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Warren Fahy: Henders

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Warren Fahy Henders

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Un equipo de científicos llega a una desconocida isla. La isla de Henders se separó del resto del mundo hace cientos de millones de años, y desarrolló su propio ecosistema, de una agresividad nunca vista. Si una de estas criaturas consiguiera salir de la isla…seguramente destruiría todo el planeta. Henders es un intenso bio-thriller de ciencia ficción en el que hay cabida para la aventura, el peligro, la ciencia, la tecnología, el debate, la política, los intereses económicos, la amistad y el amor. Una novela para poner a prueba nuestra idea del mundo. ¿Qué haríamos si descubriéramos una especie, o varias, que puede ser utilizada como arma de destrucción masiva? ¿O si existiera la posibilidad de que nos barriera del planeta por superioridad de adaptación?

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El barco de exploración de más de cincuenta metros de eslora se aproximaba al centro del océano desierto de casi setenta millones de kilómetros cuadrados que se extendía desde el ecuador hasta la Antártida, un vacío que globos terráqueos y mapas aprovechaban para incluir la leyenda «Océano Pacífico Sur».

El Trident, alquilado por el programa «SeaLife», un reality show que emitía una cadena de televisión por cable, alojaba confortablemente a cuarenta pasajeros. Ahora, un equipo del programa compuesto de diez personas que simulaba dirigir el barco, catorce profesionales que realmente dirigían el barco, seis científicos y ocho miembros del personal de producción, junto con un bonito bull terrier llamado Copepod, completaban su lista de pasajeros.

«SeaLife» narraba la odisea del Trident alrededor del mundo durante un año, una travesía que prometía la visita a los lugares más remotos y exóticos de la Tierra. En sus primeros cuatro episodios semanales, el reparto de científicos jóvenes v entusiastas y una tripulación falsa, también joven y sofisticada, había explorado las Galápagos y la Isla de Pascua, colocando a «SeaLife» en la segunda posición en el índice de audiencia de los programas que se emitían por cable. Sin embargo, después de las últimas tres semanas en el mar, tras tener que soportar una tormenta tras otra, el reality se estaba hundiendo.

La botánica del barco, Nell Duckworth, contempló su reflejo en la ventana de babor del puente del Trident y se acomodó la gorra de los Mets. Al igual que el resto de los científicos elegidos para el programa, Nell aún no había llegado a la treintena. De hecho, había cumplido veintinueve años hacía exactamente siete días y lo había celebrado inclinada sobre la taza perfumada con olor a menta y productos químicos de un váter náutico. Había perdido peso, ya que hacía diez días que era incapaz de retener la comida en el estómago. El mareo y las náuseas habían comenzado a remitir sólo cuando, la noche anterior, la última de las colosales tormentas se había alejado, dejando esa mañana un mar y un cielo limpios y azules. Hasta el momento, el mal tiempo, el protector solar y su fiel gorra de los Mets habían protegido su tez blanca de cualquier nuevo y radical incidente relacionado con la pigmentación. Pero ella no estaba comprobando el reflejo en el cristal en busca de arrugas, pecas o pérdida de peso. En cambio, lo único que vio fue la mirada de desesperación que le devolvía el improvisado espejo.

Nell llevaba unas bermudas vaqueras de color gris oscuro hasta la rodilla, una camiseta del mismo color y abundante protector solar factor 24 distribuido por el rostro y los brazos desnudos. Sus gastadas zapatillas Adidas blancas no les habían hecho ninguna gracia a los productores del programa, puesto que la marca no se contaba entre los patrocinadores del programa, pero ella se había negado obcecadamente a cambiarlas por un par nuevo de otra marca.

Miró hacia el sur a través de la pequeña ventana, y la aplastante sensación de decepción en la que intentaba no pensar volvió a caer sobre ella. Debido a los retrasos como consecuencia del mal tiempo y el bajo índice de audiencia del programa, el Trident estaba evitando la isla que se encontraba justo detrás de ese horizonte, pasando de largo frente a la única razón por la que Nell se había presentado al programa.

