Los británicos reclaman este territorio como propio, ya que lleva el nombre de un capitán de la Royal Navy que la descubrió hace doscientos veinte años. Nosotros hemos respetado esa posición y, por ello, hemos incluido a eminentes científicos británicos en el equipo encargado de la investigación. Sin embargo, esa cuarentena que hemos impuesto está suscitando teorías de la conspiración y fomentando en todo el mundo repercusiones negativas contra Estados Unidos y Gran Bretaña. Las relaciones internacionales están alcanzando rápidamente un nivel de desestabilización insostenible. -El secretario de Estado miró al presidente-. Tenemos que decidir si deberíamos esterilizar el área con una arma nuclear táctica. Y debemos tomar esa decisión ahora. La raza humana probablemente nunca tenga otra oportunidad como ésta.

Entre los científicos se produjo un estallido de expresiones indignadas.

– Doctora Duckworth -dijo el presidente, ignorando las interrupciones.

– ¿Sí, señor?

– Usted fue la primera persona que vio esas especies y una de las dos únicas que consiguieron sobrevivir a ese primer encuentro. Ha experimentado de primera mano la destrucción de la que son capaces las formas de vida que habitan en esa isla. ¿Cuál es su recomendación?

– Destruir la isla con un estallido nuclear -dijo ella sin dudarlo, sorprendiéndose a sí misma ante la brutalidad de su franqueza. Sus mejillas se sonrojaron ligeramente pero siguió mirando con fijeza al presidente en la pantalla.

Los científicos en la mesa se quedaron boquiabiertos. Geoffrey estaba azorado porque una colega pudiera asumir una postura semejante en ese caso; la mayoría de los militares parecían sentirse gratificados por la rotunda afirmación de Nell.

– ¿Y cómo podemos saber que un estallido nuclear no enviará a la estratosfera polen o células regenerativas de esos organismos? -preguntó Geoffrey, poniéndose en pie-. ¿Cómo se reproducen? ¡Podríamos propagar esos organismos por toda la biosfera!

Mientras se sentaba, cruzó una mirada airada con Nell.

– Señor presidente -interrumpió el secretario de Defensa-, tuvimos la posibilidad de eliminar la viruela para siempre, y ahora sabemos que los rusos no lo hicieron y nosotros tampoco, en caso de que la enfermedad pudiera utilizarse como una arma. Actualmente corren rumores de que los terroristas pueden haber puesto sus manos sobre ese terrible flagelo. ¡No me gusta nada la idea de lo que los terroristas podrían llegar a hacer con unas pocas muestras de vida como ésa!

– ¿Cómo se reproducen esos animales, doctor Cato? -quiso saber el presidente-. ¿Existe algún peligro de que una arma nuclear pudiera propagarlos más allá de la isla?

El doctor Cato negó con la cabeza.

– No hay nada que sugiera que en esa isla algún organismo se reproduzca por medio del polen. Ésa es una de las razones de que haya permanecido biológicamente aislada. Todos los animales de la isla parecen ser hermafroditas que se aparean una vez para toda la vida y se reproducen de manera indefinida. Incluso la vida similar a la de las plantas produce huevos que se adhieren a organismos móviles durante escasos segundos antes de caer. Por eso las aves nunca han transportado especies fuera de la isla.

– ¿Existe allí alguna especie que sea benigna, como sugiere el doctor Binswanger?

– Todas esas criaturas han estado nadando en el mismo y reducido estanque, por decirlo de alguna manera, señor presidente -contestó el doctor Livingstone-. Me temo que, para conseguirlo en ese lugar, han tenido que volverse mucho más duras y resistentes que cualesquiera otras especies de nuestro planeta, mucho más.

De pronto, Geoffrey captó una luz del otro lado de la ventana que titilaba aproximadamente a medio camino de la ladera norte de la colina.

– Damas y caballeros -dijo el presidente-, me temo que no puedo permitir que ni siquiera el gobierno norteamericano tenga la oportunidad de convertir en armas letales las formas de vida de esa isla.

Ahora quien se levantó fue Thatcher, visiblemente enojado.

– ¡Señor presidente! Si destruimos ese ecosistema estaremos cometiendo el mayor crimen de la historia del planeta. Y sólo estaremos presagiando lo que estamos en camino de hacerle a nuestro propio mundo también. ¡Nada sería capaz de ilustrar de una manera más vivida la tesis que planteo en mi libro que semejante aniquilación total y caprichosa de una rama de vida completamente única sólo para nuestro beneficio propio!

– Quizá le sorprenda saber que acepto su veredicto, doctor Redmond. Y tampoco le impediré que lo grite a los cuatro vientos desde la cima de una montaña. Lamentablemente, la cuestión es qué crimen cometer, no si cometemos alguno. Espero contar con su comprensión, aunque no con su aprobación, sobre eso. Porque sinceramente quiero contar con ella.

– No estoy seguro de poder brindársela, señor -dijo Thatcher, fulminando a Cato con la mirada-. Creo que esa atrocidad sólo servirá para probar que los seres humanos son mucho más peligrosos que cualquier otra criatura en esa isla. ¡Estoy seguro de que el doctor Binswanger está de acuerdo conmigo!

Geoffrey escuchó las palabras de Thatcher con irritación, pero no dijo nada, concentrado en los destellos que se veían en la colina mientras confirmaba que no se trataba de un truco de luz accidental, sino de una señal regular y repetida. Pero ¿de quién?

– A pesar de todo, doctor Redmond -dijo el presidente-, mi responsabilidad y lealtad se deben a la raza humana y a las formas de vida que la sustentan. Me temo que debo dar la orden de esterilizar la isla Henders en el plazo de cuarenta y ocho horas. Eso debería permitir disponer de veinticuatro horas para la recolección final de especímenes y documentación de la isla, y otras veinticuatro horas para la evacuación hasta alcanzar una distancia segura con respecto al estallido. No impondré ninguna orden de silencio sobre ninguno de ustedes después de que este asunto haya sido resuelto. No impediré el debate académico, si bien soy consciente de que seré condenado eternamente por esta decisión, sobre todo por la comunidad científica. La idea de que un presidente pueda poner un límite al apetito de la ciencia, que por su misma naturaleza debe ser ilimitada, es contraria a todo aquello en lo que sinceramente creo. Pero poner un límite a la propia naturaleza es un acto de destrucción incluso más grave y permanente. Ésa es una carga que tendré que soportar solo. Sin embargo, les advierto a todos ustedes que deben comprender la seriedad con la que se llevará a cabo este curso de acción.

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