En las últimas horas había tratado de no recordarles a los hombres que ocupaban el puente el hecho de que se encontraban más cerca de lo que, salvo un puñado de personas, nadie había estado jamás del lugar que ella había estudiado y sobre el que había teorizado durante más de nueve años.

En vez de poner proa al sur durante un día y desembarcar en la isla, ahora se dirigían al oeste, hacia la isla Pitcairn, donde los descendientes de la tripulación amotinada del Bounty aparentemente habían organizado una fiesta en su honor.

Nell apretó los dientes y captó en el cristal el reflejo de su rostro con el ceño fruncido. Se volvió y miró a través de la ventana de popa.

Allí vio el minisubmarino que descansaba debajo de una grúa en el pontón central del barco. En los pontones de babor y estribor había portillas de visión submarina, los lugares preferidos de Nell para almorzar, donde había podido ver ocasionalmente peces como el atún, el pez vela o el pez luna siguiendo la estela del barco.

El Trident se jactaba de tener un estudio de producción de televisión de última generación, y una estación de comunicación vía satélite; su propia planta desalinizadora, que producía quince mil litros de agua potable al día, y un laboratorio oceanográfico operativo dotado de microscopios de investigación científica y una amplia variedad de instrumentos. El Trident disponía incluso de una sala de cine. En conjunto, mucho ruido y pocas nueces, pensó Nell. La premisa científica del programa no había sido más que un decorado de escaparate, como la cínica que había en ella había estado advirtiéndole desde el principio.

Abajo, en la cubierta de popa, vio a Andy Beasley, el biólogo marino del barco, que trataba de enseñarle al equipo del programa, castigado por las últimas semanas de mal tiempo, una lección sobre la vida en el mar.


14.11 horas


Andrew Beasley era un científico alto y delgado, de hombros estrechos, con una mata de pelo rubio y gafas de gruesa montura de carey. Su rostro alargado, como el de un pájaro, acostumbraba a exhibir una sonrisa de optimismo.

Criado por su amada pero alcohólica tía Althea en Nueva Orleans, el amable y joven científico había crecido rodeado de peceras, ya que vivía encima del restaurante de marisco y pescado de su tía. Cualquier espécimen que fuera objeto de su estudio evitaba automáticamente la cacerola.

Andrew había hecho realidad el sueño de su tía Althea y se había convertido en biólogo marino, enviándole todos los días un correo electrónico desde el momento en que abandonó la casa para entrar en la universidad hasta el día en que aceptó su primer trabajo como investigador.

La tía Althea había fallecido tres meses antes. Tras haber sobrevivido al huracán Katrina, había sucumbido a un cáncer de páncreas, dejando a Andy más solo de lo que jamás hubiera imaginado posible, después de sentirse tan terriblemente solo durante toda su vida.

Un mes después del funeral, Andy había recibido una carta en la que se lo invitaba a una audición para el programa «SeaLife». Sin haberle dicho nada, la tía Althea había enviado su curriculum y una fotografía suya a los productores del programa después de haber leído un artículo sobre la convocatoria de un casting para biólogos marinos. Andy había visitado la tumba de su tía para llevarle flores y luego había volado a Nueva York para presentarse a la prueba. Como si de la realización del deseo póstumo de la tía Althea se tratara, había conseguido uno de los disputados camarotes a bordo del Trident.

Andy usaba habitualmente colores brillantes y llamativos que le conferían una apariencia ligeramente bufonesca, lo que lo convertía en un blanco natural para el sarcasmo. Era un joven tan ciegamente optimista y fácilmente vulnerable como un cachorro, una combinación que despertaba en Nell un intenso impulso maternal que no dejaba de sorprenderla.

Andy jugueteaba nerviosamente con el micrófono inalámbrico sujeto a su estrecha corbata amarilla de cuero. Llevaba un polo Lacoste de rayas azules, blancas, anaranjadas, amarillas, moradas y verdes que parecía un chicle de la marca Fruit Stripe. A juego con el polo de rayas verticales, vestía unas bermudas Tommy Hilfiger de rayas horizontales azules, verdes, rosas, rojas, anaranjadas y amarillas. Para completar su atuendo, calzaba unas zapatillas verdes de caña alta del 45.

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